El espejo árabe

Por Ricardo Forster

Los sucesos tumultuosos que sacudieron a Egipto, las multitudes que se volcaron –y lo siguen haciendo– a las calles y a la plaza Tarhir para exigir democracia, libertad e igualdad no constituyen una casualidad ni algo que se presenta aislado de lo que viene sucediendo en otras partes del mundo. Lo que está crujiendo en el norte de África, lo que ya volteó al régimen autocrático de Túnez, doblegó a la tiranía de Mubarak en la tierra de las pirámides y se extiende como una llamarada hacia Libia, Bahrein y Marruecos, se relaciona directamente con la crisis económica desatada en el 2008 que sacudió a los principales países del mundo desarrollado poniendo en evidencia el punto de saturación del modelo neoliberal exportado a casi todo el planeta desde mediados de los años ’80, cuando en Estados Unidos y en Europa se inició un proceso de regresión económico social llevado inicialmente adelante por el tándem Reagan-Thatcher y que asumió la forma de una combinación de anticomunismo visceral, neoconservadurismo y liberalización económica generalizada. Era la entrada rutilante al famoso mundo global, a las libertades de mercado y al fin de los proteccionismos y del papel omnisciente del Estado.

El precio que se pagó fue un grado inédito de concentración de la riqueza multiplicado exponencialmente en los países periféricos, además de generar condiciones de desigualdad inéditas en la historia (siempre es bueno recordar que a partir de la década de los ochenta América latina, cada vez más capturada por las políticas de libre mercado y articulada alrededor de gobiernos corruptos y degradadores de la vida democrática, se convirtió en el continente más desigual del planeta, superando incluso al África). En los países árabes la implementación de proyectos neoliberales se hizo en consonancia con la demonización del Islam, la reafirmación de los intereses hegemónicos de los Estados Unidos que se acrecentaron después de la caída de la Unión Soviética y el sostenimiento, por parte de Occidente, de regímenes autoritarios que son, precisamente, los que hoy se ven sacudidos por las rebeliones iniciadas en Túnez y en Egipto pero que amenazan con extenderse a otros países que sufren las mismas restricciones a la libertad y las mismas injusticias sociales (pienso en Marruecos, en Argelia, en Libia, en Bahrein, en Arabia Saudita, Irán, etc.). Lo que sacude al mundo árabe es una profunda crisis estructural que se unió a una extraordinaria demanda de libertad y democracia mostrando, a su vez, la construcción de una política del prejuicio por parte de los países occidentales que condujo, en especial después de los atentados de 2001, a una exponencial demonización de todo una cultura compleja y diversa que abarca a cientos de millones de seres humanos. Lo que también pone en evidencia es el cinismo, la hipocresía y el doble discurso utilizado por las potencias “democráticas” del Primer Mundo, que mientras condenan a Irán, o se inventaron lo de las armas químicas de Saddam Hussein, apoyaron y alimentaron regímenes represivos y antidemocráticos en aquellos países “aliados” como Egipto o Arabia Saudita.

Las multitudes que se manifiestan en el Magreb expresan no sólo la crisis terminal de las autocracias a lo Khadafi sino que, de una manera muy elocuente, muestran la profunda debilidad de un Occidente que sólo habla de democracia (y oculta las opresiones) allí donde sus intereses están bien protegidos por regímenes cómplices. Su interminable propaganda antiislámica condujo a la construcción de un discurso que redujo la complejidad y la vitalidad de las sociedades árabes a la proliferación de masas fanáticas incapaces de pensar por sí mismas y doblegadas ante las retóricas del fundamentalismo islámico. Un cuadro perverso acompañó, desde Estados Unidos y Europa, la perpetuación de regímenes autoritarios y corruptos que eran considerados los únicos garantes ante la amenaza integrista. Bajo otras condiciones ocurrió algo semejante en relación a los palestinos que fueron reducidos a una suerte de terrorismo a lo Hamas cortando, de esa manera, las profundas tradiciones democráticas y seculares que han sido y siguen siendo parte de su historia.

Lo que está sacudiendo al norte de África, lo que está conmoviendo y modificando a sus sociedades tendrá, qué duda cabe, una enorme incidencia en el conflicto israelí-palestino. El ajedrez de las alianzas en el Medio Oriente ha entrado en una nueva y tumultuosa etapa que no ha dejado de confundir y de preocupar inmensamente a los Estados Unidos que ve de qué modo algunos de sus principales aliados están en una zona de inquietantes cambios cuya dirección no es fácil todavía discernir. La palabra “democracia” dice mucho y no dice nada a la hora de encasillar el destino de las rebeliones árabes (seguramente en países europeos con fuerte presencia de migrantes del Magreb –Francia especialmente– habrá que esperar un fuerte impacto). Las luchas por las libertades públicas y las insurrecciones populares contra las autocracias incluyen, también, un rechazo a las políticas de ajuste que desde hace años viene propiciando, en esa zona, el FMI.

Es interesante establecer las comparaciones entre lo que viene sucediendo en algunos países de Sudamérica, el modo como se fue poniendo en cuestión el modelo neoliberal, y aquello que hoy conmueve a todas las rotativas del mundo mostrando que en el interior de las sociedades árabes lejos de habitar el fanatismo lo que emerge con fuerza es una demanda de mayor libertad y una exigencia de modificación de los patrones económicos que han conducido a una situación de desigualdad, pobreza e injusticia.

Bajo otras condiciones, porque las realidades culturales son muy distintas, en nuestros países también se expresó un rotundo rechazo a aquellas políticas nacidas del consenso de Washington y que de la mano de los Menem, los Fujimori y los Collor de Melo, asociados todos ellos a los intereses de Estados Unidos y fascinados con la ideología globalizadora que se ofrecía como la gran panacea, hicieron añicos los últimos restos de Estado de Bienestar que quedaban entre nosotros. Leer los acontecimientos del mundo árabe en consonancia con las consecuencias de las políticas neoliberales es algo imprescindible que nos permite comprender un poco más lo que está sucediendo en aquella región, pero también nos permite redescubrir las nuevas demandas de democratización que surgen con una fuerza novedosa sacudiendo las formas anquilosadas de supuestas democracias que han terminado convirtiéndose en cáscaras vacías.

La experiencia argentina es, quizá, la más ejemplificadora y elocuente y tuvo, con su lógica propia, una rebelión que jaqueó la política implementada en los años ’90 y que condujo a la mayor crisis económico social de la historia nacional. La respuesta que comenzó a darle Néstor Kirchner a partir de mayo de 2003 a la devastación estructural a la que fue sometido el país, su lectura muy atenta de los acontecimientos de diciembre de 2001, contribuyó enormemente a la modificación de una inercia de degradación que parecía cebarse indefinidamente sobre la sociedad. Entre nosotros, lo que se puso en evidencia fue la dicotomía entre recuperación del Estado de derecho, la consolidación de las libertades públicas y del sistema democrático en contraposición a un proceso de concentración económica que derivó en la consolidación del proyecto de desindustrialización iniciado por Martínez de Hoz y continuado por la convertibilidad menemista (que siguió siendo el núcleo de lo implementado luego por el gobierno de la Alianza). En la Argentina lo que estalló fue un modelo perverso que multiplicó la pobreza, la exclusión, el endeudamiento y la desigualdad. En los países árabes se está produciendo una combinación de ambas dimensiones: la política y la económica que se entremezcla con su propia y compleja trama cultural religiosa.

Si bien la rebelión egipcia tiene otros condimentos y no hay que perder de vista su altísimo componente de exigencia democratizadora, no ha sido menor el hartazgo ante una realidad económica que, al mismo tiempo que mantuvo tasas de crecimiento del PBI más que razonables, lo único que hizo fue ensanchar la miseria del pueblo aplicando a rajatabla las recetas de los organismos financieros internacionales (los argentinos hemos conocido perfectamente lo que significa convertirse en siervos de esos organismos y las atroces consecuencias sociales que traen aparejadas sus “recomendaciones”). Lo cierto es que desde la periferia surgen las rebeliones contra un sistema económico brutal mientras en los países europeos duramente castigados por la gran estafa financiero-especulativa (pienso en España, Portugal, Grecia e Irlanda), la continuidad de políticas de ajuste, la fiereza con la que se penaliza a los sectores más débiles y se cercenan los derechos sociales, nos ofrecen la contracara de sociedades altamente democráticas que, sin embargo, parecen aceptar con gran pasividad que los verdaderos responsables de la debacle sean los mismos que fijen las políticas de salida de la crisis. En este extraño juego de espejos, queda claro que la opción que tomó el gobierno de Cristina Fernández ante la crisis de 2008 fue inversa a la de los países europeos. Leer esas dos estrategias divergentes –una que permitió sortear el costo desolador de la crisis y otra, la del mediterráneo europeo, que la profundizó– es comprender lo que está en disputa en el capitalismo contemporáneo y entender, al menos en su dimensión económica, algo de la situación de los países árabes.

Un gigantesco velo se está cayendo, primero en Sudamérica desde los inicios de la última década, y ahora en algunos países del norte de África. Se cae el velo de las políticas neoliberales que han sabido negociar perfectamente con regímenes seudodemocráticos pero esencialmente, como los de Túnez y Egipto, represivos, corruptos y autocráticos. También se cae el velo de la hipocresía de las grandes potencias y de un capitalismo depredador que quiere condenar a los pueblos de la periferia a la pobreza y la desigualdad. Entre nosotros eso comenzó a ocurrir en diciembre de 2001 y nos permite analizar en espejo aquello que hoy sacude esa otra parte del mundo y que, eso es evidente, habilita para una mejor y más profunda comprensión de lo que se guarda detrás del modelo regresivo que también se busca reimplementar en nuestro país. La historia de los pueblos vuelve a sacudirse cuando se entrelazan, como hoy en Libia y en Bahrein, las demandas democratizadoras con las de una sociedad más equitativa. Algo de eso hemos conocido en los últimos años en estas latitudes sureñas.

18.

La igualdad, la democracia y los incontables de la historia

Por Ricardo Forster
Ya vimos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero también des-cubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas abiertas. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a la vida democrática.

Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la historia, las diversas características de los ciudadanos no propietarios de la antigua Atenas, de la plebe romana, de los siervos de la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma).

Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado, expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la noche civilizatoria.

Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del siglo veinte; un discurso que ha buscado desactivar la tradición de las rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema. Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y conciente de sus demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su sola presencia en la escena pública la transformación de la política en administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que llamamos “la sociedad”.

Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles. Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de mercado enhebrada con la forma liberalrepublicana como quintaesencia del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí donde la promesa de la redención continua dibujándose como proyecto inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad, es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como perfección sino como confusión.

Girando nuestra perspectiva hacia América Latina (hasta ahora el centro de la resistencia contra las políticas neoliberales, resistencia que ahora parece desplegarse también en Túnez y Egipto) podemos descubrir rasgos semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan, con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo “radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizás lo hacen del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias).

Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante republicana e, incluso, redujo la propia idea de república a su forma más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse” de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror totalitario, en desvarío homicida (acoplado a las interpretaciones liberalconservadoras de la historia moderna, nuestros progresistas aceptan la homologación, propuesta por esa ideología, entre movimientos revolucionarios, cuya matriz originaria la constituyó la Revolución francesa, y las diversas formas del totalitarismo). Para muchos progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda conciencia.

Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras del ideal republicanoliberal, la genealogía de las resistencias populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de acuerdo a esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada, así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo a las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del clientelismo.

Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los dueños de la riqueza y del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la verdadera tradición revolucionaria o nacionalpopular, no dudan en aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular. Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos. Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los respectivos “puritanos”, de Evo Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a estas caracterizaciones.

Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos-, en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de las clases ricas respecto a la emergencia de movimientos populares que buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han adquirido los prejuicios que antes de ayer repudiaban. Para ellas el fin de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la asunción, liza y llana, de un fin de la historia entendido como llegada, nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable, la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y autoritarismo.

La fórmula


Por David Cufré


Después de caer 10,9 por ciento en 2002, la economía argentina encadenó subas del 8,8 por ciento en 2003, 9,0 en 2004, 9,2 en 2005, 8,5 en 2006, 8,7 en 2007 y 7,0 en 2008. En 2009 la expansión del PIB medida por el Indec fue del 0,9 por ciento, mientras que consultoras privadas arriesgaron caídas de entre uno y dos por ciento, igualmente moderadas si se toma en cuenta que a nivel internacional se producía la crisis más aguda en décadas. El instituto de estadísticas presentó ayer el dato preliminar de crecimiento de 2010. Fue del 9,1 por ciento, luego de cerrar el año con un alza del 9,4 por ciento en diciembre en comparación con igual mes de 2009 y del 1,1 en relación con noviembre. El arranque de 2011 confirmó la continuidad de esa tendencia, con varios booms durante el verano, como el movimiento turístico, las ventas de autos, el crecimiento industrial y las exportaciones. La proyección para el año es que el PIB volverá a escalar a tasas chinas, aunque a esta altura ya se puede hablar de tasas argentinas. No hay otro período histórico del país con tantos indicadores en positivo al mismo tiempo, más allá de todas las carencias e inequidades por abordar y de los reparos que puedan merecer las cifras del Indec.

Atribuir esos resultados macroeconómicos al viento de cola del exterior, por los buenos precios históricos de las materias primas, evidencia la pobre capacidad de comprensión del actual proceso. Esa lectura ya era limitada en 2003 y 2004, cuando economistas ortodoxos se empeñaban en identificar los altos niveles de crecimiento de entonces como un veranito o el rebote del gato muerto, ahora la repetición del argumento es puro empecinamiento. Desde las usinas más consultadas por los medios masivos se insiste en negar una evaluación ajustada de lo que ha ocurrido estos años, tal vez porque un reconocimiento explícito de las acciones de política económica llevadas a cabo desde el Estado derrumbaría más de una de las muletillas que repitieron y repiten: no hay seguridad jurídica para la inversión, el clima de negocios no es el apropiado, el país no es confiable en el exterior, el modelo no es sustentable, o más en boga, la inflación es consecuencia de la emisión, el gasto público y las presiones salariales. También se dice que el Gobierno desaprovechó una oportunidad histórica con su estrategia y que si hubiera dispensado un trato más ventajoso al sector privado el crecimiento habría sido superior. Es decir, lo que se hace no alcanza.

Lo que habría que hacer, siguiendo esa lógica, es aplicar una política monetaria contractiva, un ajuste de las erogaciones del Estado y llamar a los sindicatos a bajar las pretensiones salariales o, mejor, desactivar la convocatoria a paritarias y al Consejo del Salario Mínimo. También habría que terminar con el uso de reservas del Banco Central para cancelar deuda y utilizar fondos del Presupuesto para tal fin o bien volver a endeudar al Estado en los mercados voluntarios. Como todas esas medidas tenderían a deprimir el crecimiento, golpearían sobre el mercado interno y acabarían con varios booms, para compensarlo debería producirse una explosión de la inversión orientada a generar saldos exportables más voluminosos que los actuales. Si eso funcionara, y en términos macroeconómicos las tasas de crecimiento se mantuvieran igual que ahora o fueran superiores, lo que esas recomendaciones no terminan de explicar es cómo harían para revertir las nefastas consecuencias sobre la distribución del ingreso y la apropiación de rentas extraordinarias por una minoría.

Hoy parece ciencia ficción una imposición de las recetas de la ortodoxia. Porque lo que se afianzó es un modelo orientado a la producción, al mercado interno, con un tipo de cambio competitivo y, sobre todo, con una intervención cada vez más decidida del Estado en la economía, con una preeminencia de la política sobre visiones tecnócratas.

En lo que va del verano se pudo observar una profundización del Gobierno en esa línea, a través de la reedición del Fondo del Desendeudamiento con reservas del Banco Central, el aumento del 17,3 por ciento para las jubilaciones, la aplicación de la Ley de Abastecimiento para retrotraer aumentos de precios de Shell, Techint y Cablevisión, el avance todavía tímido de creación de canales alternativos de venta masiva de productos de la canasta básica con nuevos mercados concentradores y el programa milanesas para todos, la incorporación de doscientos nuevos productos al sistema de licencias no automáticas de importación para resguardar la producción nacional, la canasta de artículos escolares y, si se quiere, los resarcimientos a usuarios de Edesur, Edenor y Edelap por los cortes de energía del verano.

La industria, el sector rural, los servicios, las actividades ligadas al consumo, la construcción, la inversión y las exportaciones registraron en 2010 mejoras significativas, en la mayoría de los casos recuperando no sólo las pérdidas de 2009, sino superando los máximos históricos anteriores, registrados de 2008. A nivel macro, el Gobierno sigue demostrando que encontró la fórmula, que, como todo, siempre deberá mejorar para encontrar soluciones a los múltiples desafíos todavía pendientes.

La fórmula


Por David Cufré


Después de caer 10,9 por ciento en 2002, la economía argentina encadenó subas del 8,8 por ciento en 2003, 9,0 en 2004, 9,2 en 2005, 8,5 en 2006, 8,7 en 2007 y 7,0 en 2008. En 2009 la expansión del PIB medida por el Indec fue del 0,9 por ciento, mientras que consultoras privadas arriesgaron caídas de entre uno y dos por ciento, igualmente moderadas si se toma en cuenta que a nivel internacional se producía la crisis más aguda en décadas. El instituto de estadísticas presentó ayer el dato preliminar de crecimiento de 2010. Fue del 9,1 por ciento, luego de cerrar el año con un alza del 9,4 por ciento en diciembre en comparación con igual mes de 2009 y del 1,1 en relación con noviembre. El arranque de 2011 confirmó la continuidad de esa tendencia, con varios booms durante el verano, como el movimiento turístico, las ventas de autos, el crecimiento industrial y las exportaciones. La proyección para el año es que el PIB volverá a escalar a tasas chinas, aunque a esta altura ya se puede hablar de tasas argentinas. No hay otro período histórico del país con tantos indicadores en positivo al mismo tiempo, más allá de todas las carencias e inequidades por abordar y de los reparos que puedan merecer las cifras del Indec.

Atribuir esos resultados macroeconómicos al viento de cola del exterior, por los buenos precios históricos de las materias primas, evidencia la pobre capacidad de comprensión del actual proceso. Esa lectura ya era limitada en 2003 y 2004, cuando economistas ortodoxos se empeñaban en identificar los altos niveles de crecimiento de entonces como un veranito o el rebote del gato muerto, ahora la repetición del argumento es puro empecinamiento. Desde las usinas más consultadas por los medios masivos se insiste en negar una evaluación ajustada de lo que ha ocurrido estos años, tal vez porque un reconocimiento explícito de las acciones de política económica llevadas a cabo desde el Estado derrumbaría más de una de las muletillas que repitieron y repiten: no hay seguridad jurídica para la inversión, el clima de negocios no es el apropiado, el país no es confiable en el exterior, el modelo no es sustentable, o más en boga, la inflación es consecuencia de la emisión, el gasto público y las presiones salariales. También se dice que el Gobierno desaprovechó una oportunidad histórica con su estrategia y que si hubiera dispensado un trato más ventajoso al sector privado el crecimiento habría sido superior. Es decir, lo que se hace no alcanza.

Lo que habría que hacer, siguiendo esa lógica, es aplicar una política monetaria contractiva, un ajuste de las erogaciones del Estado y llamar a los sindicatos a bajar las pretensiones salariales o, mejor, desactivar la convocatoria a paritarias y al Consejo del Salario Mínimo. También habría que terminar con el uso de reservas del Banco Central para cancelar deuda y utilizar fondos del Presupuesto para tal fin o bien volver a endeudar al Estado en los mercados voluntarios. Como todas esas medidas tenderían a deprimir el crecimiento, golpearían sobre el mercado interno y acabarían con varios booms, para compensarlo debería producirse una explosión de la inversión orientada a generar saldos exportables más voluminosos que los actuales. Si eso funcionara, y en términos macroeconómicos las tasas de crecimiento se mantuvieran igual que ahora o fueran superiores, lo que esas recomendaciones no terminan de explicar es cómo harían para revertir las nefastas consecuencias sobre la distribución del ingreso y la apropiación de rentas extraordinarias por una minoría.

Hoy parece ciencia ficción una imposición de las recetas de la ortodoxia. Porque lo que se afianzó es un modelo orientado a la producción, al mercado interno, con un tipo de cambio competitivo y, sobre todo, con una intervención cada vez más decidida del Estado en la economía, con una preeminencia de la política sobre visiones tecnócratas.

En lo que va del verano se pudo observar una profundización del Gobierno en esa línea, a través de la reedición del Fondo del Desendeudamiento con reservas del Banco Central, el aumento del 17,3 por ciento para las jubilaciones, la aplicación de la Ley de Abastecimiento para retrotraer aumentos de precios de Shell, Techint y Cablevisión, el avance todavía tímido de creación de canales alternativos de venta masiva de productos de la canasta básica con nuevos mercados concentradores y el programa milanesas para todos, la incorporación de doscientos nuevos productos al sistema de licencias no automáticas de importación para resguardar la producción nacional, la canasta de artículos escolares y, si se quiere, los resarcimientos a usuarios de Edesur, Edenor y Edelap por los cortes de energía del verano.

La industria, el sector rural, los servicios, las actividades ligadas al consumo, la construcción, la inversión y las exportaciones registraron en 2010 mejoras significativas, en la mayoría de los casos recuperando no sólo las pérdidas de 2009, sino superando los máximos históricos anteriores, registrados de 2008. A nivel macro, el Gobierno sigue demostrando que encontró la fórmula, que, como todo, siempre deberá mejorar para encontrar soluciones a los múltiples desafíos todavía pendientes.

Miami-adictos

Por Luis Bruschtein


Estos son los dos estereotipos de latinoamericano que los norteamericanos proyectan:el inmigrante pobre al que rechazan y el latino al que apadrinan por su servilismo y su falta de sentido nacional propio. El miami-adicto desprecia a su propio país, al que compara todo el tiempo con los Estados Unidos, y quisiera nacer otra vez como norteamericano. De la misma manera, menosprecian a cualquier gobierno de sus países que no exprese el mismo deslumbramiento que ellos sienten por los Estados Unidos. Todo lo que pasa en sus países les parece ridículo, producto de la ignorancia, de la falta de apego al trabajo o de la falta de educación. Algunos son tan elementales que escriben libros con pretensiones periodísticas o sociológicas con esa mirada.

Cuando la carga del avión de la Fuerza Aérea norteamericana fue retenida en Ezeiza la semana pasada, una parte del país pareció actuar como Miami-adicto y razonar con esas pautas. Como lo que piensan las personas en general no tiene difusión, esa categoría (una parte del país) abarca en realidad sólo a los grandes medios y algunos de sus periodistas, y a los políticos de la oposición. En Argentina, los Miami-adictos son una minoría que se siente superior al resto. Juzga que por vacacionar en Miami ha sido tocada por el aura del amo, frente a las mayorías que son despreciadas ya se sabe por qué.

Por su nivel socio-económico y sus intereses culturales, muchos de los Miami-adictos son lectores de La Nación, que fue el diario que difundió la primicia del avión norteamericano detenido en Ezeiza con una nota corta publicada en su edición del viernes pasado, y otra más completa el sábado, en las que daba cuenta del episodio en sintonía con la visión norteamericana de lo sucedido. La versión que transmitió La Nación dejaba muchos interrogantes abiertos que provocaban la curiosidad periodística. El domingo, en el artículo de tapa de Página/12, Horacio Verbitsky dio otra versión de los hechos, que finalmente fue la que se confirmó, porque el famoso listado de artículos que debían entrar a la Argentina no coincidía con los que traía el avión.

Pero lo más extraño del asunto es que periodistas que trabajan en los grandes medios calificaron de “prensa adicta” a Página/12 por publicar información que ellos también tendrían que haber conseguido y no lo hicieron. Fue más periodístico buscar esa información y publicarla, como hizo Página/12, que desjerarquizarla porque no se ajustaba a sus versiones, como hicieron ellos. Y lo más sorprendente de todo es que algunos periodistas “famosos” que usaron esa fórmula para calificar a Página/12 lo hicieron desde La Nación, que a partir de entonces publicó sin chistar ni cotejar las versiones que provenían, a todas luces, desde las posiciones estadounidenses. Habría que ver entonces a quién sería “adicta” La Nación o esos periodistas.

Sin aprender de los tropezones, la mayoría de la oposición aceptó nuevamente que los grandes medios le impusieran la agenda. Con la excepción de Ricardo Alfonsín, que aclaró que sin estar en conocimiento de los hechos, en cualquier caso, en territorio nacional, los Estados Unidos debían cumplir las leyes argentinas, todos los demás siguieron el libreto granmediático Miami-adicto. Se preocuparon por los intereses norteamericanos y cuestionaron duramente la decisión aduanera. Los grandes medios sobreactuaron la defensa de los intereses norteamericanos y acusaron al gobierno nacional de haber desatado una grave crisis con la potencia del Norte. Y los políticos de la oposición, encabezados por el Peronismo Federal, por el macrismo y el radical Ernesto Sanz, movieron la boca para decir lo mismo, como reviviendo las viejas épocas de las “relaciones carnales”. En todo caso, es previsible lo que harían si alguna vez llegan a la Casa Rosada.

Cuando fue evidente que el Departamento de Estado de los Estados Unidos no quería convertir el incidente en una crisis grave entre los dos países y le bajó el tono a la discusión, los grandes medios que habían sobreactuado el enojo norteamericano dijeron entonces que era el Gobierno el que había sobreactuado su posición. Fue una voltereta en el aire que también obligó a sus seguidores de la oposición a cambiar: de pronosticar hecatombes pasaron a acusar “sobreactuación”, un cargo muchísimo menos atractivo para la campaña electoral.

Foro en defensa del Proyecto Nacional y Popular

El Secretario General de la Presidencia, Oscar Parrilli, fue el invitado especial del primer Foro en Defensa del Proyecto Nacional y Popular, que contó con más de 250 militantes.