Hacerse amigo del juez

Por Ricardo Forster


Ricardo ForsterLa libertad de prensa y la libertad de expresión son dos pilares insustituibles del Estado de derecho; no es posible imaginar una democracia que ponga entre paréntesis cualquiera de estas dos formas indispensables del ejercicio de la libertad. De la misma manera deberíamos decir algo equivalente de la igualdad en el acceso a la comunicación, de la existencia de mecanismos y de leyes que protejan el derecho igualitario a distribuir palabras e imágenes.

Para algunos privilegiados ni siquiera es aceptable una democracia formal, para ellos cualquier legislación que busque ponerles límites a sus ambiciones desmedidas constituye una invasión inadmisible en los derechos inalienables del ciudadano y un atentado contra la propiedad privada. Vociferan contra los “tiranos que restringen las libertades” mientras utilizan con absoluta impunidad leyes y decisiones arbitrarias impuestas por la dictadura y que cercenan el acceso libre e igualitario a la expresión escrita y audiovisual. Sin inconvenientes separan libertad e igualdad; la primera les sirve para desplegar sin ninguna limitación sus ideas y sus intereses, la segunda la restringen a una pura forma vacía que, cuando intenta en manos de los incontables de la historia afirmar su contenido ausentado de la realidad, se convierte, por arte de la ideología de las derechas, en “populismo”.

Antes, cuando otros miedos y otros adversarios les quitaban el sueño, preferían hablar de “comunismo” y desatar sobre sus opositores políticos y sociales a sus cancerberos, a los “perros de la noche”. Hoy, cuando otros vientos soplan por el país y por gran parte de Sudamérica, cuando la matriz neoliberal es duramente cuestionada y se busca avanzar en proyectos de raigambre democrática y popular que hacen eje en una más justa distribución de la riqueza, utilizan todos los recursos que les otorga su inmenso poder económico y simbólico para impedir que en la esfera decisiva de la comunicación se avance en un sentido efectivamente igualitario.

Ése sigue siendo el litigio central de nuestras sociedades, el que mayores resistencias provoca en los viejos poderes hegemónicos que estaban convencidos de que la historia estaba clausurada y de que la inexorabilidad de su modelo de acumulación especulativo-financiera había logrado eternizarse entre nosotros.

Mientras que nadie parece discutir las dos formas de la libertad mencionadas más arriba, algunos, los privilegiados y los que suelen acumular gran parte del poder económico y mediático, han impedido –y lo siguen haciendo– que la igualdad, aquello que los griegos de la antigüedad llamaban “isegoría” (es decir el derecho de todos, pobres y ricos, buenos retóricos y tartamudos, peones y albañiles, marineros y comerciantes, a tomar la palabra y expresar en igualdad de condiciones sus ideas) no sea una mera declamación, una vieja y ajada aspiración democrática que nunca se cumple, sino un derecho efectivo y protegido por las leyes del Estado.

A los poderosos siempre les interesó la “comunicación”, los modos de su circulación y de su control, porque saben, siempre lo han sabido, que ella garantiza sus intereses y la proliferación de su ideología.

Para la corporación mediática cualquier legislación que busque ponerle freno a su poder monopólico constituye un “atentado a la libertad de expresión”, una “herida de muerte infringida a la democracia por el totalitarismo de turno”, “una prohibición a pensar distinto y un silenciamiento de los opositores”. Algunas de estas frases han proliferado en los últimos años y se han intensificado allí donde una parte significativa de la sociedad acompañó la decisión del Gobierno nacional de llevar adelante un proyecto de ley de servicios audiovisuales que, finalmente, fue aprobado por amplia mayoría en el Parlamento.

Lo que estuvo silenciado durante gran parte de estos tiempos abiertos con la recuperación democrática del ’83 salió a la luz del día, encarnó en diversos actores de la sociedad, se desplegó en el espacio público y llegó al Congreso de la Nación gracias a la decidida intervención de Cristina Fernández, que tuvo la vocación política de la que carecieron los anteriores gobiernos democráticos.

Gritos, descalificaciones, insultos, acusaciones de autoritarismo quedaron vaciados de contenido una vez que los debates públicos lograron horadar el grueso muro de la discrecionalidad y la impunidad que durante décadas protegió los intereses de los grupos monopólicos.

Argumentos de diversas índoles fueron arrinconando la chatura expresiva y conceptual de una derecha que no pudo decir otra cosa que aquello de la chavización, creyendo que el espectro del venezolano, su imagen de comeniños desplegada por casi toda la prensa “seria” del mundo occidental, alcanzaba para desdibujar e impugnar el esfuerzo cultural y militante por derogar una ley que venía de los años dictatoriales.

Derrotados en el plano de las ideas y en el de la democracia legislativa, buscaron refugio en el Poder Judicial, sabiendo que allí encontrarían jueces “a la carta” siempre disponibles para defender sus intereses, del mismo modo que una parte notable del aparato judicial siempre ha sido cómplice de lo peor en el país (¿puede funcionar acaso una dictadura sin la venia de los jueces? ¿cuál es la “neutralidad” de jueces que ideológicamente actúan y piensan como los grupos concentrados?

Una de las ficciones del liberalismo ha sido permanentemente desmentida en la Argentina, la ficción de una justicia objetiva que trata por igual a ricos y pobres, poderosos y débiles. Habiendo lúcidas y significativas excepciones la trama mayoritaria de la justicia argentina ha girado, desde tiempos inmemoriales, hacia la derecha más rancia, esa misma que hoy suele manifestarse desde las páginas de La Nación y de su aliado monopólico).

Es indiscutible que la democracia necesita de la división de poderes, pero también necesita de la independencia de los jueces y de los legisladores respecto de los poderes económicos. La historia argentina está atravesada por el desequilibrio entre aquellos que siempre han tenido “un juez amigo”, “un comisario cómplice” y un “militar en el directorio”. Ahora encontramos esos jueces entre aquellos que están disponibles para proteger a capa y espada los intereses de los grupos mediáticos concentrados porque al defenderlos en realidad defienden sus propios intereses y sus convicciones político-ideológicas.

Es tarea de todos aquellos que reivindican una democracia participativa, que no conciben la igualdad como una mera declamación ni como un mero dispositivo formal, seguir insistiendo para que la isegoría se instale como un valor perdurable de la vida social, cultural, política y económica. Mientras eso no ocurra seguiremos siendo sujetados por los poderosos de siempre, por aquellos que desde el fondo de nuestra historia han buscado impedir que los incontables sean, también, portadores de palabra y de derecho

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