Por Ricardo Forster
Las imágenes son elocuentes y dolorosas como si estuviéramos retrocediendo en el tiempo y regresáramos hacia aquellas épocas en las que el trabajo esclavo era el modo predominante de la acumulación del capital. Hombres de distintas edades, incluyendo niños y adolescentes, apilados en casuchas miserables e improvisadas en las que el baño es un objeto de lujo inconmensurable para quienes son tratados peor que animales. Mucho peor, porque en el “campo” a los animales se los cuida, se los atiende y se los alimenta. Siempre hay un veterinario a mano para garantizar su salud. Son un bien preciado y precioso que merece todas las atenciones del patrón. Y ni que hablar de los caballos, animal mítico del hombre de campo, su amigo a quien le dedica una porción no menor de sus afectos.
Los peones, así, con ese nombre de eternos subalternos, como piezas de un ajedrez en el que cuentan poco y son sacrificables, se apiñan en esos trailers herrumbrados o, peor todavía, improvisan con palos y plásticos carpas inverosímiles en donde esparcen sus colchones y sus pocas pertenencias. Vienen de las zonas más pobres y arruinadas del interior. La mayoría son santiagueños, hijos de una tierra yerma, sobreexplotada en otros tiempos por La Forestal que se llevó todo el quebracho hasta dejar, donde antes había bosques nativos y selvas impenetrables, un desierto, un mundo sin esperanzas y sin trabajo que ha convertido a sus habitantes en eternos migrantes. Hoy la ampliación de la frontera sojera los sigue expulsando quitándoles, incluso, esa tierra árida que, al menos, les pertenecía pero que ahora les ha sido rapiñada por la avidez de los poderosos.
Desamparados de dignidad y de oportunidades han tenido que salir de la miseria conocida y sin horizontes para entrar en otras zonas de oscura explotación. Sin derechos y sin siquiera saber a dónde los llevan ni por cuánto tiempo. Un viaje hacia un pasado que es presente, allí donde se reproducen las antiguas formas de la explotación y la esclavitud. Un viaje hacia la pampa próspera, hacia la soja exuberante, el oro verde de este tiempo argentino en el que, una vez más, el “campo” derrama sobre todos nosotros su riqueza y su generosidad. No hay, no puede haber lugar para otro relato que no sea el de la infinita prodigalidad de la tierra y de su gente. Claro que, a veces, el diablo mete la cola y las imágenes insospechadas, de esas que no podíamos imaginar, se colaron entre nosotros para ofrecernos el otro rostro, oculto, del “campo”.
En estos días veraniegos en los que millones de argentinos se desplazan por todo el país buscando su lugar de vacaciones, nos encontramos con otra radiografía que nos ofrece una imagen tremenda, impensada de acuerdo a lo que nos contaron, obsesiva y meticulosamente, los grandes medios de comunicación durante el 2008, del “campo argentino”, de ese mundo parecido a una gran familia Ingalls en la que ricos y pobres se unían para enfrentar la expoliación del gobierno nacional. Un mundo bucólico, de gente trabajadora, de gringos honestos con las manos duras y callosas. De patrones que hacen asados con sus peones, que apadrinan a los hijos e hijas y que se ocupan de garantizarles una vida digna, con cura y escuela, con festivales de doma y carreras de sortijas, con bailes y desfiles tradicionalistas. Porque, eso nos enseñaron desde nuestra más tierna infancia (quién no recuerda los libros de texto con sus cuadros de la riqueza que viene del campo, sus vaquitas y sus trigales), la verdadera patria queda en el interior, en la pampa húmeda, en esas tierras pródigas de las que vivimos, desde siempre, los argentinos.
El campo como reservorio moral frente a la ciudad siempre sospechosa de ser portadora de todos los vicios (el peor de todos es, claro, el de reclamarles a los “honestos dueños de la tierra” que paguen impuestos o que acepten entregar bajo la forma de retenciones una parte de su renta extraordinaria desarrollada sobre un bien de todos los argentinos; ¡ni que hablar de los derechos de los trabajadores rurales ni de la abrumadora cifra de peones en negro trabajando de sol a sol!). La honestidad se dibuja bajo los contornos de los habitantes de las estancias, allí surge la hermandad del patrón y de “sus” trabajadores (que más que anónimos trabajadores de ciudad fabril, son parte del inventario, rostros conocidos desde siempre, amigos, compañeros de juego en los días de la infancia o de mateadas en el final de las jornadas laboriosas). Ese fue el relato que la corporación mediática cinceló con prodigalidad y astucia, aprovechando lo que se guarda en la memoria colectiva pergeñada desde la escuela primaria. El “campo” como el paradigma de la virtud, como la tierra soñada en la que “los buenos viejos tiempos” se perpetúan mientras en las ciudades pulula el crimen, la deshonestidad, la pérdida de las tradiciones, etcétera, etcétera. Imágenes de la comunidad idílica contrapuestas a un gobierno “oscuro y saqueador del trabajo ajeno”, preocupado, fundamentalmente, de engrosar “la caja”. Virtud versus corrupción.
El escándalo de San Pedro y de Ramallo, las imágenes de los peones santiagueños hacinados en casuchas miserables, las fabulosas tasas de rentabilidad de Nidera y de otras empresas agrocerealeras, la impunidad con la que se mueven los dueños de las estancias y las mil formas de la degradación a las que someten a los trabajadores golondrina, la eternización del trabajo en negro, la falta absoluta de derechos, los viejos y terribles vales intercambiables por comida cobrada como si estuvieran en el más lujoso de los restaurantes parisinos, salarios recortados hasta la extenuación, multas por abandonar el lugar de explotación, jornadas interminables sin días de descanso, viajes a destinos inciertos... y la lista puede engrosarse sin dificultades en este relevamiento de la iniquidad y la injusticia que permanecen invisibles para el poder mediático.
Para muchos buenos ciudadanos, de esos que se desgarraban las vestiduras ante el “atropello gubernamental” contra “la gente del campo”, las escenas de la explotación y la humillación de cientos de peones no puede estar sucediendo en la pampa húmeda, en la famosa zona núcleo que guarda, eso siguen pensando, las riquezas del país. Hasta el benemérito edecán de la prensa gráfica, La Nación, salió con un editorial a cuestionar la visión “ideologizada” con la que se describía lo que estaba sucediendo en San Pedro (apenas un nombre multiplicado por cientos en todo el país). De nuevo la mentira perversa de los demagogos populistas que mientras “se roban la riqueza de los argentinos de bien” se dedican a esparcir las semillas de la cizaña en el bucólico campo de la patria. Mientras tanto, y una vez más, lo que vuelve a quedar en evidencia es lo que busca ocultar el relato de la corporación mediática, en este caso, la existencia de ese otro campo invisible y ausente, de esa otra realidad que nos muestra la continuidad salvaje de la explotación y de la delincuencia moral y material de los eternos reclamantes de mano dura, de seriedad jurídica y de transparencia institucional. Lo único que reservan para los trabajadores agrícolas es la primera de esas exigencias.
El “campo” tenía dentro su alter ego, esa parte de sí mismo prolijamente ocultada, esa zona de la vergüenza que, por un cierto azar, quedó al descubierto. Su otro rostro desde siempre velado por el relato dominante, ese mismo que se ocupó, con un enorme éxito, de convencer a millones de compatriotas, en especial aquellos que sólo ven el “campo” cuando salen a las rutas, que tranqueras adentro se guarda la ética del trabajo y los lenguajes de la solidaridad y la tradición. De la noche a la mañana, pero amparados en las profundas transformaciones cultural-simbólicas de los años ’90, los grandes medios de comunicación, aliados estratégicos de los dueños de la tierra, derramaron sobre una sociedad anestesiada y desmemoriada, la imagen de un “campo” atropellado y saqueado por el monstruo estatal. La disputa alrededor de la 125 permitió hacer invisible la historia de la miseria, la expoliación, el maltrato y la explotación transmutándola por esa fotografía de familias trabajadoras unidas en pos de la defensa de sus formas de vida y de sus infatigables esfuerzos amenazados por la siniestra “caja” de los Kirchner.
No hubo cámaras que pudieran penetrar en el interior de esas estancias arquetípicas y fecundadoras de la riqueza nacional; no hubo periodistas que preguntaran por el trabajo en negro o por la evasión impositiva o que simplemente indagaran por los ingresos reales de esos virtuosos “campesinos” (recuerdo, estimado lector, que el inefable Morales Solá llamó de esa manera a Biolcati, lechero dueño de miles de hectáreas y presidente de la Sociedad Rural). Claro que no todo el “campo” actúa como los gerenciadores de Nidera en San Pedro, los terratenientes de Santiago del Estero que les quitan sus tierras a las comunidades de pequeños productores para ampliar la frontera sojera o los dueños del establecimiento de Ramallo en el que también se reprodujeron las condiciones de esclavitud descubiertas en los campos de Nidera. El campo es diverso (lo contrario a lo que obsesivamente nos mostraron durante todo el 2008) y tiene en su interior los restos de una solidaridad siempre amenazada por aquellos que, desde el fondo de la historia, han fundado su enriquecimiento en las formas más viles de la explotación. Por eso nunca está de más recordar una enseñanza de la historia: ningún derecho ni ninguna conquista democrática fueron el resultado de un gesto dadivoso de los poderes económicos; mientras pudieron mantuvieron las formas más abyectas del sometimiento y la explotación. El camino hacia una sociedad con derechos sociales y políticos fue, desde tiempo inmemorial, el resultado de la lucha de los oprimidos, una conquista ganada con sudor, sacrificios e inmensos dolores. Cada vez que pueden, los dominadores de ayer y de hoy, los Nidera de todos los tiempos, buscan destruir lo duramente conseguido. Impedirlo y, a la vez, ampliar los derechos y volver más justa la sociedad, sigue siendo la gran tarea democrática de nuestros días, el norte de todo proyecto genuino de transformación.
Revista Veintitres
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