Por Nicolás Comini*
“No era para quejarse, sin embargo, si los mismos europeos estaban dando una vez más el mal ejemplo de una guerra bárbara, cuando nosotros empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre la misma.” En el imaginario de García Márquez, colombiano de sangre, latinoamericano de alma, la todavía vacilante paz del nuevo mundo se presentaba en claro contraste con la violencia desatada desde los grandes epicentros de la cultura occidental.
En la actualidad, mientras el orbe se convierte en un escenario de crueldad, mientras la retórica política se transforma en una herramienta utilizada por grandes corporaciones, mientras aumentan las víctimas de la intolerancia y la incomprensión, mientras la industria armamentística marca el ritmo de la paz y de la guerra, Hugo Chávez y Juan Manuel Santos han logrado subordinar sus intereses personales a los de las naciones que representan, poniéndoles un freno a los rumores que promulgaban el estallido de un conflicto armado entre Colombia y Venezuela.
Así, los acuerdos de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, parecerían haber dado la oportunidad para que tanto los sectores más incrédulos como aquellos más cándidos alzasen su canto de victoria. Los primeros, augurando un pronto y seguro retorno a la posición anterior a San Pedro, una vez que el nuevo mandatario colombiano se afiance en la Casa de Nariño, y los últimos, otorgándoles a sendos gobernantes la absoluta responsabilidad del triunfo de la paz. Tal vez ambos extremos estén equivocados o, mejor aún, quizás ambos tengan cierta cuota de razón.
Al respecto, no cabe ninguna duda que frente a un contexto en donde prima la amenaza y la coacción, América del Sur ha logrado demostrarle al mundo, nuevamente, que las controversias emanadas al interior de la región son resueltas por medios pacíficos. No obstante ello, el principal error ha estado en la interpretación de aquellos que sostienen que, previo a la negociación entre Chávez y Santos, existía una amenaza de guerra tangible.
Ahora bien, si se aceptara la premisa a partir de la cual se sostiene que un desenlace armado entre Colombia y Venezuela se tornaba prácticamente inverosímil, surgiría la necesidad inmediata de responder, al menos, a tres interrogantes ¿Cómo se explican, entonces, las amenazas de uso de la fuerza militar? ¿Cuáles fueron esos factores que hicieron de dichas amenazas simples declaraciones retóricas? ¿Cómo ha evolucionado la relación bilateral desde San Pedro?
Amenazas bélicas. Antes de analizar las razones que motivaron la intensificación de los niveles de tensión entre los países vecinos del noroeste sudamericano, se hace esencial realizar una distinción conceptual entre las nociones de “Estado”, “Gobierno” y “Nación”.
En ese marco, y en pocas palabras, se considerará Estado al conjunto de instituciones a partir de las cuales se encuentra organizado un país; se hará hincapié en el Gobierno al referirse a las autoridades que controlan y dirigen, durante un período determinado de tiempo, ese Estado; por su parte, el concepto de Nación refiere a una comunidad de personas cuya historia y costumbres –tenga o no un espacio geográfico propio– producen una unidad de conciencia.
¿Por qué resulta necesaria esta distinción? Porque el conflicto entre Colombia y Venezuela no encuentra su origen al interior de las naciones que componen ambos Estados sino en gobiernos guiados por fuertes liderazgos personalistas que dirigen y controlan su accionar, con una notable preponderancia del Poder Ejecutivo por sobre el resto de las instituciones. En ese contexto, durante los años en los que Chávez y Uribe convivieron al frente de sus respectivos gobiernos, el distanciamiento entre ambos fue transversalmente estimulado por profundos desacuerdos que desembocaron en la adopción de posiciones antagónicas en política exterior, movimientos armados fuera de la ley (léase guerrilleros o paramilitares) y armamentismo.
Política Exterior. La notable incompatibilidad de los modelos de inserción política en el sistema internacional adoptado por sendos gobiernos fue uno de los principales motores de tensión bilateral. Ya en 2004 el presidente Chávez, en el documento “El nuevo mapa estratégico”, dividía ideológicamente a Sudamérica en dos: una monroista –encabezada por Colombia y alineada a las políticas “emanadas del Pentágono”– y otra bolivariana –con Venezuela al frente–.
Esta tendencia de unos hacia el alineamiento más carnal con los Estados Unidos y de otros hacia la región latinoamericana y otros actores “no alineados”, tiene sus raíces en la mutua desconfianza gubernamental. Al respecto, lo que se percibe es una clara desconfianza interelitista; es decir, mientras el establishment colombiano desconfía profundamente de Chávez, el recambio de las elites políticas y administrativas que se produjo en Venezuela desde 1999 –año en que asume el actual presidente– imprimió un claro viraje en la política exterior del país, con una profunda animadversión frente a las decisiones adoptadas por el país vecino en materia de inserción internacional.
Lo cierto es que dicha división “ideológica” tuvo, asimismo, impactos concretos: una Comunidad Andina de Naciones (CAN) fragmentada luego de la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Colombia y Estados Unidos y el consecuente retiro por parte de Venezuela; la creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y la firma, en 2006, del Tratado de Cooperación de los Pueblos (TCP), y la solicitud venezolana de ingreso al Mercado Común del Sur (Mercosur). Sin embargo, en lo que respecta específicamente a la relación bilateral con Estados Unidos, ambos resultan, sin embargo, altamente dependientes. Mientras Venezuela requiere de la demanda norteamericana de petróleo y se ha esforzado por cumplir con las obligaciones de los bonos que ha emitido –una de las principales preocupaciones de Wall Street–, gran parte de las “glorias adquiridas” por Uribe en su lucha contra el narcotráfico han sido producto de la dependencia militar y policial que el país mantiene con la Casa Blanca. La diferencia se encuentra, por lo tanto, en el espectro político.
GRUPOS ARMADOS FUERA DE LA LEY. La puesta en marcha, desde 1999, del Plan Colombia selló la alianza entre Estados Unidos y Colombia en la lucha contra el narcotráfico. La implementación de dicho plan involucró a un elenco que incluía como actores principales –además de la participación norteamericana– al Estado colombiano y a grupos armados por fuera de la ley, tales como los denominados paramilitares –Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)– y guerrilleros –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)–.
Sin embargo, el Plan Colombia, debido a las características propias del narcotráfico, tuvo también efectos externos, principalmente en lo que se refiere a la relación con el país vecino. Las tensiones comenzaron entre Chávez y Andrés Pastrana Arango (presidente colombiano hasta 2002) y se profundizaron con la llegada de Uribe al poder.
En ese marco, los picos más álgidos de la relación bilateral estuvieron vinculados, durante los últimos años, a los efectos de este plan. Ejemplo de ello han sido los altos niveles de tensión desatados por el intercambio humanitario entre el gobierno de Colombia y las FARC; el secuestro en diciembre de 2004 del “canciller” de dicho grupo –Rodrigo Granda– en territorio venezolano que culminó con la mediación de Cuba, Brasil y Perú y con la creación de una Comisión Binacional de Alto Nivel; la “Operación Fenix”, que implicó la incursión de fuerzas militares y policiales colombianas en Ecuador y que motivó que desde el Palacio de Miraflores se suspendieran las relaciones diplomáticas con Colombia y se movilizaran tropas hacia la frontera; la reciente denuncia por parte del gobierno de Uribe ante la OEA por la supuesta presencia de miembros de las FARC y del ELN en territorio venezolano y la consecuente expulsión de la misión diplomática colombiana en Caracas.
Otro de los puntos de fricción entre los gobiernos de Chávez y Uribe estuvo vinculado a la supuesta carrera armamentística entre las partes. Mientras desde Caracas se denunciaba el fuerte incremento del poder militar y policial colombiano producido a partir del Plan Colombia –y acrecentado por los acuerdos de 2009, que permitieron ampliar la presencia militar estadounidense en bases colombianas–, desde Bogotá se ha considerado una amenaza a los grandes fondos que ha destinado Venezuela a la Defensa Nacional –verbigracia, compra de fusiles, helicópteros y aviones de patrulla y combate a Rusia o de aviones K-8 a China–.
En resumidas cuentas, la adopción de políticas opuestas a estas dichas áreas –sumado a un deterioro progresivo de los canales de diálogo– llevó a que ambos gobiernos rompieran relaciones cinco veces en los últimos cinco años.
IMPULSOS DE PAZ. Ante este escenario, uno podría asegurar que, luego del último altercado entre ambos países –desatado por la ya mencionada denuncia de Uribe ante la OEA– la amenaza de un desenlace armado se tornaba una alternativa concreta. De hecho, no faltó ni la ruptura de relaciones diplomáticas ni la movilización de tropas hacia las fronteras.
Entre los factores determinantes se destaca, en primer lugar, el contexto regional. Como lo analiza el Center for International Development and Conflict Management, durante el siglo XX, en América del Sur, de un total de sólo 16 crisis internacionales, once concluyeron sin uso de la fuerza, tres lo hicieron con enfrentamientos menores, uno con enfrentamientos mayores, y se desencadenó una sola guerra. Se trata, evidentemente, de un subcontinente donde prima la paz y ambos países están acostumbrados a la resolución pacífica y multilateral de sus controversias. Esto había quedado demostrado cuando Colombia y Venezuela tuvieron que resolver diferencias marítimas fronterizas –diferendo sobre aguas marinas y subyacentes en el Golfo de Venezuela– y cuando –aun sin relaciones diplomáticas vigentes– acordaron firmar el estatuto del Consejo de Defensa Sudamericano (CDS), cuyo objetivo general es, justamente, consolidar a Sudamérica como zona de paz. En ocasión del último conflicto entre los países vecinos, la multilateralización del mismo llevó a la puesta en marcha de los mecanismos enmarcados en la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y de la fructuosa mediación de su secretario general.
Asimismo, aun cuando se intenta incorporar a la región dentro de una supuesta carrera armamentística, lo que demuestran los datos suministrados por el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) es que mientras que en 2008 se habían gastado en el mundo aproximadamente 1.226 billones de dólares estadounidenses en materia militar, Sudamérica había desembolsado 34 billones, es decir, tan sólo el 3% del total. De hecho, entre los quince países que más han gastado en cuestiones militares sólo uno es sudamericano: Brasil –en el puesto número 12–.
Por otro lado, existe un segundo factor sumamente relevante para comprender los impulsos de paz entre ambos países, este es, el de la interdependencia. Existe una mutua dependencia en términos económicos, de eso no hay dudas. Mucho se ha hablado de la importancia de los graves efectos económicos que ha producido el distanciamiento político a nivel gubernamental, razón por la cual no se ahondará en detalles. Simplemente, y a modo ilustrativo, bastará con mencionar que sólo en el pasado mes de marzo las exportaciones colombianas a Venezuela –históricamente superavitarias– descendieron un 68,9% respecto del mismo período de 2009. Mucho más relevante que la interdependencia económica es, sin embargo, la social y cultural. Es aquí donde, más allá de los conflictos que puedan suscitarse en el nivel de los gobiernos o de los Estados, se torna fundamental destacar la importancia de las naciones. Se trata de ese sentimiento de pertenencia cultural, que encuentra sus raíces en una misma historia, en un mismo origen: la Gran Colombia. Más allá de “colombianos” o “venezolanos” –con todas las particularidades que de esos términos se desprenden– y de los límites territoriales y políticos que entre ambas naciones se han edificado, ambos pueblos –y esto puede apreciarse notablemente en los espacios fronterizos– se consideran parte de un mismo colectivo. Una solución armada adoptada por alguno de los gobierno implicaría, por ejemplo, enfrentar al estado de Táchira –sudoeste venezolano– con el departamento de Norte de Santander –noreste colombiano–, aun cuando la relación entre ambas regiones es más intensa que la de cada una de ellas con sus respectivas capitales.
LUEGO DE LA TORMENTA. La cultura de paz sudamericana, junto con la multilateralización del conflicto –con la mediación de Kirchner y Unasur como principales protagonistas– enmarcada en el recambio presidencial colombiano –con Juan Manuel Santos reemplazando a Uribe– y la fuerte interdependencia entre ambos pueblos han sido los factores esenciales para contrarrestar los efectos de las divergencias ideológicas entre los gobiernos. Los mismos representan modelos de política exterior antagónicos, distintas formas de actuar frente a los grupos armados fuera de la ley y ante el incremento de los gastos militares. Así, con el fuerte apoyo de ambas naciones, los gobiernos de Colombia y Venezuela han logrado, desde los Acuerdos de San Pedro Alejandrino, reactivar sus vínculos bilaterales, rotos hasta hace menos de un mes e intermitentemente en vilo desde hace casi ocho años.
Desde el 10 de agosto se han restablecido las relaciones diplomáticas –luego del beneplácito que diera el gobierno de Chávez al embajador de Colombia en Caracas, José Fernando Bautista–; se han creado cinco comisiones –compuestas por ministros y altos funcionarios de ambos países– encargadas de articular iniciativas tendientes a impulsar la integración en las áreas diplomática, económica y comercial; se organizó una primera ronda de negocios binacional; sendos cancilleres se han reunido en Caracas y volverán a hacerlo en Maicao (Colombia) con el propósito de analizar los planes conjuntos de desarrollo de las zonas limítrofes, y se acordó el pago de una deuda de 200 millones de dólares a exportadores colombianos –deuda que se había acumulado desde julio de 2009–.
En un mundo en el que los grandes centros de poder destinan enormes capitales al desarrollo armamentístico y se embarcan en cruentas guerras libradas sobre territorios cada vez más lejanos de sus metrópolis, en Sudamérica se ha demostrado nuevamente la ineficacia de la violencia como medio para la resolución de los conflictos. Aun con la militarización de la larga y accidentada frontera, de más de 2.200 kilómetros, no se ha logrado alejar a dos pueblos hermanos que consideran que los límites geográficos no separan… unen.
* Licenciado en Relaciones Internacionales, becario de Conicet y especialista en
Defensa y Seguridad Internacional
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