Los dos campos.

Por Ricardo Forster
Las imágenes son elocuentes y dolorosas como si estuviéramos retrocediendo en el tiempo y regresáramos hacia aquellas épocas en las que el trabajo esclavo era el modo predominante de la acumulación del capital. Hombres de distintas edades, incluyendo niños y adolescentes, apilados en casuchas miserables e improvisadas en las que el baño es un objeto de lujo inconmensurable para quienes son tratados peor que animales. Mucho peor, porque en el “campo” a los animales se los cuida, se los atiende y se los alimenta. Siempre hay un veterinario a mano para garantizar su salud. Son un bien preciado y precioso que merece todas las atenciones del patrón. Y ni que hablar de los caballos, animal mítico del hombre de campo, su amigo a quien le dedica una porción no menor de sus afectos.

Los peones, así, con ese nombre de eternos subalternos, como piezas de un ajedrez en el que cuentan poco y son sacrificables, se apiñan en esos trailers herrumbrados o, peor todavía, improvisan con palos y plásticos carpas inverosímiles en donde esparcen sus colchones y sus pocas pertenencias. Vienen de las zonas más pobres y arruinadas del interior. La mayoría son santiagueños, hijos de una tierra yerma, sobreexplotada en otros tiempos por La Forestal que se llevó todo el quebracho hasta dejar, donde antes había bosques nativos y selvas impenetrables, un desierto, un mundo sin esperanzas y sin trabajo que ha convertido a sus habitantes en eternos migrantes. Hoy la ampliación de la frontera sojera los sigue expulsando quitándoles, incluso, esa tierra árida que, al menos, les pertenecía pero que ahora les ha sido rapiñada por la avidez de los poderosos.

Desamparados de dignidad y de oportunidades han tenido que salir de la miseria conocida y sin horizontes para entrar en otras zonas de oscura explotación. Sin derechos y sin siquiera saber a dónde los llevan ni por cuánto tiempo. Un viaje hacia un pasado que es presente, allí donde se reproducen las antiguas formas de la explotación y la esclavitud. Un viaje hacia la pampa próspera, hacia la soja exuberante, el oro verde de este tiempo argentino en el que, una vez más, el “campo” derrama sobre todos nosotros su riqueza y su generosidad. No hay, no puede haber lugar para otro relato que no sea el de la infinita prodigalidad de la tierra y de su gente. Claro que, a veces, el diablo mete la cola y las imágenes insospechadas, de esas que no podíamos imaginar, se colaron entre nosotros para ofrecernos el otro rostro, oculto, del “campo”.


En estos días veraniegos en los que millones de argentinos se desplazan por todo el país buscando su lugar de vacaciones, nos encontramos con otra radiografía que nos ofrece una imagen tremenda, impensada de acuerdo a lo que nos contaron, obsesiva y meticulosamente, los grandes medios de comunicación durante el 2008, del “campo argentino”, de ese mundo parecido a una gran familia Ingalls en la que ricos y pobres se unían para enfrentar la expoliación del gobierno nacional. Un mundo bucólico, de gente trabajadora, de gringos honestos con las manos duras y callosas. De patrones que hacen asados con sus peones, que apadrinan a los hijos e hijas y que se ocupan de garantizarles una vida digna, con cura y escuela, con festivales de doma y carreras de sortijas, con bailes y desfiles tradicionalistas. Porque, eso nos enseñaron desde nuestra más tierna infancia (quién no recuerda los libros de texto con sus cuadros de la riqueza que viene del campo, sus vaquitas y sus trigales), la verdadera patria queda en el interior, en la pampa húmeda, en esas tierras pródigas de las que vivimos, desde siempre, los argentinos.

El campo como reservorio moral frente a la ciudad siempre sospechosa de ser portadora de todos los vicios (el peor de todos es, claro, el de reclamarles a los “honestos dueños de la tierra” que paguen impuestos o que acepten entregar bajo la forma de retenciones una parte de su renta extraordinaria desarrollada sobre un bien de todos los argentinos; ¡ni que hablar de los derechos de los trabajadores rurales ni de la abrumadora cifra de peones en negro trabajando de sol a sol!). La honestidad se dibuja bajo los contornos de los habitantes de las estancias, allí surge la hermandad del patrón y de “sus” trabajadores (que más que anónimos trabajadores de ciudad fabril, son parte del inventario, rostros conocidos desde siempre, amigos, compañeros de juego en los días de la infancia o de mateadas en el final de las jornadas laboriosas). Ese fue el relato que la corporación mediática cinceló con prodigalidad y astucia, aprovechando lo que se guarda en la memoria colectiva pergeñada desde la escuela primaria. El “campo” como el paradigma de la virtud, como la tierra soñada en la que “los buenos viejos tiempos” se perpetúan mientras en las ciudades pulula el crimen, la deshonestidad, la pérdida de las tradiciones, etcétera, etcétera. Imágenes de la comunidad idílica contrapuestas a un gobierno “oscuro y saqueador del trabajo ajeno”, preocupado, fundamentalmente, de engrosar “la caja”. Virtud versus corrupción.

El escándalo de San Pedro y de Ramallo, las imágenes de los peones santiagueños hacinados en casuchas miserables, las fabulosas tasas de rentabilidad de Nidera y de otras empresas agrocerealeras, la impunidad con la que se mueven los dueños de las estancias y las mil formas de la degradación a las que someten a los trabajadores golondrina, la eternización del trabajo en negro, la falta absoluta de derechos, los viejos y terribles vales intercambiables por comida cobrada como si estuvieran en el más lujoso de los restaurantes parisinos, salarios recortados hasta la extenuación, multas por abandonar el lugar de explotación, jornadas interminables sin días de descanso, viajes a destinos inciertos... y la lista puede engrosarse sin dificultades en este relevamiento de la iniquidad y la injusticia que permanecen invisibles para el poder mediático.


Para muchos buenos ciudadanos, de esos que se desgarraban las vestiduras ante el “atropello gubernamental” contra “la gente del campo”, las escenas de la explotación y la humillación de cientos de peones no puede estar sucediendo en la pampa húmeda, en la famosa zona núcleo que guarda, eso siguen pensando, las riquezas del país. Hasta el benemérito edecán de la prensa gráfica, La Nación, salió con un editorial a cuestionar la visión “ideologizada” con la que se describía lo que estaba sucediendo en San Pedro (apenas un nombre multiplicado por cientos en todo el país). De nuevo la mentira perversa de los demagogos populistas que mientras “se roban la riqueza de los argentinos de bien” se dedican a esparcir las semillas de la cizaña en el bucólico campo de la patria. Mientras tanto, y una vez más, lo que vuelve a quedar en evidencia es lo que busca ocultar el relato de la corporación mediática, en este caso, la existencia de ese otro campo invisible y ausente, de esa otra realidad que nos muestra la continuidad salvaje de la explotación y de la delincuencia moral y material de los eternos reclamantes de mano dura, de seriedad jurídica y de transparencia institucional. Lo único que reservan para los trabajadores agrícolas es la primera de esas exigencias.

El “campo” tenía dentro su alter ego, esa parte de sí mismo prolijamente ocultada, esa zona de la vergüenza que, por un cierto azar, quedó al descubierto. Su otro rostro desde siempre velado por el relato dominante, ese mismo que se ocupó, con un enorme éxito, de convencer a millones de compatriotas, en especial aquellos que sólo ven el “campo” cuando salen a las rutas, que tranqueras adentro se guarda la ética del trabajo y los lenguajes de la solidaridad y la tradición. De la noche a la mañana, pero amparados en las profundas transformaciones cultural-simbólicas de los años ’90, los grandes medios de comunicación, aliados estratégicos de los dueños de la tierra, derramaron sobre una sociedad anestesiada y desmemoriada, la imagen de un “campo” atropellado y saqueado por el monstruo estatal. La disputa alrededor de la 125 permitió hacer invisible la historia de la miseria, la expoliación, el maltrato y la explotación transmutándola por esa fotografía de familias trabajadoras unidas en pos de la defensa de sus formas de vida y de sus infatigables esfuerzos amenazados por la siniestra “caja” de los Kirchner.

No hubo cámaras que pudieran penetrar en el interior de esas estancias arquetípicas y fecundadoras de la riqueza nacional; no hubo periodistas que preguntaran por el trabajo en negro o por la evasión impositiva o que simplemente indagaran por los ingresos reales de esos virtuosos “campesinos” (recuerdo, estimado lector, que el inefable Morales Solá llamó de esa manera a Biolcati, lechero dueño de miles de hectáreas y presidente de la Sociedad Rural). Claro que no todo el “campo” actúa como los gerenciadores de Nidera en San Pedro, los terratenientes de Santiago del Estero que les quitan sus tierras a las comunidades de pequeños productores para ampliar la frontera sojera o los dueños del establecimiento de Ramallo en el que también se reprodujeron las condiciones de esclavitud descubiertas en los campos de Nidera. El campo es diverso (lo contrario a lo que obsesivamente nos mostraron durante todo el 2008) y tiene en su interior los restos de una solidaridad siempre amenazada por aquellos que, desde el fondo de la historia, han fundado su enriquecimiento en las formas más viles de la explotación. Por eso nunca está de más recordar una enseñanza de la historia: ningún derecho ni ninguna conquista democrática fueron el resultado de un gesto dadivoso de los poderes económicos; mientras pudieron mantuvieron las formas más abyectas del sometimiento y la explotación. El camino hacia una sociedad con derechos sociales y políticos fue, desde tiempo inmemorial, el resultado de la lucha de los oprimidos, una conquista ganada con sudor, sacrificios e inmensos dolores. Cada vez que pueden, los dominadores de ayer y de hoy, los Nidera de todos los tiempos, buscan destruir lo duramente conseguido. Impedirlo y, a la vez, ampliar los derechos y volver más justa la sociedad, sigue siendo la gran tarea democrática de nuestros días, el norte de todo proyecto genuino de transformación.

Revista Veintitres

Los agoreros de siempre y la realidad

Buenos Aires Económico


Fueron llamados especialistas, conocedores, analistas del mercado, estudiosos de la economía, poseedores de revelaciones y anticipadores del caos. Desde el inicio del gobierno de Néstor Kirchner hasta la actualidad, toda una serie de economistas se dedicó a mostrarse en los medios masivos de comunicación para disparar duros pronósticos respecto de la supuesta debilidad del modelo.

La realidad los desmiente cotidianamente y los posiciona como operadores políticos más que como economistas. Dijeron que la Argentina iba a entrar en default, que nunca se aceptaría en el exterior el canje de deuda, que el desempleo jamás bajaría, que el gasto social iba a hacer explotar las cuentas, que el sistema financiero iba a colapsar con el fin de las AFJP, que terminaríamos importando leche.

Fueron meros anunciadores de una realidad ficticia, como también estuvieron lejos las profecías de los analistas económicos que año tras años anunciaron recesiones, rebotes inflaciones descontrolados, disminuciones brutales de la tasa de inversión o panoramas de ese tipo”.

Si bien en este caso el análisis está circunscripto a la arena económica, en el plano político los pronósticos fueron igualmente taxativos: Néstor Kircher era presentado como la supuesta marioneta de Eduardo Duhalde, que iría a cumplir los mandatos que el titiritero ordenaba; mientras que Cristina Fernández limitaría su libertad de maniobra a las intenciones ocultas de su esposo, dado que para los analistas mediáticos la Presidenta no disponía de la capacidad política como para gobernar.

Durante los años previos a la crisis internacional los pronosticadores de la economía argentina veían un futuro gris, estallada la bomba financiera el panorama local pareció teñirse de negro completamente. Sucede que el grueso de los economistas ortodoxos considera que el crecimiento sostenido de los últimos siete años es una combinación entre el tan mentado “viento de cola” y una devaluación inicial que aportó el empuje productivo necesario.

Pero esa teoría terminó por derrumbarse en 2009, cuando se vieron economías sólidas desintegrarse, mientras que la Argentina atravesó la crisis con cierta soltura y con un costo social apañado por una estrategia política acertada del Gobierno nacional. “La Argentina recuperó rápidamente los equilibrios macroeconómicos esenciales, entre ellos el superávit fiscal, una balanza de pagos con saldo favorable y reservas en el Banco Central, de modo que se cambiaron las condiciones estructurales para evitar un default”.

Además, se sumaron “medidas puntuales” que terminaron de apuntalar el modelo, entre las que destacó “la estrategia de sostener el empleo, de aprovechar el proceso de sustitución de importaciones, la nacionalización del sistema de jubilaciones y la Asignación Universal por Hijo”.

Los economistas Nacionales y Populares, coinciden en que desde un comienzo, y durante la crisis todavía más, la clave estuvo en estimular la demanda interna. Eso, más allá de los estímulos fiscales, se logra mediante salarios dignos, que brinden una capacidad de consumo adecuada y que asienten un horizonte de crecimiento para alentar la inversión.

Mientras que los pronosticadores liberales advertían a comienzos del 2009 que la Argentina iba camino al default, pero con el agravante de un proceso inflacionario que no se detendría, sino que los precios irían en alza mientras el PBI se derrumbaba. La realidad fue otra. El año cerró con un crecimiento del 0,9% y para el primer trimestre de 2010 el desempeño económico ya mostraba un salto de casi 7 puntos porcentuales, liderando el crecimiento en la región.

Aldo Ferrer indicó que la Argentina “resistió la crisis y creció gracias a su política económica”, la cual -a su criterio- estuvo basada en “la consolidación de la balanza de pagos, superávit gemelos y una situación fiscal sólida”. “Este conjunto de circunstancias permitió, junto a la salida de la convertibilidad, que se estimulara la producción, el empleo y la inversión”, analizó el ex ministro de Economía y enfatizó: “La economía crece apoyada en estas fortalezas”.

El siguiente punto más criticado por economistas liberales es el crecimiento del gasto del Estado en las partidas sociales. “Jamás en la historia, los gobiernos gastaron tanto y con tan pocos resultados”, alcanzó a decir el economista de La Rural Ernesto Ambrosetti. Parte del balance es cierto: En 2004 la inversión social apenas si pasaba los 5 puntos del PBI, mientras que 2010 cerró con un gasto superior a los 10 puntos.

Lo discutible, claro, es si el modelo económico va rumbo a derrumbarse por culpa del dinero que el Estado destina a partidas sociales. “El gran motor en el crecimiento de la economía argentina viene por el lado de la demanda, y en todo este último período la existencia del gasto social implicó mantener una dinámica de consumo que favoreció el crecimiento del Producto, así como también al despegue del Producto potencial de la economía”, sostuvo Wierzba. Y subrayó: “Los ortodoxos no sólo no piensan así por un problema de perspectiva o mirada, sino por Según el referente de la Comisión de Economía de Carta Abierta, “fue una solución de tres patas: Se terminaba con una lógica de negocio espurio; se reestablecía un sistema más solidario y sólido; y se resolvía una complicación financiera muy seria por el tema de la crisis”.

Similar análisis realizan Aldo Ferrer y Abraham Gak. “Se demostró de la noche a la mañana a la sociedad qué se estaba haciendo con su dinero”, expuso Gak y denunció que “los volúmenes que aparecían oficialmente manejados por el sector privado no tienen nada que ver con los volúmenes que está manejando actualmente el Estado”.

“Claramente ha habido un ocultamiento impresionante de fondos”, dijo y agregó: “Lamentablemente estas cosas no terminan en Tribunales”. Para el economista del Plan Fénix, “uno de los problemas más serios que tenemos es cómo lograr en la gestión del Estado una extrema eficacia; y justamente el modo en que se traspasaron las jubilaciones y la aplicación del subsidio por hijo mostraron un proceso realmente eficaz, que no presentó ningún problema, y eso que estamos hablando de millones y millones de personas”.

Finalmente, Ferrer concluyó que “la reestatización de las AFJP fue una decisión fundamental para poner el ahorro previsional al servicio del país y de inversiones productivas que permitan enfrentar compromisos futuros con los jubilados”.

El nacimiento de la filosofía


Silvio Maresca. Licenciado en Filosofía.

También las historias de la filosofía al uso, cuyo modelo invariable es siempre, en último término, la Historia de la Filosofía de Hegel, integran el género de los grandes relatos. Aquéllos que, según dijera hace ya tiempo Lyotard, han perdido verosimilitud. Vale pues iniciar el trabajo de su deconstrucción.

Estas historias nos han habituado a creer que el nacimiento de la filosofía occidental tuvo lugar allá por los siglos VI y V antes de Cristo, en la periferia de la civilización griega. Más precisamente, en las colonias del Asia Menor y de la llamada Magna Grecia (sur de Italia y Sicilia), para trasladarse después a Atenas. No importa cuán disímiles sean las versiones acerca del sentido del discurso enunciado por aquellos primeros pensadores. Media un abismo entre la interpretación “naturalista” de los ingleses y la “romántica” de los alemanes. Se coincide -no obstante- en que la filosofía habría comenzado con ellos. Más aún, nadie deja de establecer una continuidad entre el pensar presocrático y el ateniense, incluso cuando -como en el caso de Mondolfo- se distingan distintas etapas, signadas por el predominio de un problema determinado, de una preocupación central.

Quizá solamente Nietzsche y Heidegger constituyan, en este punto, una excepción. Sin embargo, a pesar de advertir un corte, un viraje fundamental, sucumben finalmente también a la apariencia deslumbrante de que “una misma cosa” está en juego desde Tales de Mileto hasta Aristóteles -sobre todo, Heidegger-. El “asunto” de la filosofía es traído a colación por los -así llamados- presocráticos. Para peor, muy tempranamente, Platón y Aristóteles, con toda su autoridad, convalidan esta opinión. Son ante todo ellos quienes se reclaman de esa tradición presocrática, estableciendo una filiación directa entre sus desvelos y aquel pensar auroral.

Por nuestra parte -como es frecuente- pecaremos de heterodoxia. Para nosotros la filosofía nace en Atenas, en el siglo IV antes de Cristo, con Platón. La sabiduría presocrática es sólo una de sus fuentes, ni siquiera la más importante. Ciertamente, no formulamos con ello un juicio de valor. Es posible y hasta altamente probable que el pensar y el decir de un Heráclito o de un Parménides exhiban una radicalidad jamás alcanzada por la argumentación platónica. Pero no son filosofía. Nada en común tienen con ella, ni cabe afirmar que se encaminaran en esa dirección.

Presumiblemente, nacen de otros intereses y preocupaciones.



Atenas

La filosofía nace en Atenas al calor de una crisis política sin precedentes. La experiencia de la disolución de su comunidad y la certeza de la imposibilidad de revertir la situación mediante las formas corrientes del ejercicio del poder político: tales los factores más próximos que impulsan a Platón a ensayar un camino alternativo. Escuchémoslo: “De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de la suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra” (Carta VII, 325e - 326b 3).

¿Qué pasaba en Atenas? Un siglo antes un pequeño pueblo había llevado a cabo el experimento acaso más grandioso y aventurado de la historia humana: la construcción de una democracia integral, donde todos los ciudadanos libres -sin excepción- asumían una participación plena en la decisión autónoma del destino común. Bajo la certera y prudente conducción de Pericles, el pueblo ateniense había logrado plasmar un equilibrio casi perfecto entre la libertad individual y los intereses colectivos. Los sofistas, auténticos mentores de la nueva sociedad, preparaban a los individuos para desarrollar el máximo de excelencia del que fueran en cada caso capaces. Maestros del arte de la palabra, conocedores de todos los secretos del arte de la persuasión y la disputa, eran -simultáneamente- maestros de virtud.




No existe quizá mejor fresco de esta situación que las palabras que Tucídides pone en boca del mismo Pericles, en su archiconocido “Discurso fúnebre”. Permítaseme citar algunos fragmentos: “(…) tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las disensiones particulares, mientras que mediante la reputación que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía, ni a su vez por causa de su pobreza, al menos si tiene algo bueno que hacer en beneficio de la ciudad, se ve impedido por la oscuridad de su reputación. (…) amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra Y el reconocer que es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso” (Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II, §§ 37 y 40).

Sin embargo, tal felicidad duró lo que un suspiro. En poco tiempo el ejercicio de la libertad individual se trasmutó en la práctica del egoísmo más desenfrenado, en pos de metas subalternas y mezquinas. El legítimo afán individual de poderío, por un momento perfectamente acorde al interés del conjunto, se transformó en vulgar oportunismo, en búsqueda ciega del propio provecho a expensas de la comunidad. En una palabra: Pericles fue sustituido por Cleón y éste, para colmo de males, por el incalificable Alcibíades, principal responsable de la desastrosa incursión ateniense en Sicilia. La derrota frente a Esparta en la guerra del Peloponeso selló el destino trágico de Atenas y, a poco andar, de toda Grecia.

Sin embargo, a pesar de sus trasgresiones y delitos reiterados, sus equivocaciones fatales y sus espantosas traiciones -pasó al servicio de Esparta y después al de Persia, para retornar finalmente a su patria- no es fácil detestar a Alcibíades, como sí lo hicieron sus contemporáneos Tucídides y Aristófanes con el brutal Cleón. Veamos la semblanza que nos ofrece de él el historiador C. M. Bowra en La Atenas de Pericles (Alianza, Madrid, 1981, pp. 224-225): “En Atenas el partido de Nicias [partidario de la paz] fue vencido por los imperialistas demócratas, capitaneados, primero, por Hipérbolo, que estaba hecho de la misma madera que Cleón. De mayor relieve era el joven Alcibíades, pupilo de Pericles y miembro de su clan. Apuesto, rico, extravagante, listo y capaz, Alcibíades pareció durante mucho tiempo el heredero de Pericles enviado del cielo, que podía resucitar su manera de liderazgo con un entusiasmo renovado y una imaginación fresca. Alcibíades tenía, por supuesto, algunas cualidades notables(…) Había luchado en Delio y entendió el arte de la guerra como tal vez ningún otro ateniense de su época. Era un orador extraordinariamente brillante en la Asamblea y capaz de hacerle aceptar sus propuestas. Mas equívoca era su relación con los sofistas y su enseñanza. Era amigo de Sócrates y lo admiraba extraordinariamente, pero no compartía su respeto por las leyes o su integridad moral. En la práctica, Alcibíades se asemejaba a esos jóvenes de Platón que discutían para su interés propio y se interesaban más por sí mismos que por su país. Aunque poseía muchas de las cualidades que hicieron a Atenas grande, tenía otras que podían llevarla a la ruina”.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué se derrumbó -para decirlo con palabras de Hegel- esa “bella totalidad ética”? La filosofía occidental ha intentado reiteradamente -no cesará de hacerlo- develar este enigma. El propio enigma de su emergencia; el enigma constitutivo de la civilización occidental, que ésta todavía no ha sabido descifrar. La amenaza de la esfinge pende desde sus orígenes sobre ella. Su malestar en la cultura no es ajeno al trauma originario de la ruptura de la pólis.



Platón

Lo cierto es que Platón asiste a un panorama desolador. Ve desplegarse ante su mirada un individualismo suicida que crece en relación directamente proporcional a la pérdida de poder del conjunto. El capricho y el arbitrio reinan por doquier. Atenas, su amada Atenas, se encamina precitadamente hacia su final.

Platón traslada el escenario de sus diálogos al siglo anterior, acaso consciente de que el momento decisivo se localizaba allí. Tal vez toda su vida deseó ser Sócrates, confiando en su capacidad de revertir aquello ante lo que su maestro fracasó. O -conjeturalmente- el trauma producía ya sus primeros efectos. La compulsión a la repetición comenzaba a obrar.

Al situar los acontecimientos en el siglo V -un siglo antes-, Platón ocultaba también su desesperación. Porque Platón era un hombre desesperado. La filosofía nace, pues, de la desesperación. Desesperación que busca frenéticamente, en el desván de un bagaje cultural desvencijado, instrumentos de redención, armas para reconstruir un orden imprescindible. De ahí la recurrencia -ya alternativa, ya conjunta- a la dialéctica, al éros, al noús, al silencio místico. De ahí, los caminos del exoterismo y del esoterismo. De ahí también, por último, el “invento” de las Ideas, trascendencia necesaria para alejar la actividad política del terreno de la arrogancia, el narcisismo y la autosatisfacción.

La filosofía encuentra su origen en una catástrofe política. En la evaporación del poder colectivo, consecuencia de la eclosión caótica de los intereses individuales. Desaparición del poder colectivo que tarde o temprano, demás está decirlo, trae inexorablemente aparejada la declinación del poder individual. Al menos, mientras exista una comunidad.

En este sentido, la filosofía es tan hija de la política como Éros lo es de Penía. La comparación no es puramente exterior, una mera analogía literaria. Pues así como el impulso erótico es generado por la indigencia, el impulso filosófico reconoce por madre a la impotencia. Impotencia que no se resigna y ensaya, mediante un rodeo inopinado, apelando a una instancia inesperada, reconstruir un orden.

Necio sería negar o incluso relativizar, en función de lo dicho hasta aquí, la referencia ontológica y aún ontoteológica de la filosofía. También, que la racionalidad científica y tecnológica encuentra en la filosofía su punto de partida y explicación última. Más aún, necio sería negar que en la filosofía aliente acaso un elemento casi intemporal de hondura insondable. Y que a partir de todo esto se haya podido desplegar y de hecho se haya desplegado un sinnúmero de cuestiones, de preguntas y respuestas, dando lugar a uno de los géneros más extraños y prolíficos del discurso y de la escritura. Nada de ello impide localizar, empero, el nacimiento de la filosofía en los términos propuestos.



Nosotros

¿Será pertinente renovar hoy el gesto platónico? ¿Un renacimiento de la filosofía? Nuestro mundo no es -inútil decirlo- el de Platón. Sin embargo, presenta algunas semejanzas sugestivas. Cada vez son más quienes sospechan que el eufemísticamente denominado, a comienzos de los 90, “nuevo orden internacional”, es un desorden colosal. De nuevo se cierne sobre nosotros la amenaza del caos. No hemos descifrado el enigma. El juego de los intereses individuales -en sentido lato- parece desconocer todo límite. Los mecanismos políticos vigentes se revelan no ya incapaces de modificar el estado de cosas sino, en ocasiones, tan siquiera de contenerlo razonablemente.

¿Será insensato proponer de nuevo intervenir en lo político desde otro lugar, desde otra escena? ¿Cabe esperar de ello algún éxito? Porque Platón fracasó rotundamente. No sólo en sus excursiones a Siracusa. Su derrota más terrible fue posterior. Pues se entendió su jugada como apuesta a la razón, lo que sirvió únicamente a la postre para que los aspectos más aviesos del ejercicio del poder, sin dejar de florecer, se encubrieran y oscurecieran, disimulándose con mayor eficacia.

Pero también es posible aprender de los errores de Platón. Renovar su gesto no significaría hoy, desde ya, acompañarlo en sus frecuentes tentaciones totalitarias ni, todavía menos, cifrar en la razón la posibilidad de reconstruir un orden digno de ser vivido. Tampoco confiar en una grosera imaginarización de la trascendencia. “Un platonismo para el pueblo”, definía Nietzsche al cristianismo, no sin alguna verdad. Lentamente la filosofía, tomando una distancia imperceptible e imponderable de un mundo que se hunde, debe aprender a infiltrar, sin recostarse en un trasmundo, la otra escena: la de los límites éticos inmanentes al ejercicio del poder.

Foro en defensa del Proyecto Nacional y Popular

El Secretario General de la Presidencia, Oscar Parrilli, fue el invitado especial del primer Foro en Defensa del Proyecto Nacional y Popular, que contó con más de 250 militantes.