La paja y el trigo

Jorge Rachid

La sucesión de acontecimientos que afectan al movimiento obrero argentino, hacen que la información sesgada e interesada, tienda a demonizar a los dirigentes gremiales y a establecer binariamente los buenos y los malos, según cánones de la cultura dominante que sigue siendo discriminatoria y elitista. No se mide con la misma vara a las conductas empresariales de prácticas usualmente insolidarias y evasivas en sus responsabilidades tributarias, ni las conductas políticas de quienes no resisten los archivos, frente a la historia reciente.

Entonces lo que debemos analizar, separando la paja del trigo, es el juego de intereses que anida detrás de esta situación que intenta estimular la confrontación entre los sectores del movimiento nacional, como forma de deteriorar su capacidad de maniobra desde el gobierno. Pensemos entonces cuales han sido los intereses afectados por el curso de la política actual, intereses concentrados del poder
económico, histórico de la Argentina que han impedido en forma sistemática el acceso a la distribución de la riqueza y el protagonismo político necesario de la clase trabajadora y los movimientos sociales.

Lo han hecho estos sectores, a través de golpes de estado, corrompiendo, marcando la agenda nacional, por supuesto financiera antes que productiva, endeudando al país, evadiendo impuestos, girando ganancias al exterior. Esos sectores llamados “blancos” cultivados y solemnes, son aquellos que estigmatizan a los “negros”, los trabajadores argentinos, los que producen la riqueza del país, haciéndolos responsables de las siete plagas de Egipto.

La lucha política, aún más en año electoral, tiende a abrir brechas donde los intereses operan, aprovechando y jugando incluso con la buena fe de los protagonistas, ya que a la lucha interna legítima, le agregan la dosis necesaria de confrontación, conspirativa y vociferada por los medios, que permita romper los puentes de los espacios políticos comunes, y donde sólo se pretenden definir protagonismos de poder en lo electoral entre sectores del mismo movimiento. Así acontecen luchas fratricidas estimuladas por el enemigo. Así quieren hacer aparecer como una lucha sin retorno, una disputa por espacios legislativos o por candidaturas que se dan con naturalidad en cualquier proceso político.

Pero la demonización sectorial en especial del movimiento obrero tiene que ver con la crítica profunda, gorila y reaccionaria hacia la acumulación de poder del movimiento obrero o sea es un tema profundamente ideológico y desde el peronismo esencialmente doctrinario.

No hay límites para el agravio, la denostación, la estigmatización y hasta la vendetta pública a través de los medios como conductores de la ofensiva, además de los siempre listos candidatos de la oposición recorriendo esos mismos medios, repitiendo libretos preconcebidos llenos de arcaísmos anti sindicales y tendiendo a implosionar el sistema solidario de salud de las obras sociales que hoy atienden al 51% de la población argentina.

Nuevamente los intereses anidan detrás de la supuesta lucha contra la corrupción, que sin duda que existe, en casos puntuales y que hay que combatirla, como existe entre los empresarios, los políticos, los banqueros, los intelectuales, los almaceneros y cuanto espacio sobrevolemos en el análisis pormenorizado de sus conductas. Sin embargo el sindicalismo es el blanco a eliminar, el obstáculo para la flexibilización laboral y para la acumulación de ganancias sin tener que negociar en paritarias, tolerando el trabajo esclavo y las condiciones inhumanas de explotación. Con un sindicalismo domesticado o atomizado, el mercado vuelve a ser el ordenador de las relaciones socio-laborales y quien fija los patrones de conducta salarial y laboral. Ya lo hemos vivido desgraciadamente en la Argentina reciente.

Sin dudas no entran en los análisis actuales, los programas de lucha de Huerta Grande y La Falda en plena resistencia peronista de los mediados del 50, ni el Frigorífico Lisandro de la Torre y el Plan Conintes de represión con militarización de la clase trabajadora. No entra tampoco la CGT de los Argentinos en cuyo seno desde Rodolfo Walsh a Carpani, desde Puiggrós a Urondo, entrecruzaban la intelectualidad con las luchas obreras en los fines de los años 60. Esa CGT ya unida que estuvo presente en el regreso de Perón al calor del pueblo argentino y que fue capaz de sacudir los cimientos de la derecha reaccionaria que asumió el poder post Perón, expulsando a sus máximos responsables.

La misma clase trabajadora y sindicalismo que combatió la dictadura después de sufrir la persecución, desaparición y muerte de miles de compañeros delegados y secretarios generales. La que hizo paro en el 79 y movilizó en el 82, la que denunció el endeudamiento del país, confrontó con los planes de FMI y el BM, la que se opuso a la flexibilización laboral y al modelo neoliberal cuando el país callaba. Ese movimiento obrero es molesto a los planes financieros internacionales y sus socios locales. Claro que hubo quienes claudicaron antes y ahora, quienes defeccionaron ante el avance corruptor del modelo neoliberal, pero están marcados por la historia en el movimiento obrero, cosa que no ocurre en el resto de los sectores sociales y políticos que bajaron los brazos y entregaron sus sueños al posibilismo globalizador.

Los movimientos sociales fueron los emergentes de la situación de desesperanza de la precarización laboral y el desempleo, los trabajadores a través del MTA y el CTA junto a ellos protagonizaron las mayores luchas contra el modelo financiero y las transnacionalización de la economía, con su secuela de desocupación, diáspora y dolor social. No fueron los empresarios nacionales, ni los intelectuales organizados, ni los políticos de fuste quienes enfrentaron el modelo desde la lucha y el riesgo de perder sus sindicatos por intervención amenazante de un ministerio de Trabajo al servicio de los poderosos. Fue la CGT en la resistencia quien lo hizo acompañada sin lugar a dudas por innumerables sectores de los nombrados pero cargando sobre sus espaldas el peso de la confrontación.

Fueron las obras sociales las que resistieron el avance de las prepagas y el sector financiero sobre la salud de la población que perdió en esa batalla desde la jubilación que se privatizó a la seguridad en el trabajo que se tercerizó. Las AFJP y las ART lo atestiguan en sus concepciones netamente financieras, inhumanas, alejadas de la problemática del hombre y al servicio del capital especulativo. Las víctimas: los trabajadores y sus núcleos familiares.

Cuando el país cambió, cuando el estado recuperó protagonismo y el movimiento nacional se puso en marcha como en esta hora, fueron los trabajadores y el movimiento obrero organizado junto a las organizaciones sociales el punto de acumulación política más alto del actual proceso. Sería impensable el modelo actual sin el respaldo indubitable de la masa trabajadora y sus dirigentes, de los cuales debe haber muchos cuestionables y otros procesables que deberán como cualquier argentino acudir al requerimiento judicial. Eso nunca estuvo en duda, es mas existen en la actualidad figuras de primer nivel sindical en proceso judicial y privadas de libertad. No existe ningún empresario explotador y traficante de personas en esa situación, ningún político enriquecido en esa situación, ni de la farándula, ni de los medios, ni de los comprometidos por la ley penal tributaria. Pensemos en que hechos resonantes de corrupción fueron cerrados por el paso del tiempo: IBM-Banco Nación, IBM- DGI, contrabando de armas, ley Banelco corrupta, deuda externa, PAMI de los 90, entre otros que sería largo de enumerar.

El sindicalismo es blanco fácil ante la opinión pública, la tergiversación de los hechos y la falta de información son constantes, el ataque a las obras sociales esconde un negocio privado que avanza sobre 22.500 millones al año que quieren las prepagas y los bancos, aunque sea aporte genuino de trabajadores activos y pasivos en el país para la salud. El sistema solidario de salud argentino es único en el mundo y es sostenido por los trabajadores, cuando es responsabilidad del estado la salud del pueblo argentino. Son los mismos trabajadores que a través de aportes tributarios tipo IVA sostienen además al sector público hospitalario. Ambos sectores agraviados y atacados por el poder concentrado que pretende su privatización.

Nadie imagina un país sin sindicatos, más aún fue Perón quien posicionó al movimiento obrero como eje del movimiento nacional y fueron los dirigentes sindicales quienes mantuvieron en alto durante 18 años las banderas doctrinarias del peronismo frente a la persecución y el agravio de la proscripción, es decir dieron la lucha política mas allá de reclamar salarios y condiciones laborales. Lo hicieron junto al resto de los sectores sociales que dieron la lucha, desde la JP a las organizaciones “especiales” como las llamaba el viejo general, por lo tanto a menos que se quiera construir un modelo social con inmigrantes europeos, cultos y vanidosos, lo que tenemos son nuestros “cabecitas negras” al decir de Evita y organizados sindicalmente lo cual le duele a la reacción siempre al acecho de retomar el poder.

Por eso separar la paja del trigo, es no someterse a ser instrumento de ambiciones ajenas al proyecto nacional, siendo funcionales al debilitamiento del movimiento nacional, tampoco cómplices de conductas individuales, simplemente ser compañeros, con mayúsculas comprometidos con el futuro del país antes que con cualquier hecho electoral, diciendo la verdad, con la cual “no miento ni ofendo”como lo plantease el gran Artigas.


CABA, 22 de marzo de 2011
jorgerachid2003@yahoo.com.ar

Carlos Tomada: “El peronismo siempre fue transversal”


–Para usted, ¿sigue vigente en nuestra sociedad, distinta a la de los ’50 o ’70, la idea de que el movimiento obrero es la columna vertebral del peronismo?


El movimiento obrero argentino es sinónimo de peronismo. La historia lo avala y lo legitima como su gran sostén. Lo interesante de este tiempo es que con el reverdecer de la militancia, la masa crítica que se encolumna en el peronismo se potenció en volumen. También es interesante entender que es una militancia que se resignificó a partir de la tarea y el impulso de Néstor Kirchner. La columna vertebral del peronismo es, fue y será el propio peronismo, pero su motor y su sostén siempre ha sido el movimiento obrero. Yo creo que la pregunta en realidad podría ser: “¿Se puede mencionar al movimiento obrero sin pensar en Perón?”
–¿Qué novedades cree que introdujo el kirchnerismo en esa idea?

Lo dicho. La militancia. La mística. El despertar de los jóvenes. El volver a vivir con más compromiso. Con solidaridad. Pensando en términos políticos. Ampliando horizontes. Revalorizando la bandera del trabajo como motor de inclusión y crecimiento. Rompiendo la histórica brecha entre producción y trabajo pero sin traiciones como las que se vivieron en los ’90. Yo adhiero a la idea de que estas premisas crearon un fuerte vínculo con los jóvenes.

–¿La idea de transversalidad fracasó como sumatoria de estructuras políticas?
–La transversalidad es inherente al peronismo en tanto movimiento político. El peronismo ejerce una atracción natural hacia otras corrientes, con anclaje en lo popular. En estos años se potenció desde el kirchnerismo. Es un ida y vuelta, a veces provocado por nosotros y otras, desde otros ámbitos de la política. No me parece que se pueda hablar de fracaso, hay alianzas y provincias que demuestran lo contrario. Pero es bueno hablar de transversalidad porque siempre estuvo presente en el peronismo. ¿O no era lo que ocurría en los ’70? Para mí, la transversalidad en nosotros no es una excepción sino una constante.
–¿Sigue vigente pero de otro modo?

–Los modos pueden ser cambiantes, la transversalidad es permanente. ¿Quién, con objetivos similares, se va a negar a juntar voluntades y fuerzas? Además, en esto tenemos que tener en claro que es difícil representar un pensamiento nacional y popular sin coincidir con el peronismo. Yo le diría que hay muchos que no se definen como peronistas que terminan siendo más peronistas que otros que dicen serlo. En esta lógica se podría decir que el kirchnerismo es ideal porque funciona como una síntesis. El discurso de Cristina en Huracán es un fiel reflejo de estas ideas de convocatoria amplia y plural a partir de los valores compartidos.
–¿Progresismo y peronismo se oponen, se complementan, se enriquecen? ¿El peronismo manda?

–En la eterna discusión entre progresismo, peronismo o como usted lo quiera llamar mi ubicación es bien definida. Yo valorizo el kirchnerismo peronista. En cuanto al progresismo, yo diría según quién. Y en qué época. Había una Elisa Carrió que se posicionaba como una progresista en el pasado y hoy representa otra cosa, pero mejor no entrar en nombres y comparaciones que son bien odiosas. Yo estoy convencido de que el progresismo genuino se complementa y se enriquece con el peronismo. Si revalorizar el trabajo, ampliar el piso de cobertura social como se está haciendo con la AUH, recuperar los fondos para las jubilaciones, combatir el trabajo en negro y crecer incluyendo es progresismo, entonces no cabe duda de que sí. Que se enriquecen, se complementan y se potencian. El peronismo siempre va a ser convocante en estas alianzas porque es el de mayor fuerza popular y larga tradición frentista

Alberte, el militar que inauguró la lista de crímenes de la dictadura


Por Raúl Arcomano

Bernardo Alberte había conocido a Perón en el año ’45. Fue su edecán en el ’54 y a fines de los ’60 fue secretario general del peronismo.Otras notasEn nombre del padreLa Argentina tiene el triste privilegio de haber introducido la categoría sociológica y política del desaparecido. La dictadura cívico militar ejecuto un plan sistemático de exterminio de seres, de los cuales solo debía saberse que desaparecieron. Ello pertenece a esa necesidad de que el vencido no tenga memoria, no tenga historia, no haya existido. La rememorización de estos arquetipos no es solamente una vuelta al pasado. Sin memoria, sin rememoración, el sujeto no existe.
El séptimo hijo varón que no quiso a Videla de padrino Roberto Castillo estaba casado, tenía seis hijos y faltaban cuatro meses para que naciera el séptimo. Trabajaba en la pollería Sapucai, que había sido fundada en 1971 por un grupo de productores de Almirante Brown. El 12 de enero de 1977, en su casa estaba toda su familia, menos uno de sus hijos, Oscar, quien se había ido a jugar al fútbol. Los Castillo vivían en Sakura, en Burzaco, un barrio obrero en donde, aún en dictadura, todavía había jóvenes que trabajaban dando su vida para mejorar las condiciones de sus habitantes.
Rovira, el último jefe de la Triple A El suboficial mayor escribiente de la Policía Federal Miguel Ángel Rovira, uno de los jefes operativos de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), parece haber muerto el pasado viernes 23 de julio. Miradas al Sur corroboró entre el vecindario de la calle Pasco al mil, en el barrio de San Cristóbal, que su ex mujer dijo haberlo encontrado muerto, al parecer a causa de una rotura de la arteria aorta. Sus restos fueron retirados por la tarde del único chalet de la cuadra, que lleva el número 1032.
BREVES• PESE A LA FERIA JUDICIAL
Siguen este mes las audiencias por la Esma
Derechos humanos• Día de la memoria en Ingeniería
La Comisión de Reconstrucción de la Memoria de la Facultad de Ingeniería realizará mañana lunes el acto para conmemorar el “Día de la memoria” que se llevará a cabo a las 19 horas en el hall de entrada de la sede de Paseo Colón 850. El acto tiene como objetivo recordar a alumnos, docentes y compañeros que han sido víctimas del terrorismo de Estado implementado durante la última dictadura cívico-militar.
Un represor de Orletti detenido en Brasil podrá ser juzgado en ItaliaMe fui de Argentina perseguido por la dictadura porque era militante de izquierda”, explicaba Domingo Echebaster, reportero gráfico especializado en competiciones náuticas, a los parroquianos de los bares de Santa Teresa, el barrio de Río de Janeiro donde vivía desde hace casi veinte años. Solía reunirse en charlas en los alrededores de la plaza Presidente Aguirre Cerdá y contar sus peripecias. Interpol y la Policía Federal brasileña determinaron que en realidad se trata de Alejandro César Enciso, alias Pino, quien también se hacía pasar por Horacio Andrés Ríos Pino.
Era un histórico militante justicialista que llegó a ser delegado personal de Perón. Fue asesinado por el Ejército pocos minutos después de consumado el golpe del 24 de marzo del ’76 Catorce vehículos militares de la Policía Federal y del Ejército llegaron hasta el edificio de Avenida del Libertador al 1100. Se bajó un grupo numeroso de soldados con ropa de fajina y FAL en mano. Eran las 2.15 del 24 de marzo de 1976: pocos minutos habían pasado desde que las fuerzas armadas se hicieran cargo, a sangre y fuego, del control del país. Los uniformados cortaron el tránsito desde Callao hasta el pasaje Schiaffino. Forzaron la puerta de entrada al edificio y subieron resueltos los seis pisos por las escaleras. Cuando llegaron a destino rompieron la puerta de servicio a punta de bayoneta.
–¡Alberte, venimos a matarte!– gritó un milico, sacado.
–¡Por culpa tuya murieron muchos de nuestros compañeros!– guapeó otro.
Bernardo Alberte se sobresaltó. Dormía junto a su mujer. En otra habitación estaba Lidia, una de sus cuatro hijos. Les dijo a las dos que se escondieran en una de las habitaciones. Él se calzó un revolver e intentó una defensa. No pudo hacer mucho. En los forcejeos lo agarraron entre varios y, sin más, lo tiraron por una ventana del comedor. Cayó al pulmón del edificio y murió en el acto. Lo mataron por resistirse. Las mujeres fueron tiradas boca abajo a punta de fusil. Los militares intentaron llevarse a Lidia. Pero el jefe de la patota ordenó que la dejaran.
Así, la dictadura hacía su aparición en escena. Estrenaba la metodología que pondría en acción durante los siguientes siete años: el asesinato, la desaparición, el saqueo. Y lo hizo en primera instancia con un símbolo del peronismo: Bernardo Alberte, un ex militar y dirigente peronista que “se opuso a las dictaduras militares, al golpismo y a las conducciones burocráticas del mismo peronismo”, según lo recuerda hoy su hijo, Bernardo Alberte, ante Miradas al Sur.
Alberte fue el primer muerto de la dictadura. El primero de los muchos miles que vendrían después. La familia logró recuperar al día siguiente el cuerpo y enterrarlo en el cementerio de Avellaneda.
El ex militar estaba en los primeros puestos de las listas negras de la Triple A para ser ejecutado. Su hijo recuerda: “En la primera reunión de gabinete después de la muerte de Perón, el 8 de agosto de 1974, López Rega, en presencia de todos los ministros, mostró fotos de las personas peligrosas para el gobierno y para la seguridad de la Nación, según dijo. Uno de ellos era mi viejo. Otros: Julio Troxler, Juan José Hernández Arregui, Silvio Frondizi. También Jorge Taiana padre, que vino a ver a mi padre y le dijo: ‘Alberte, están locos. Te tenés que ir’”.
La Triple A actuó unos días antes del golpe, el 20 de marzo. Un grupo armado lo fue a buscar a su lugar de militancia, la corriente 26 de Julio, donde estaba con Jorge Di Pascuale y Alicia Eguren. No lo encontraron y se llevaron a dos hombres de la corriente. Un día antes ya habían secuestrado a otro militante, Máximo Altieri, un chico de 25 años. “Mi viejo no cuidó para nada su seguridad. Se puso a buscarlo con el padre del chico. Hasta llegó a escribir una carta abierta a la Triple A en la que proponía un canje: su vida por la de Altieri. A Altieri lo encontraron muerto en la morgue del cementerio de Avellaneda.”
El crimen de Altieri lo decidió a escribir una carta a Videla. La terminó la noche del 23, pero le puso de fecha 24, día que sería entregada. Decía que lo habían querido secuestrar y denunciaba el asesinato del joven militante. Y responsabiliza a Videla, jefe del Ejército, por la represión ilegal y le advertía del error histórico que iban a cometer las fuerzas armadas de producirse un nuevo golpe militar.
“Sin duda avanzamos hacia un enfrentamiento hacia el que se nos quiere llevar gradualmente con falsas opciones y manejando falsos valores, y alarma observar la ligereza y hasta la irresponsabilidad con que ciertas personas y ciertos sectores que tienen poder, poder transitorio, alientan el enfrentamiento con hechos o con palabras”, escribió en una parte. Sabía lo que se avecinaba. El día del secuestro saquearon todo: cartas de Perón, documentos, fotos, libros. Pero no vieron la carta. Fue entregada al día siguiente.
Luego de la muerte vendría una larga procesión judicial. Explica Bernardo: “No encontrábamos abogado. Quién iba a agarrar el caso. Empezó a ayudarme un amigo, el abogado Jorge Garber. Lo primero que me dijo fue: ‘Bernardito, tenemos que conseguir unos fierros porque nos van a matar’. La querella la empezamos en abril del ’76: debe ser una de las primeras de ese tipo. Era contra Videla. El primer juez le dijo a Garber: ‘No sólo a Alberte había que tirarlo por la ventana, sino a todos los peronistas’. Otro me dijo: ‘Alberte, déjese de joder con esto, porque me van a matar a mí y lo van a matar a usted’. La causa pasó por 14 juzgados en seis años: del ’76 al ’81. Era una papa caliente: todos se fueron declarando incompetentes. El expediente es una larga lista de excusas”.
Cuando la dictadura se esfumaba, un juez se metió con la causa y logró avanzar con algunas medidas. Finalmente, en diciembre de 1985, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal resolvió cerrarla. Luego vinieron las leyes del perdón y el expediente quedó planchado. Hasta 2003, cuando esas leyes fueron anuladas y la investigación fue reabierta. Hoy el expediente por el crimen de Alberte forma parte de la megacausa Primer Cuerpo, a cargo de Daniel Rafecas.
La familia aportó a la Justicia los nombres de dos militares que ocuparon puestos de relevancia en la División Inteligencia y Operaciones del Estado Mayor del Ejército. Bernardo sostiene que participaron del operativo que terminó con la muerte de su padre. Se trata del general retirado Oscar Guerrero, que habría sido el jefe de la patota, y el general retirado Jorge O’ Higgins al que se le encontró parte de la correspondencia de Perón a Alberte, que había sido robada la noche del crimen.
El libro Un militar entre obreros y guerrilleros, de Eduardo E. Gurucharri, relata la vida de Alberte. Allí hay una anécdota contada por su hijo Bernardo, sobre el día que vio por la calle a Guillermo Suárez Mason, uno de los jerarcas de la dictadura. “Cuando lo reconocí, lo metí de un pechazo en un garage. Lo agarré del cuello y le dije: ‘Vos, asesino, mataste a mi viejo’. Me respondió: ‘Yo no maté a nadie’. Lo escupí, lo putié, le rompí la ropa, le pegué con la mano abierta en la cara gritándole ‘miserable asesino’ y le di una patada en el culo.”
Nada mejor que un compañero. Alberte tenía una larga historia con el peronismo. “En octubre de 1945 cuando era teniente intentó sublevar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo para ponerla a favor de Perón. No tuvo éxito: tenía 27 años y lo degradaron. Con el triunfo del 17 de octubre recuperó el grado y la libertad. Ahí se encolumnó con Perón. Aunque a lo largo de su amistad polemizaron mucho”, cuenta Bernardo.
En 1954, Perón lo nombró su edecán personal. Ahí creció la relación entre ambos. “En el golpe del ’55 mi viejo fue la primera defensa en la Casa Rosada –dice orgulloso Bernardo–. Se quedó al lado de Perón hasta que el general se exilió. A mi padre lo encarcelaron: estuvo en la penitenciaría de Las Heras, en el penal de Magdalena y luego lo confinaron a Ushuaia, una cárcel que había sido cerrada por infrahumana. Un año después nos exiliamos. Nosotros estuvimos un año. Mi padre, hasta que salió la Ley de Amnistía, en el ’58, después del pacto de Perón con Frondizi.”
Al regreso a la Argentina, Alberte se encargó de recomponer su economía. “Puso una zapatería de compostura en el acto. Llegó a tener tres. Luego abrió una tintorería. Fue famosa: se llamaba Limpiería del Socorro y fue conocida porque funcionó como una Jabonería de Vieytes. Por allí pasaron los principales referentes de la resistencia peronista: entre otros, Julio Troxler y Gustavo Rearte. No sólo reuniones se hicieron allí: también los famosos caños de la resistencia.” Casi diez años después, en el ’67, Perón recompensó la lealtad de Alberte: lo nombró delegado personal y secretario del movimiento justicialista.
–¿Por qué lo eligió Perón?
–Porque era un momento en el que a Perón le empezaron a disputar espacios de poder. El vandorismo impulsaba el “peronismo sin Perón”. Lo puso a mi padre porque sabía que era un hombre con carácter, leal, y que iba a enfrentar a esos sectores. Igual el nombramiento generó una gran desconfianza en los jóvenes. Decían: por qué Perón puso a este milico. Mi padre enfrentó en ese momento a la dictadura de Onganía y a las cúpulas burocráticas del peronismo y del sindicalismo.
–¿Hasta cuándo estuvo al frente del movimiento?
–Hasta que se creó la CGT de los Argentinos, en el ’68. Mi padre les dio el paraguas político. Fue un gran instrumento de lucha. Hay que dejar algo en claro: Perón se disgustó con el nacimiento de esa central obrera y por eso mi viejo renunció. Igual siguió haciendo política. Fue un continuador de las ideas de John William Cooke y uno de los fundadores de la tendencia del peronismo revolucionario. La relación con Perón nunca volvería a ser la misma.
Alberte llegó a ser mayor. Lo habían dado de baja cuando se exilió. En el ’69 Onganía llamó a todos los militares dados de baja, para que recuperen su cargo. Todos menos Perón. “Mi padre se negó y redactó un documento que lo dice todo: Participacionismo con uniforme.” La carta es una crítica feroz a sus compañeros de arma. Escribió Alberte: “Mientras en 1956 un general se presentaba para hacerse responsable del fracaso y de la derrota enfrentando el fusilamiento, hoy otro general se presenta a solicitar el grado y el sueldo. Valle lo ha de contemplar desde la inmortalidad con la misma serenidad con la que afrontó la muerte. Los sobrevivientes de ayer fueron fusilados hoy con un decreto de amnistía”.
Alberte recuperó su grado y fue ascendido teniente coronel cuando asumió Cámpora, en 1973. Y Néstor Kirchner, hace tres años, le rindió homenaje: le otorgó un ascenso post mortem a coronel. “Recibí yo ese homenaje y pensaba: ‘El viejo me debe estar puteando’. El había guardado todos sus uniformes en una caja. Un día me dijo: ‘Quemálos’. Los militares no rompen nunca con la institución. Mi viejo sí: rompió con el Ejército el día de los bombardeos a la plaza de Mayo.”
–¿Por qué cree que su padre fue la primera víctima de la dictadura?
–Hay muertes, cuando son las primeras, que son un símbolo. Lo eligieron primero porque Alberte había salido de las entrañas del Ejército y, encima, era peronista. Y era el tipo que los señalaba con el dedo y les decía todo lo que habían hecho mal. No se lo perdonaron.
En la carta Participacionismo con uniforme Alberte advertía: “Nosotros les prevenimos que algún día vendrá el hombre sencillo de la Patria a interrogar a sus militares en actividad y en retiro (…). No los interrogarán sobre sus largas siestas después de lo merienda, tampoco sobre sus estériles combates con la nada, ni sobro su ontológica manera de llegar a las monedas, no sobre la mitología griega ni sobro sus justificaciones absurdas crecidas o la sombra de la mentira. Un día vendrán los hombres sencillos a preguntar qué hicieron cuando la Patria se apagaba lentamente (…) Quizás para ese momento, la vergüenza que provoque el silencio como respuesta, no sean suficiente como castigo”.

El escribidor, la civilización y la barbarie


Ricardo Foster

Bienvenido un tiempo argentino en el que regresa la polémica y en el que nuevamente se pueden debatir cuestiones más que significativas. Es una muestra más de un cambio profundo de paradigma respecto de la década de los ’90 en la que reinaba el consensualismo vacío, el fin de la política y la muerte de las ideologías mientras la escena del mundo quedaba bajo la lógica neoliberal. En la Argentina actual todo está en discusión y, claro, cómo no lo iba a estar la ardua relación entre literatura y política sabiendo, como sabemos, que en ese vínculo siempre complejo se fueron tejiendo momentos claves y decisivos de nuestra imagen como sociedad.

La literatura y la política, el arte y la política han sido, desde siempre, parejas difíciles y contradictorias. Difíciles porque la genialidad creadora no siempre, o muy pocas veces, viene de la mano con la virtud democrática o la nobleza de ideas. Difíciles también porque aquellos que se introducen en el laberinto complejo de las vicisitudes humanas no se detienen en las aduanas morales que, casi siempre, están reñidas con la libertad creadora. Imaginar que una obra de arte debe hacer coincidir las buenas intenciones con la potencia narrativa es comprender muy poco de lo que el arte, en sus múltiples formas y prácticas, ha sido desde la lejanía de sus orígenes. Es imaginar con torpeza que se puede maniatar la experimentación estética, el riesgo poético o el misterio del impulso creador y someterlo a una suerte de policía de lo que está bien o mal de acuerdo a las reglas morales socialmente aceptadas. La gran obra de arte subvierte, siempre, las prohibiciones políticas, religiosas o mercantiles para dejarse llevar por su propia lógica. La lista de artistas o escritores incorrectos política o moralmente es tan larga que si quisiéramos expulsarlos del Parnaso estético literalmente nos quedaríamos con un puñadito de nombres que no necesariamente serían los mejores.

¿Alguien puede dudar del genio de Richard Wagner? Y sin embargo su antisemitismo feroz lo llevó a decir cosas horribles aunque no le impidió rodearse del mecenazgo judío ni de reconocer que fueron músicos judíos y críticos judíos los que mejor supieron valorar su obra. Es conocida la sentencia de Thomas Mann respecto de Fedor Dostoievski: “Y qué si fue un pervertidor de menores, eso en qué disminuye la grandiosidad de su obra”. ¿Y qué escribir de Celine, una de las plumas más intensas de la literatura francesa del siglo veinte, colaboracionista nazi y antisemita patológico? ¿Acaso la potencia y la belleza de Carmina Burana disminuyen porque su autor fue muy bien acogido por las huestes hitlerianas? ¿Y qué hacer con Ezra Pound compañero de ruta del fascismo italiano? ¿Y entre nosotros que decir de Jorge Luis Borges y sus horribles declaraciones políticas sobre la dictadura de Pinochet? ¿Deja de ser un libro memorable por su belleza literaria y los desafíos intelectuales que suscita el Facundo por las opiniones que Sarmiento vertió sobre los indios o sobre el propio Quiroga? ¿Y qué hacemos, los filósofos, con Martin Heidegger? ¿Y los plásticos con Salvador Dalí?

El arte, el verdadero, está muchas veces reñido con las exigencias de la virtud, sean estas de izquierda o de derecha (la triste historia del realismo socialista impulsado por el estalinismo está llena de escritores “de izquierda” que intentaron producir una literatura edificante y de propaganda de la que ya nadie recuerda una sola línea y que en muchos casos incluso sirvieron para perseguir a escritores intransigentes con la opresión). ¿Fue mejor escritor Manuel Scorza que Mario Vargas Llosa porque el primero siempre fue fiel a sus convicciones políticas mientras que el segundo abandonó su etapa de izquierdista para convertirse en un ideólogo de la derecha neoliberal? ¿Hay que abominar de la novelística de Cabrera Infante porque rompió con Fidel? ¿Esa comparación es posible desde una perspectiva literaria? ¿Y qué hacemos con Lugones, simplemente lo expulsamos del canon de los grandes poetas argentinos por su giro fascista?

¿Es posible acaso juzgar una obra por las inclinaciones políticas del autor? Reconozco que esta pregunta tiene sus complejidades y sus zonas abismales, que la contemporaneidad de un escritor, sus ideas, el modo como las expresa y su vasta influencia en el público no vuelven sencilla una respuesta unívoca. Pero establecer un canon a partir de lo que cada quien valora en términos ideológicos constituye un gigantesco problema y una dudosa alternativa a la hora de juzgar lo que es o no una obra de arte.

Esta larga introducción, como el lector imaginará, tiene que ver con la polémica que se suscitó entre nosotros a partir de la decisión de las autoridades de la Feria del Libro de invitar a Mario Vargas Llosa, último Premio Nobel de Literatura, para que diese la conferencia inaugural de este año conociendo, como no podían dejar de conocerlas, las posiciones políticas y las groseras descalificaciones que viene sosteniendo el escritor peruano en relación a una parte importante de la sociedad argentina, a su cultura política y a su gobierno. De ahí que lo que debiera discutirse no es la calidad estética de la obra de Vargas Llosa (esa es otra discusión, apasionante, que tendrá diversos puntos de vista como suele ocurrir con los gustos en materia de creación artística) sino el contenido de esa decisión de quienes sí mezclan sin prejuicios literatura y política y que después se hacen los sorprendidos ante las reacciones que generan.

De la misma manera que no debe reducirse la obra del autor de Conversación en la catedral a sus actuales posicionamientos políticos, tampoco se puede hacer abstracción de la intensa militancia que viene desplegando en los últimos años en contra de aquellos procesos democráticos populares latinoamericanos que no se adecuan a su visión ideológica. Es absurdo aceptar que Vargas Llosa pasará en punta de pies por una escena, como la Argentina, que ha sido blanco de sus diatribas y de su beligerancia muy poco tolerantes hacia los que piensan diferente. Vargas Llosa es, además de un gran novelista que parece haber renunciado al riesgo de la experimentación estética a cambio de las exigencias del mercado editorial y de los lectores de fácil digestión, un hombre político (que incluso quiso ser presidente del Perú y fracasó en el intento) que pertenece a una serie de organizaciones y fundaciones de una derecha neoliberal muy belicosa que tiene como uno de sus principales objetivos horadar a esos gobiernos calificados como “populistas”.

Es en esa encrucijada de una extrema y extraña complejidad que se da la desafortunada decisión de las autoridades de la Feria del Libro, no de invitar al último Premio Nobel de Literatura en el marco plural y democrático de la feria, sino de invitarlo para que dé el discurso inaugural que, desde que la feria existe, tiene fuertes connotaciones políticas. Pero, y esto es oportuno también decirlo, no se trata de un espacio estatal en el que se desarrollan actividades culturales, sino de una fundación privada que, desde hace muchos años, ha logrado construir una empresa muy rentable y que tiene derecho, en tanto emprendimiento privado, a invitar a quien le parezca para que la inaugure.

Ellos, la mayoría de sus miembros, decidieron invitar a Vargas Llosa porque seguramente no se sienten ajenos a sus posiciones políticas y porque comparten el impacto que pudiera alcanzar su presencia en un año tan especial. Pero en el medio también están los otros motivos, aquellos que le dan relevancia a que sea nada más ni nada menos que el último Premio Nobel de Literatura quien abra la feria. Entre los astutos y los ingenuos se pergeñó una decisión que, insisto, me parece problemática y desafortunada. Mientras tanto, hoy es más importante que nunca garantizar que Vargas Llosa participe activamente de la feria, que dé las conferencias que desee, pero que, como en muchas otras ocasiones, no nos vendan gato por liebre en nombre de la sacrosanta libertad de expresión.

El Vargas Llosa que ha respondido a la carta de Horacio González y a las opiniones de otros hombres y mujeres de la cultura argentina que expresaron su disgusto ante la decisión de las autoridades de la feria, poco y nada tiene que ver con el novelista de Conversación en la catedral o con aquel otro que se introducía con maestría en las entrañas del mesianismo popular en La guerra del fin del mundo, pero menos parece tener que ver con el recientísimo autor de El sueño del celta en el que penetra en las pasiones y las encrucijadas morales del nacionalismo irlandés de la mano de un personaje que supo atravesar la ingenuidad del funcionario del Imperio inglés arropado en los trajes bien cortados de una tradición liberal que no tardaría, a sus ojos, en mostrar sus inmensos horrores. Ese Vargas Llosa prefirió en parte, aunque a una gran distancia estética, retomar algunos de los argumentos de las novelas de Joseph Conrad en las que se revisa con belleza estilística y profundidad de ideas la relación intrínseca entre expansión civilizatoria liberal europea y barbarie. El otro Vargas, el que nos arroja desde su Olimpo inexpugnable de elegido por los dioses del mercado y por los ideólogos de las derechas mundiales, sus diatribas y sus frases envenenadas, llenas de desprecio ante los “bárbaros” que sus personajes defendían antaño y vuelven a hacerlo ahora, es alguien que no elude la provocación, que la suele buscar y que se siente a gusto jugando a dos puntas: por un lado se muestra intolerante y belicoso con quienes no piensan como él (su intolerancia suele adquirir los rasgos de una retórica insultante que los argentinos ya hemos conocido) y, por el otro lado, se desgarra las vestiduras del buen liberal cuando alguien osa salir al cruce de su lengua pérfida, esa que ha sabido afincarse entre los malsanos humores de la derecha más reaccionaria.

Lo no menos sorprendente es la flojera intelectual con la que argumenta Vargas su indignación por lo que él define como “censura” de parte de “los intelectuales piqueteros”; sus intentos, a la altura de la farsa, por movilizar argumentos ahuecados e inconsistentes que se organizan alrededor de frases fáciles y consignismos vacíos que, por supuesto, carecen de cualquier posibilidad de revisión crítica de la propia tradición de la que forma parte el inefable escribidor limeño. Para él, como para sus acólitos de estas geografías, el liberalismo se despliega virginal por un mundo infectado de nacionalismos patológicos y de populismos agresivos. Nada de recordar las violencias homicidas que acompañaron la expansión de la economía-mundo del capitalismo ni de hacerse cargo de los oscuros pasadizos que vincularon a los pensadores y políticos del liberalismo clásico con la persistencia de la esclavitud o que fecundaron, en nuestros países, a las peores dictaduras en amable compañía con el Imperio estadounidense. Mucho menos indagar por la destrucción social a gran escala que produjeron entre nosotros las políticas neoliberales. A Vargas, el ideólogo, le preocupa esgrimir la espada flamígera y purificadora contra la hidra populista y, en ese combate en el que se siente un cruzado, valen todas las argucias, incluso aquellas que confunden civilización con barbarie.

Saludable, entonces, que se haya suscitado la polémica aunque algunos medios de comunicación se afanen por reducir todo a una fraseología de rápida y fácil digestión, de esa que suele prepararse para estómagos incapacitados para disfrutar de argumentos bien especiados. Más saludable todavía que haya sido un intelectual-funcionario quien se haya atrevido a subvertir la hipocresía bienpensante y que haya reabierto la discusión alrededor de los vínculos entre el Estado, el ámbito público y las convicciones ideológicas. Qué mejor, por eso, que concluir con una sutil frase de Horacio González: “Donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización”.

14.

Huracán, el 11 de marzo, los jóvenes y la historia

Por Ricardo Forster
1
Cada época tiene la facultad de resignificar el pasado, de convocarlo y de hacer algo con él. Nada de lo que quedó a nuestras espaldas permanece intocado cuando, bajo las circunstancias propias del presente, es puesto nuevamente en el centro de la escena. Eso ocurrió con imponente potencia durante los festejos del Bicentenario, no sólo porque una multitud rompió en mil pedazos los augurios de la corporación mediática que prometían una conmemoración famélica atravesada por la indiferencia popular, sino también porque lo que sucedió en esa ocasión memorable fue la emergencia de otro relato de la historia nacional, un relato que obligó, a los distintos actores de la vida contemporánea, a debatir lo que parecía ser un expediente cerrado.

Por esos misterios que conforman la intimidad de las sociedades lo que dejó el Bicentenario fue no sólo la posibilidad de conocer otra memoria del ayer argentino sino, también, rompió, en el debate político actual, la hegemonía de los sectores dominantes y de sus voceros mediáticos. Simplemente se liberaron otras posibilidades de interpretación y se puso en evidencia que la historia siempre es un territorio de disputas y querellas que estallan en el presente para resignificar lo acontecido. Y lo notable de esas jornadas inolvidables de mayo de 2010 fue que se juntaron las multitudes que se derramaron sobre el centro de una Buenos Aires sorprendida y festiva con otra escritura, tenue y casi invisible hasta ahora, que encontró su camino hacia la superficie. Ese encuentro fue posible porque algo insólito se inauguró en otro mayo, pero de 2003, cuando Néstor Kirchner llegó inesperadamente a la presidencia y quebró la inercia de un país en decadencia y olvidado de lo mejor de su propia historia.

Algo semejante, aunque bajo otras condiciones y características, ha sucedido el 11 de marzo en la cancha de Huracán cuando decenas de miles de hombres y mujeres de distintas edades y condición social se reunieron para enlazar, en un giro no menos interesante y sorprendente, lo acontecido 38 años atrás en otra Argentina con lo que hoy nos interpela de una realidad apasionante en la que nada parece permanecer indiferente a lo que viene movilizando el kirchnerismo.

Poco y nada tienen en común el 11 de marzo de 1973 cuando triunfó la fórmula Cámpora-Solano Lima rompiendo 18 años de proscripción del peronismo, con la convocatoria realizada por la Corriente Nacional de la Militancia que reúne a un amplio espectro no sólo del peronismo sino de otros sectores afines al gobierno de Cristina Fernández. Poco tienen que ver aquellos jóvenes de los setenta que portaban sueños revolucionarios además de haber sido el núcleo militante que luchó, junto con una parte importante de la clase trabajadora, para que Perón regresara a su patria del exilio madrileño, con estos jóvenes del siglo XXI que han amanecido insospechadamente a la política rompiendo la inercia de la falta de participación y del predominio del hiperindividualismo propio del capitalismo posmoderno que infectó nuestras sociedades en las últimas décadas. Dos experiencias históricas muy distintas que, sin embargo, confluyeron en esta extraña cita que el presente argentino realizó en la cancha de Huracán o que, sería mejor decir, se viene gestando desde el conflicto de la 125 y se multiplicó exponencialmente durante los días de la despedida popular a Néstor Kirchner.

Dos épocas que se entrelazan pero no desde una perspectiva melancólica, esa que sólo manifiesta la tristeza por un pasado irrecuperable o que permanece paralizada ante lo insuperable de lo que quedó a nuestras espaldas como expresión de lo que ya no podremos llegar a ser. Nada de ese espíritu de museo atravesó el acto de Huracán, tampoco los jóvenes que llegaron de a miles lo hacían vestidos con las ropas prestadas y gastadas de otros jóvenes y tratando de imitarlos como si estuviéramos en un teatro en el que sólo se representan escenas de un pasado clausurado e infinitamente distante de nuestra actualidad. Ellos, los que se sintieron interpelados por Kirchner, saben perfectamente que están viviendo su propia experiencia y que las tramas de un país no se repiten sino que ofrecen, siempre, nuevas y cambiantes realidades. Pero también saben que existen hilos secretos, a veces delgadísimos y con posibilidades de cortarse, entre las generaciones; hilos que reaparecen cuando menos se espera que suceda y que se entrelazan con los otros hilos de la historia, esos que desde el presente reconfiguran con audacia lo acontecido en el pasado. Estos jóvenes se encontraron, en una cita inusual, con aquellos otros jóvenes que atravesaron con fervor y con horror otro tiempo argentino; y lo hicieron asumiendo el riesgo de caer en el anacronismo o en la nostalgia sacralizadora pero dispuestos a habilitar un presente signado por sus propios e intransferibles desafíos.

La Argentina del 2011 poco y nada tiene que ver con ese otro país de 1973. Nos separan los años cruentos, vergonzosos y miserables dominados por los perros de la noche dictatorial. Pero también se ha transformado radicalmente la relación de las actuales generaciones con la democracia invirtiendo los términos de aquella otra época en la que poco y nada del espíritu democrático parecía vivir en el interior de una sociedad que había conocido la malsana reiteración de proscripciones, golpes militares, gobiernos civiles débiles y, finalmente, una dictadura criminal como nunca antes se había conocido. Una generación, la del setenta, ilusionada con transformar el mundo y sacudida por las irradiaciones de la Revolución Cubana, la epopeya del Che y los grandes movimientos de liberación nacional que venían convulsionando al Tercer Mundo; una generación atravesada por la gramática de lo absoluto que no pudo torcer el rumbo de una tragedia anunciada y que creyó que podía tocar el cielo con las manos. Otra generación, la actual, construida su experiencia de retazos y de novedades pero habitada por la permanencia, inédita, de una democracia que, más allá de crisis y dificultades, sigue escribiendo sobre el cuerpo social una historia que parece haber alcanzado una madurez que ya nadie discute. Una generación que está necesitada de encontrar su propio lenguaje pero que también busca reconstruir los hilos que la unen con las antiguas experiencias. Delicado equilibrio entre las escrituras del ayer y las páginas de un presente que van delineando su propia interpretación.

Los jóvenes que caminaron hacia Huracán saben que son herederos de otros jóvenes; saben que llevan en sus mochilas sueños y mandatos, utopías y derrotas. Pero también saben que se enfrentan a sus propios desafíos y que es necesario, en la vida, caminar ligero de peso. Saben, o intuyen, que un puente frágil pero indispensable se ha construido entre el 11 de marzo de 1973 y el 11 de marzo de 2011, pero también saben que cada paso que se da nos aleja del pasado abriendo el horizonte de otra realidad. Saben que es bueno recoger las experiencias del ayer, que es indispensable dialogar con los relatos de otras generaciones, y saben, a su vez, que cada generación vuelve a inventarse a sí misma asumiendo sus riesgos y dándole forma a sus sueños. Allí, en ese movimiento hacia atrás y hacia adelante, se expresa la dialéctica de la historia, esos momentos únicos e intransferibles en los que lo invisible vuelve a hacerse visible y donde lo olvidado es nuevamente recordado. El poder corporativo, los cultores de la dominación, como siempre, se desesperan cuando estos “milagros” se hacen presentes en la vida de nuestro país. Algo de eso viene sucediendo entre nosotros y, en Huracán, con miles de voces cantando lo propio de esta época, nuevamente se dieron cita las multitudes que hacen la historia.

2
En Huracán se reescribió, bajo las demandas y las condiciones de nuestra actualidad, la significación del 11 de marzo de 1973. Se hizo de esa fecha-acontecimiento ya no un recuerdo de un pasado mítico añorado por quienes se sienten huérfanos de sus irradiaciones, sino que se abrió paso una reapropiación inesperada y de nuevo estilo que los jóvenes de hoy parecen querer hacer con aquellos momentos del pasado que vuelven a cobrar un sentido que parecía extraviado en la noche de la historia. Como un salto de tigre, si vale la metáfora utilizada por Walter Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia, el presente trae a su conflictiva realidad aquello que se guardaba en la memoria y lo coloca en una nueva dimensión. Extrañas parábolas que se producen en el interior de una sociedad que no ha perdido sus vínculos con el pasado y que, al volver a citarlo, hace saltar los goznes de aquellas puertas que parecían cerradas para siempre.

Algo de eso, y salvando las distancias, aconteció el último viernes en la cancha de Huracán, algo de las reescrituras que guarda en su interior la vida social, política y cultural argentina y que apuntan, a lo que con extraña justeza y algo de incredulidad, señalara Beatriz Sarlo cuando, en un artículo reciente, destacó el avance de “la hegemonía cultural del kirchnerismo”. Giro de época que sorprende tanto a la derecha como a ciertos sectores del progresismo (de esos que proliferaron a partir del conflicto de la 125 y que se cansaron de hablar de “la impostura kirchnerista”) que, después de las elecciones de Catamarca, no pueden dejar de reconocer que ese cadáver que creyeron ver pasar por delante de sus casas se ha vuelto una fuerza interpeladora que amenaza con perpetuar sus ansias de transformación bajo la gramática de una escritura que recoge los hilos de tradiciones y experiencias supuestamente sepultadas pero amalgamándolas con las novedades propias de las generaciones actuales.

En Huracán se perfiló la confluencia de las múltiples y diversas fuerzas que hoy habitan el espacio kirchnerista. Allí estaban los movimientos sociales, una parte de los sindicatos, los jóvenes de La Cámpora y de otras agrupaciones, multitud de vecinos y vecinas que se acercaron sin encuadramiento al acto, rezagados de Entre Ríos que llegaron cuando se terminaba el discurso de la Presidenta pero que se sentían felices de estar ahí, militantes de fuerzas políticas aliadas y seguidores de Hugo Yasky en la CTA. Estuvo, claro, el peronismo con sus banderas y sus diversidades que hoy, de un modo mayoritario, van convergiendo alrededor del liderazgo de Cristina. Catamarca es, quizás, un claro ejemplo de esa convergencia que permitió arrojar casi a la marginalidad a los exponentes del neomenemismo federal.

Un acto que recogió la herencia de un acontecimiento que marcó a fuego a la generación del setenta y que no suele ser festejado ni recordado del mismo modo por el peronismo ortodoxo que ha preferido otros rituales y otras fechas emblemáticas a aquella que le recuerda el triunfo de “los infiltrados”. Eso, sin dudas, también marcó la convocatoria de Huracán pero la inscribió en un tiempo, el actual, que ve desde otras perspectivas lo que antes parecía un conflicto irreversible en el interior del propio peronismo. Cristina, asumiendo esto nuevo y antiguo que lleva el nombre de kirchnerismo, se encargó de afianzar la excepcionalidad de un presente en el que los jóvenes han regresado, bajo nuevas condiciones, al universo de la participación, la militancia y la política. Y allí, sin dudas, está el nombre de Kirchner como llave que les permite abrir la puerta giratoria que enlaza el pasado, el presente y el futuro. El desafío está planteado en una Argentina que no deja de sorprender allí donde el espacio público se ha convertido en el ámbito indispensable de todos los debates y donde la palabra “democracia” vuelve a reencontrarse con aquello que se había perdido cuando en nombre del propio peronismo y al amparo de la entrada del país al Primer Mundo y a la economía global de mercado se vaciaron sus mejores tradiciones. El acto de Huracán tejió, con los hilos de la memoria y la actualidad, aquello que el kirchnerismo viene desplegando desde el 2003 sorprendiendo a una sociedad que parecía extenuada y vaciada de sus esperanzas.

El espejo árabe

Por Ricardo Forster

Los sucesos tumultuosos que sacudieron a Egipto, las multitudes que se volcaron –y lo siguen haciendo– a las calles y a la plaza Tarhir para exigir democracia, libertad e igualdad no constituyen una casualidad ni algo que se presenta aislado de lo que viene sucediendo en otras partes del mundo. Lo que está crujiendo en el norte de África, lo que ya volteó al régimen autocrático de Túnez, doblegó a la tiranía de Mubarak en la tierra de las pirámides y se extiende como una llamarada hacia Libia, Bahrein y Marruecos, se relaciona directamente con la crisis económica desatada en el 2008 que sacudió a los principales países del mundo desarrollado poniendo en evidencia el punto de saturación del modelo neoliberal exportado a casi todo el planeta desde mediados de los años ’80, cuando en Estados Unidos y en Europa se inició un proceso de regresión económico social llevado inicialmente adelante por el tándem Reagan-Thatcher y que asumió la forma de una combinación de anticomunismo visceral, neoconservadurismo y liberalización económica generalizada. Era la entrada rutilante al famoso mundo global, a las libertades de mercado y al fin de los proteccionismos y del papel omnisciente del Estado.

El precio que se pagó fue un grado inédito de concentración de la riqueza multiplicado exponencialmente en los países periféricos, además de generar condiciones de desigualdad inéditas en la historia (siempre es bueno recordar que a partir de la década de los ochenta América latina, cada vez más capturada por las políticas de libre mercado y articulada alrededor de gobiernos corruptos y degradadores de la vida democrática, se convirtió en el continente más desigual del planeta, superando incluso al África). En los países árabes la implementación de proyectos neoliberales se hizo en consonancia con la demonización del Islam, la reafirmación de los intereses hegemónicos de los Estados Unidos que se acrecentaron después de la caída de la Unión Soviética y el sostenimiento, por parte de Occidente, de regímenes autoritarios que son, precisamente, los que hoy se ven sacudidos por las rebeliones iniciadas en Túnez y en Egipto pero que amenazan con extenderse a otros países que sufren las mismas restricciones a la libertad y las mismas injusticias sociales (pienso en Marruecos, en Argelia, en Libia, en Bahrein, en Arabia Saudita, Irán, etc.). Lo que sacude al mundo árabe es una profunda crisis estructural que se unió a una extraordinaria demanda de libertad y democracia mostrando, a su vez, la construcción de una política del prejuicio por parte de los países occidentales que condujo, en especial después de los atentados de 2001, a una exponencial demonización de todo una cultura compleja y diversa que abarca a cientos de millones de seres humanos. Lo que también pone en evidencia es el cinismo, la hipocresía y el doble discurso utilizado por las potencias “democráticas” del Primer Mundo, que mientras condenan a Irán, o se inventaron lo de las armas químicas de Saddam Hussein, apoyaron y alimentaron regímenes represivos y antidemocráticos en aquellos países “aliados” como Egipto o Arabia Saudita.

Las multitudes que se manifiestan en el Magreb expresan no sólo la crisis terminal de las autocracias a lo Khadafi sino que, de una manera muy elocuente, muestran la profunda debilidad de un Occidente que sólo habla de democracia (y oculta las opresiones) allí donde sus intereses están bien protegidos por regímenes cómplices. Su interminable propaganda antiislámica condujo a la construcción de un discurso que redujo la complejidad y la vitalidad de las sociedades árabes a la proliferación de masas fanáticas incapaces de pensar por sí mismas y doblegadas ante las retóricas del fundamentalismo islámico. Un cuadro perverso acompañó, desde Estados Unidos y Europa, la perpetuación de regímenes autoritarios y corruptos que eran considerados los únicos garantes ante la amenaza integrista. Bajo otras condiciones ocurrió algo semejante en relación a los palestinos que fueron reducidos a una suerte de terrorismo a lo Hamas cortando, de esa manera, las profundas tradiciones democráticas y seculares que han sido y siguen siendo parte de su historia.

Lo que está sacudiendo al norte de África, lo que está conmoviendo y modificando a sus sociedades tendrá, qué duda cabe, una enorme incidencia en el conflicto israelí-palestino. El ajedrez de las alianzas en el Medio Oriente ha entrado en una nueva y tumultuosa etapa que no ha dejado de confundir y de preocupar inmensamente a los Estados Unidos que ve de qué modo algunos de sus principales aliados están en una zona de inquietantes cambios cuya dirección no es fácil todavía discernir. La palabra “democracia” dice mucho y no dice nada a la hora de encasillar el destino de las rebeliones árabes (seguramente en países europeos con fuerte presencia de migrantes del Magreb –Francia especialmente– habrá que esperar un fuerte impacto). Las luchas por las libertades públicas y las insurrecciones populares contra las autocracias incluyen, también, un rechazo a las políticas de ajuste que desde hace años viene propiciando, en esa zona, el FMI.

Es interesante establecer las comparaciones entre lo que viene sucediendo en algunos países de Sudamérica, el modo como se fue poniendo en cuestión el modelo neoliberal, y aquello que hoy conmueve a todas las rotativas del mundo mostrando que en el interior de las sociedades árabes lejos de habitar el fanatismo lo que emerge con fuerza es una demanda de mayor libertad y una exigencia de modificación de los patrones económicos que han conducido a una situación de desigualdad, pobreza e injusticia.

Bajo otras condiciones, porque las realidades culturales son muy distintas, en nuestros países también se expresó un rotundo rechazo a aquellas políticas nacidas del consenso de Washington y que de la mano de los Menem, los Fujimori y los Collor de Melo, asociados todos ellos a los intereses de Estados Unidos y fascinados con la ideología globalizadora que se ofrecía como la gran panacea, hicieron añicos los últimos restos de Estado de Bienestar que quedaban entre nosotros. Leer los acontecimientos del mundo árabe en consonancia con las consecuencias de las políticas neoliberales es algo imprescindible que nos permite comprender un poco más lo que está sucediendo en aquella región, pero también nos permite redescubrir las nuevas demandas de democratización que surgen con una fuerza novedosa sacudiendo las formas anquilosadas de supuestas democracias que han terminado convirtiéndose en cáscaras vacías.

La experiencia argentina es, quizá, la más ejemplificadora y elocuente y tuvo, con su lógica propia, una rebelión que jaqueó la política implementada en los años ’90 y que condujo a la mayor crisis económico social de la historia nacional. La respuesta que comenzó a darle Néstor Kirchner a partir de mayo de 2003 a la devastación estructural a la que fue sometido el país, su lectura muy atenta de los acontecimientos de diciembre de 2001, contribuyó enormemente a la modificación de una inercia de degradación que parecía cebarse indefinidamente sobre la sociedad. Entre nosotros, lo que se puso en evidencia fue la dicotomía entre recuperación del Estado de derecho, la consolidación de las libertades públicas y del sistema democrático en contraposición a un proceso de concentración económica que derivó en la consolidación del proyecto de desindustrialización iniciado por Martínez de Hoz y continuado por la convertibilidad menemista (que siguió siendo el núcleo de lo implementado luego por el gobierno de la Alianza). En la Argentina lo que estalló fue un modelo perverso que multiplicó la pobreza, la exclusión, el endeudamiento y la desigualdad. En los países árabes se está produciendo una combinación de ambas dimensiones: la política y la económica que se entremezcla con su propia y compleja trama cultural religiosa.

Si bien la rebelión egipcia tiene otros condimentos y no hay que perder de vista su altísimo componente de exigencia democratizadora, no ha sido menor el hartazgo ante una realidad económica que, al mismo tiempo que mantuvo tasas de crecimiento del PBI más que razonables, lo único que hizo fue ensanchar la miseria del pueblo aplicando a rajatabla las recetas de los organismos financieros internacionales (los argentinos hemos conocido perfectamente lo que significa convertirse en siervos de esos organismos y las atroces consecuencias sociales que traen aparejadas sus “recomendaciones”). Lo cierto es que desde la periferia surgen las rebeliones contra un sistema económico brutal mientras en los países europeos duramente castigados por la gran estafa financiero-especulativa (pienso en España, Portugal, Grecia e Irlanda), la continuidad de políticas de ajuste, la fiereza con la que se penaliza a los sectores más débiles y se cercenan los derechos sociales, nos ofrecen la contracara de sociedades altamente democráticas que, sin embargo, parecen aceptar con gran pasividad que los verdaderos responsables de la debacle sean los mismos que fijen las políticas de salida de la crisis. En este extraño juego de espejos, queda claro que la opción que tomó el gobierno de Cristina Fernández ante la crisis de 2008 fue inversa a la de los países europeos. Leer esas dos estrategias divergentes –una que permitió sortear el costo desolador de la crisis y otra, la del mediterráneo europeo, que la profundizó– es comprender lo que está en disputa en el capitalismo contemporáneo y entender, al menos en su dimensión económica, algo de la situación de los países árabes.

Un gigantesco velo se está cayendo, primero en Sudamérica desde los inicios de la última década, y ahora en algunos países del norte de África. Se cae el velo de las políticas neoliberales que han sabido negociar perfectamente con regímenes seudodemocráticos pero esencialmente, como los de Túnez y Egipto, represivos, corruptos y autocráticos. También se cae el velo de la hipocresía de las grandes potencias y de un capitalismo depredador que quiere condenar a los pueblos de la periferia a la pobreza y la desigualdad. Entre nosotros eso comenzó a ocurrir en diciembre de 2001 y nos permite analizar en espejo aquello que hoy sacude esa otra parte del mundo y que, eso es evidente, habilita para una mejor y más profunda comprensión de lo que se guarda detrás del modelo regresivo que también se busca reimplementar en nuestro país. La historia de los pueblos vuelve a sacudirse cuando se entrelazan, como hoy en Libia y en Bahrein, las demandas democratizadoras con las de una sociedad más equitativa. Algo de eso hemos conocido en los últimos años en estas latitudes sureñas.

18.

La igualdad, la democracia y los incontables de la historia

Por Ricardo Forster
Ya vimos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero también des-cubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas abiertas. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a la vida democrática.

Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la historia, las diversas características de los ciudadanos no propietarios de la antigua Atenas, de la plebe romana, de los siervos de la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma).

Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado, expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la noche civilizatoria.

Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del siglo veinte; un discurso que ha buscado desactivar la tradición de las rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema. Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y conciente de sus demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su sola presencia en la escena pública la transformación de la política en administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que llamamos “la sociedad”.

Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles. Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de mercado enhebrada con la forma liberalrepublicana como quintaesencia del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí donde la promesa de la redención continua dibujándose como proyecto inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad, es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como perfección sino como confusión.

Girando nuestra perspectiva hacia América Latina (hasta ahora el centro de la resistencia contra las políticas neoliberales, resistencia que ahora parece desplegarse también en Túnez y Egipto) podemos descubrir rasgos semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan, con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo “radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizás lo hacen del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias).

Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante republicana e, incluso, redujo la propia idea de república a su forma más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse” de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror totalitario, en desvarío homicida (acoplado a las interpretaciones liberalconservadoras de la historia moderna, nuestros progresistas aceptan la homologación, propuesta por esa ideología, entre movimientos revolucionarios, cuya matriz originaria la constituyó la Revolución francesa, y las diversas formas del totalitarismo). Para muchos progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda conciencia.

Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras del ideal republicanoliberal, la genealogía de las resistencias populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de acuerdo a esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada, así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo a las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del clientelismo.

Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los dueños de la riqueza y del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la verdadera tradición revolucionaria o nacionalpopular, no dudan en aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular. Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos. Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los respectivos “puritanos”, de Evo Morales en Bolivia o de Correa en Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a estas caracterizaciones.

Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos-, en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de las clases ricas respecto a la emergencia de movimientos populares que buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han adquirido los prejuicios que antes de ayer repudiaban. Para ellas el fin de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la asunción, liza y llana, de un fin de la historia entendido como llegada, nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable, la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y autoritarismo.

La fórmula


Por David Cufré


Después de caer 10,9 por ciento en 2002, la economía argentina encadenó subas del 8,8 por ciento en 2003, 9,0 en 2004, 9,2 en 2005, 8,5 en 2006, 8,7 en 2007 y 7,0 en 2008. En 2009 la expansión del PIB medida por el Indec fue del 0,9 por ciento, mientras que consultoras privadas arriesgaron caídas de entre uno y dos por ciento, igualmente moderadas si se toma en cuenta que a nivel internacional se producía la crisis más aguda en décadas. El instituto de estadísticas presentó ayer el dato preliminar de crecimiento de 2010. Fue del 9,1 por ciento, luego de cerrar el año con un alza del 9,4 por ciento en diciembre en comparación con igual mes de 2009 y del 1,1 en relación con noviembre. El arranque de 2011 confirmó la continuidad de esa tendencia, con varios booms durante el verano, como el movimiento turístico, las ventas de autos, el crecimiento industrial y las exportaciones. La proyección para el año es que el PIB volverá a escalar a tasas chinas, aunque a esta altura ya se puede hablar de tasas argentinas. No hay otro período histórico del país con tantos indicadores en positivo al mismo tiempo, más allá de todas las carencias e inequidades por abordar y de los reparos que puedan merecer las cifras del Indec.

Atribuir esos resultados macroeconómicos al viento de cola del exterior, por los buenos precios históricos de las materias primas, evidencia la pobre capacidad de comprensión del actual proceso. Esa lectura ya era limitada en 2003 y 2004, cuando economistas ortodoxos se empeñaban en identificar los altos niveles de crecimiento de entonces como un veranito o el rebote del gato muerto, ahora la repetición del argumento es puro empecinamiento. Desde las usinas más consultadas por los medios masivos se insiste en negar una evaluación ajustada de lo que ha ocurrido estos años, tal vez porque un reconocimiento explícito de las acciones de política económica llevadas a cabo desde el Estado derrumbaría más de una de las muletillas que repitieron y repiten: no hay seguridad jurídica para la inversión, el clima de negocios no es el apropiado, el país no es confiable en el exterior, el modelo no es sustentable, o más en boga, la inflación es consecuencia de la emisión, el gasto público y las presiones salariales. También se dice que el Gobierno desaprovechó una oportunidad histórica con su estrategia y que si hubiera dispensado un trato más ventajoso al sector privado el crecimiento habría sido superior. Es decir, lo que se hace no alcanza.

Lo que habría que hacer, siguiendo esa lógica, es aplicar una política monetaria contractiva, un ajuste de las erogaciones del Estado y llamar a los sindicatos a bajar las pretensiones salariales o, mejor, desactivar la convocatoria a paritarias y al Consejo del Salario Mínimo. También habría que terminar con el uso de reservas del Banco Central para cancelar deuda y utilizar fondos del Presupuesto para tal fin o bien volver a endeudar al Estado en los mercados voluntarios. Como todas esas medidas tenderían a deprimir el crecimiento, golpearían sobre el mercado interno y acabarían con varios booms, para compensarlo debería producirse una explosión de la inversión orientada a generar saldos exportables más voluminosos que los actuales. Si eso funcionara, y en términos macroeconómicos las tasas de crecimiento se mantuvieran igual que ahora o fueran superiores, lo que esas recomendaciones no terminan de explicar es cómo harían para revertir las nefastas consecuencias sobre la distribución del ingreso y la apropiación de rentas extraordinarias por una minoría.

Hoy parece ciencia ficción una imposición de las recetas de la ortodoxia. Porque lo que se afianzó es un modelo orientado a la producción, al mercado interno, con un tipo de cambio competitivo y, sobre todo, con una intervención cada vez más decidida del Estado en la economía, con una preeminencia de la política sobre visiones tecnócratas.

En lo que va del verano se pudo observar una profundización del Gobierno en esa línea, a través de la reedición del Fondo del Desendeudamiento con reservas del Banco Central, el aumento del 17,3 por ciento para las jubilaciones, la aplicación de la Ley de Abastecimiento para retrotraer aumentos de precios de Shell, Techint y Cablevisión, el avance todavía tímido de creación de canales alternativos de venta masiva de productos de la canasta básica con nuevos mercados concentradores y el programa milanesas para todos, la incorporación de doscientos nuevos productos al sistema de licencias no automáticas de importación para resguardar la producción nacional, la canasta de artículos escolares y, si se quiere, los resarcimientos a usuarios de Edesur, Edenor y Edelap por los cortes de energía del verano.

La industria, el sector rural, los servicios, las actividades ligadas al consumo, la construcción, la inversión y las exportaciones registraron en 2010 mejoras significativas, en la mayoría de los casos recuperando no sólo las pérdidas de 2009, sino superando los máximos históricos anteriores, registrados de 2008. A nivel macro, el Gobierno sigue demostrando que encontró la fórmula, que, como todo, siempre deberá mejorar para encontrar soluciones a los múltiples desafíos todavía pendientes.

La fórmula


Por David Cufré


Después de caer 10,9 por ciento en 2002, la economía argentina encadenó subas del 8,8 por ciento en 2003, 9,0 en 2004, 9,2 en 2005, 8,5 en 2006, 8,7 en 2007 y 7,0 en 2008. En 2009 la expansión del PIB medida por el Indec fue del 0,9 por ciento, mientras que consultoras privadas arriesgaron caídas de entre uno y dos por ciento, igualmente moderadas si se toma en cuenta que a nivel internacional se producía la crisis más aguda en décadas. El instituto de estadísticas presentó ayer el dato preliminar de crecimiento de 2010. Fue del 9,1 por ciento, luego de cerrar el año con un alza del 9,4 por ciento en diciembre en comparación con igual mes de 2009 y del 1,1 en relación con noviembre. El arranque de 2011 confirmó la continuidad de esa tendencia, con varios booms durante el verano, como el movimiento turístico, las ventas de autos, el crecimiento industrial y las exportaciones. La proyección para el año es que el PIB volverá a escalar a tasas chinas, aunque a esta altura ya se puede hablar de tasas argentinas. No hay otro período histórico del país con tantos indicadores en positivo al mismo tiempo, más allá de todas las carencias e inequidades por abordar y de los reparos que puedan merecer las cifras del Indec.

Atribuir esos resultados macroeconómicos al viento de cola del exterior, por los buenos precios históricos de las materias primas, evidencia la pobre capacidad de comprensión del actual proceso. Esa lectura ya era limitada en 2003 y 2004, cuando economistas ortodoxos se empeñaban en identificar los altos niveles de crecimiento de entonces como un veranito o el rebote del gato muerto, ahora la repetición del argumento es puro empecinamiento. Desde las usinas más consultadas por los medios masivos se insiste en negar una evaluación ajustada de lo que ha ocurrido estos años, tal vez porque un reconocimiento explícito de las acciones de política económica llevadas a cabo desde el Estado derrumbaría más de una de las muletillas que repitieron y repiten: no hay seguridad jurídica para la inversión, el clima de negocios no es el apropiado, el país no es confiable en el exterior, el modelo no es sustentable, o más en boga, la inflación es consecuencia de la emisión, el gasto público y las presiones salariales. También se dice que el Gobierno desaprovechó una oportunidad histórica con su estrategia y que si hubiera dispensado un trato más ventajoso al sector privado el crecimiento habría sido superior. Es decir, lo que se hace no alcanza.

Lo que habría que hacer, siguiendo esa lógica, es aplicar una política monetaria contractiva, un ajuste de las erogaciones del Estado y llamar a los sindicatos a bajar las pretensiones salariales o, mejor, desactivar la convocatoria a paritarias y al Consejo del Salario Mínimo. También habría que terminar con el uso de reservas del Banco Central para cancelar deuda y utilizar fondos del Presupuesto para tal fin o bien volver a endeudar al Estado en los mercados voluntarios. Como todas esas medidas tenderían a deprimir el crecimiento, golpearían sobre el mercado interno y acabarían con varios booms, para compensarlo debería producirse una explosión de la inversión orientada a generar saldos exportables más voluminosos que los actuales. Si eso funcionara, y en términos macroeconómicos las tasas de crecimiento se mantuvieran igual que ahora o fueran superiores, lo que esas recomendaciones no terminan de explicar es cómo harían para revertir las nefastas consecuencias sobre la distribución del ingreso y la apropiación de rentas extraordinarias por una minoría.

Hoy parece ciencia ficción una imposición de las recetas de la ortodoxia. Porque lo que se afianzó es un modelo orientado a la producción, al mercado interno, con un tipo de cambio competitivo y, sobre todo, con una intervención cada vez más decidida del Estado en la economía, con una preeminencia de la política sobre visiones tecnócratas.

En lo que va del verano se pudo observar una profundización del Gobierno en esa línea, a través de la reedición del Fondo del Desendeudamiento con reservas del Banco Central, el aumento del 17,3 por ciento para las jubilaciones, la aplicación de la Ley de Abastecimiento para retrotraer aumentos de precios de Shell, Techint y Cablevisión, el avance todavía tímido de creación de canales alternativos de venta masiva de productos de la canasta básica con nuevos mercados concentradores y el programa milanesas para todos, la incorporación de doscientos nuevos productos al sistema de licencias no automáticas de importación para resguardar la producción nacional, la canasta de artículos escolares y, si se quiere, los resarcimientos a usuarios de Edesur, Edenor y Edelap por los cortes de energía del verano.

La industria, el sector rural, los servicios, las actividades ligadas al consumo, la construcción, la inversión y las exportaciones registraron en 2010 mejoras significativas, en la mayoría de los casos recuperando no sólo las pérdidas de 2009, sino superando los máximos históricos anteriores, registrados de 2008. A nivel macro, el Gobierno sigue demostrando que encontró la fórmula, que, como todo, siempre deberá mejorar para encontrar soluciones a los múltiples desafíos todavía pendientes.

Miami-adictos

Por Luis Bruschtein


Estos son los dos estereotipos de latinoamericano que los norteamericanos proyectan:el inmigrante pobre al que rechazan y el latino al que apadrinan por su servilismo y su falta de sentido nacional propio. El miami-adicto desprecia a su propio país, al que compara todo el tiempo con los Estados Unidos, y quisiera nacer otra vez como norteamericano. De la misma manera, menosprecian a cualquier gobierno de sus países que no exprese el mismo deslumbramiento que ellos sienten por los Estados Unidos. Todo lo que pasa en sus países les parece ridículo, producto de la ignorancia, de la falta de apego al trabajo o de la falta de educación. Algunos son tan elementales que escriben libros con pretensiones periodísticas o sociológicas con esa mirada.

Cuando la carga del avión de la Fuerza Aérea norteamericana fue retenida en Ezeiza la semana pasada, una parte del país pareció actuar como Miami-adicto y razonar con esas pautas. Como lo que piensan las personas en general no tiene difusión, esa categoría (una parte del país) abarca en realidad sólo a los grandes medios y algunos de sus periodistas, y a los políticos de la oposición. En Argentina, los Miami-adictos son una minoría que se siente superior al resto. Juzga que por vacacionar en Miami ha sido tocada por el aura del amo, frente a las mayorías que son despreciadas ya se sabe por qué.

Por su nivel socio-económico y sus intereses culturales, muchos de los Miami-adictos son lectores de La Nación, que fue el diario que difundió la primicia del avión norteamericano detenido en Ezeiza con una nota corta publicada en su edición del viernes pasado, y otra más completa el sábado, en las que daba cuenta del episodio en sintonía con la visión norteamericana de lo sucedido. La versión que transmitió La Nación dejaba muchos interrogantes abiertos que provocaban la curiosidad periodística. El domingo, en el artículo de tapa de Página/12, Horacio Verbitsky dio otra versión de los hechos, que finalmente fue la que se confirmó, porque el famoso listado de artículos que debían entrar a la Argentina no coincidía con los que traía el avión.

Pero lo más extraño del asunto es que periodistas que trabajan en los grandes medios calificaron de “prensa adicta” a Página/12 por publicar información que ellos también tendrían que haber conseguido y no lo hicieron. Fue más periodístico buscar esa información y publicarla, como hizo Página/12, que desjerarquizarla porque no se ajustaba a sus versiones, como hicieron ellos. Y lo más sorprendente de todo es que algunos periodistas “famosos” que usaron esa fórmula para calificar a Página/12 lo hicieron desde La Nación, que a partir de entonces publicó sin chistar ni cotejar las versiones que provenían, a todas luces, desde las posiciones estadounidenses. Habría que ver entonces a quién sería “adicta” La Nación o esos periodistas.

Sin aprender de los tropezones, la mayoría de la oposición aceptó nuevamente que los grandes medios le impusieran la agenda. Con la excepción de Ricardo Alfonsín, que aclaró que sin estar en conocimiento de los hechos, en cualquier caso, en territorio nacional, los Estados Unidos debían cumplir las leyes argentinas, todos los demás siguieron el libreto granmediático Miami-adicto. Se preocuparon por los intereses norteamericanos y cuestionaron duramente la decisión aduanera. Los grandes medios sobreactuaron la defensa de los intereses norteamericanos y acusaron al gobierno nacional de haber desatado una grave crisis con la potencia del Norte. Y los políticos de la oposición, encabezados por el Peronismo Federal, por el macrismo y el radical Ernesto Sanz, movieron la boca para decir lo mismo, como reviviendo las viejas épocas de las “relaciones carnales”. En todo caso, es previsible lo que harían si alguna vez llegan a la Casa Rosada.

Cuando fue evidente que el Departamento de Estado de los Estados Unidos no quería convertir el incidente en una crisis grave entre los dos países y le bajó el tono a la discusión, los grandes medios que habían sobreactuado el enojo norteamericano dijeron entonces que era el Gobierno el que había sobreactuado su posición. Fue una voltereta en el aire que también obligó a sus seguidores de la oposición a cambiar: de pronosticar hecatombes pasaron a acusar “sobreactuación”, un cargo muchísimo menos atractivo para la campaña electoral.

Los dos campos.

Por Ricardo Forster
Las imágenes son elocuentes y dolorosas como si estuviéramos retrocediendo en el tiempo y regresáramos hacia aquellas épocas en las que el trabajo esclavo era el modo predominante de la acumulación del capital. Hombres de distintas edades, incluyendo niños y adolescentes, apilados en casuchas miserables e improvisadas en las que el baño es un objeto de lujo inconmensurable para quienes son tratados peor que animales. Mucho peor, porque en el “campo” a los animales se los cuida, se los atiende y se los alimenta. Siempre hay un veterinario a mano para garantizar su salud. Son un bien preciado y precioso que merece todas las atenciones del patrón. Y ni que hablar de los caballos, animal mítico del hombre de campo, su amigo a quien le dedica una porción no menor de sus afectos.

Los peones, así, con ese nombre de eternos subalternos, como piezas de un ajedrez en el que cuentan poco y son sacrificables, se apiñan en esos trailers herrumbrados o, peor todavía, improvisan con palos y plásticos carpas inverosímiles en donde esparcen sus colchones y sus pocas pertenencias. Vienen de las zonas más pobres y arruinadas del interior. La mayoría son santiagueños, hijos de una tierra yerma, sobreexplotada en otros tiempos por La Forestal que se llevó todo el quebracho hasta dejar, donde antes había bosques nativos y selvas impenetrables, un desierto, un mundo sin esperanzas y sin trabajo que ha convertido a sus habitantes en eternos migrantes. Hoy la ampliación de la frontera sojera los sigue expulsando quitándoles, incluso, esa tierra árida que, al menos, les pertenecía pero que ahora les ha sido rapiñada por la avidez de los poderosos.

Desamparados de dignidad y de oportunidades han tenido que salir de la miseria conocida y sin horizontes para entrar en otras zonas de oscura explotación. Sin derechos y sin siquiera saber a dónde los llevan ni por cuánto tiempo. Un viaje hacia un pasado que es presente, allí donde se reproducen las antiguas formas de la explotación y la esclavitud. Un viaje hacia la pampa próspera, hacia la soja exuberante, el oro verde de este tiempo argentino en el que, una vez más, el “campo” derrama sobre todos nosotros su riqueza y su generosidad. No hay, no puede haber lugar para otro relato que no sea el de la infinita prodigalidad de la tierra y de su gente. Claro que, a veces, el diablo mete la cola y las imágenes insospechadas, de esas que no podíamos imaginar, se colaron entre nosotros para ofrecernos el otro rostro, oculto, del “campo”.


En estos días veraniegos en los que millones de argentinos se desplazan por todo el país buscando su lugar de vacaciones, nos encontramos con otra radiografía que nos ofrece una imagen tremenda, impensada de acuerdo a lo que nos contaron, obsesiva y meticulosamente, los grandes medios de comunicación durante el 2008, del “campo argentino”, de ese mundo parecido a una gran familia Ingalls en la que ricos y pobres se unían para enfrentar la expoliación del gobierno nacional. Un mundo bucólico, de gente trabajadora, de gringos honestos con las manos duras y callosas. De patrones que hacen asados con sus peones, que apadrinan a los hijos e hijas y que se ocupan de garantizarles una vida digna, con cura y escuela, con festivales de doma y carreras de sortijas, con bailes y desfiles tradicionalistas. Porque, eso nos enseñaron desde nuestra más tierna infancia (quién no recuerda los libros de texto con sus cuadros de la riqueza que viene del campo, sus vaquitas y sus trigales), la verdadera patria queda en el interior, en la pampa húmeda, en esas tierras pródigas de las que vivimos, desde siempre, los argentinos.

El campo como reservorio moral frente a la ciudad siempre sospechosa de ser portadora de todos los vicios (el peor de todos es, claro, el de reclamarles a los “honestos dueños de la tierra” que paguen impuestos o que acepten entregar bajo la forma de retenciones una parte de su renta extraordinaria desarrollada sobre un bien de todos los argentinos; ¡ni que hablar de los derechos de los trabajadores rurales ni de la abrumadora cifra de peones en negro trabajando de sol a sol!). La honestidad se dibuja bajo los contornos de los habitantes de las estancias, allí surge la hermandad del patrón y de “sus” trabajadores (que más que anónimos trabajadores de ciudad fabril, son parte del inventario, rostros conocidos desde siempre, amigos, compañeros de juego en los días de la infancia o de mateadas en el final de las jornadas laboriosas). Ese fue el relato que la corporación mediática cinceló con prodigalidad y astucia, aprovechando lo que se guarda en la memoria colectiva pergeñada desde la escuela primaria. El “campo” como el paradigma de la virtud, como la tierra soñada en la que “los buenos viejos tiempos” se perpetúan mientras en las ciudades pulula el crimen, la deshonestidad, la pérdida de las tradiciones, etcétera, etcétera. Imágenes de la comunidad idílica contrapuestas a un gobierno “oscuro y saqueador del trabajo ajeno”, preocupado, fundamentalmente, de engrosar “la caja”. Virtud versus corrupción.

El escándalo de San Pedro y de Ramallo, las imágenes de los peones santiagueños hacinados en casuchas miserables, las fabulosas tasas de rentabilidad de Nidera y de otras empresas agrocerealeras, la impunidad con la que se mueven los dueños de las estancias y las mil formas de la degradación a las que someten a los trabajadores golondrina, la eternización del trabajo en negro, la falta absoluta de derechos, los viejos y terribles vales intercambiables por comida cobrada como si estuvieran en el más lujoso de los restaurantes parisinos, salarios recortados hasta la extenuación, multas por abandonar el lugar de explotación, jornadas interminables sin días de descanso, viajes a destinos inciertos... y la lista puede engrosarse sin dificultades en este relevamiento de la iniquidad y la injusticia que permanecen invisibles para el poder mediático.


Para muchos buenos ciudadanos, de esos que se desgarraban las vestiduras ante el “atropello gubernamental” contra “la gente del campo”, las escenas de la explotación y la humillación de cientos de peones no puede estar sucediendo en la pampa húmeda, en la famosa zona núcleo que guarda, eso siguen pensando, las riquezas del país. Hasta el benemérito edecán de la prensa gráfica, La Nación, salió con un editorial a cuestionar la visión “ideologizada” con la que se describía lo que estaba sucediendo en San Pedro (apenas un nombre multiplicado por cientos en todo el país). De nuevo la mentira perversa de los demagogos populistas que mientras “se roban la riqueza de los argentinos de bien” se dedican a esparcir las semillas de la cizaña en el bucólico campo de la patria. Mientras tanto, y una vez más, lo que vuelve a quedar en evidencia es lo que busca ocultar el relato de la corporación mediática, en este caso, la existencia de ese otro campo invisible y ausente, de esa otra realidad que nos muestra la continuidad salvaje de la explotación y de la delincuencia moral y material de los eternos reclamantes de mano dura, de seriedad jurídica y de transparencia institucional. Lo único que reservan para los trabajadores agrícolas es la primera de esas exigencias.

El “campo” tenía dentro su alter ego, esa parte de sí mismo prolijamente ocultada, esa zona de la vergüenza que, por un cierto azar, quedó al descubierto. Su otro rostro desde siempre velado por el relato dominante, ese mismo que se ocupó, con un enorme éxito, de convencer a millones de compatriotas, en especial aquellos que sólo ven el “campo” cuando salen a las rutas, que tranqueras adentro se guarda la ética del trabajo y los lenguajes de la solidaridad y la tradición. De la noche a la mañana, pero amparados en las profundas transformaciones cultural-simbólicas de los años ’90, los grandes medios de comunicación, aliados estratégicos de los dueños de la tierra, derramaron sobre una sociedad anestesiada y desmemoriada, la imagen de un “campo” atropellado y saqueado por el monstruo estatal. La disputa alrededor de la 125 permitió hacer invisible la historia de la miseria, la expoliación, el maltrato y la explotación transmutándola por esa fotografía de familias trabajadoras unidas en pos de la defensa de sus formas de vida y de sus infatigables esfuerzos amenazados por la siniestra “caja” de los Kirchner.

No hubo cámaras que pudieran penetrar en el interior de esas estancias arquetípicas y fecundadoras de la riqueza nacional; no hubo periodistas que preguntaran por el trabajo en negro o por la evasión impositiva o que simplemente indagaran por los ingresos reales de esos virtuosos “campesinos” (recuerdo, estimado lector, que el inefable Morales Solá llamó de esa manera a Biolcati, lechero dueño de miles de hectáreas y presidente de la Sociedad Rural). Claro que no todo el “campo” actúa como los gerenciadores de Nidera en San Pedro, los terratenientes de Santiago del Estero que les quitan sus tierras a las comunidades de pequeños productores para ampliar la frontera sojera o los dueños del establecimiento de Ramallo en el que también se reprodujeron las condiciones de esclavitud descubiertas en los campos de Nidera. El campo es diverso (lo contrario a lo que obsesivamente nos mostraron durante todo el 2008) y tiene en su interior los restos de una solidaridad siempre amenazada por aquellos que, desde el fondo de la historia, han fundado su enriquecimiento en las formas más viles de la explotación. Por eso nunca está de más recordar una enseñanza de la historia: ningún derecho ni ninguna conquista democrática fueron el resultado de un gesto dadivoso de los poderes económicos; mientras pudieron mantuvieron las formas más abyectas del sometimiento y la explotación. El camino hacia una sociedad con derechos sociales y políticos fue, desde tiempo inmemorial, el resultado de la lucha de los oprimidos, una conquista ganada con sudor, sacrificios e inmensos dolores. Cada vez que pueden, los dominadores de ayer y de hoy, los Nidera de todos los tiempos, buscan destruir lo duramente conseguido. Impedirlo y, a la vez, ampliar los derechos y volver más justa la sociedad, sigue siendo la gran tarea democrática de nuestros días, el norte de todo proyecto genuino de transformación.

Revista Veintitres

Foro en defensa del Proyecto Nacional y Popular

El Secretario General de la Presidencia, Oscar Parrilli, fue el invitado especial del primer Foro en Defensa del Proyecto Nacional y Popular, que contó con más de 250 militantes.