El escribidor, la civilización y la barbarie


Ricardo Foster

Bienvenido un tiempo argentino en el que regresa la polémica y en el que nuevamente se pueden debatir cuestiones más que significativas. Es una muestra más de un cambio profundo de paradigma respecto de la década de los ’90 en la que reinaba el consensualismo vacío, el fin de la política y la muerte de las ideologías mientras la escena del mundo quedaba bajo la lógica neoliberal. En la Argentina actual todo está en discusión y, claro, cómo no lo iba a estar la ardua relación entre literatura y política sabiendo, como sabemos, que en ese vínculo siempre complejo se fueron tejiendo momentos claves y decisivos de nuestra imagen como sociedad.

La literatura y la política, el arte y la política han sido, desde siempre, parejas difíciles y contradictorias. Difíciles porque la genialidad creadora no siempre, o muy pocas veces, viene de la mano con la virtud democrática o la nobleza de ideas. Difíciles también porque aquellos que se introducen en el laberinto complejo de las vicisitudes humanas no se detienen en las aduanas morales que, casi siempre, están reñidas con la libertad creadora. Imaginar que una obra de arte debe hacer coincidir las buenas intenciones con la potencia narrativa es comprender muy poco de lo que el arte, en sus múltiples formas y prácticas, ha sido desde la lejanía de sus orígenes. Es imaginar con torpeza que se puede maniatar la experimentación estética, el riesgo poético o el misterio del impulso creador y someterlo a una suerte de policía de lo que está bien o mal de acuerdo a las reglas morales socialmente aceptadas. La gran obra de arte subvierte, siempre, las prohibiciones políticas, religiosas o mercantiles para dejarse llevar por su propia lógica. La lista de artistas o escritores incorrectos política o moralmente es tan larga que si quisiéramos expulsarlos del Parnaso estético literalmente nos quedaríamos con un puñadito de nombres que no necesariamente serían los mejores.

¿Alguien puede dudar del genio de Richard Wagner? Y sin embargo su antisemitismo feroz lo llevó a decir cosas horribles aunque no le impidió rodearse del mecenazgo judío ni de reconocer que fueron músicos judíos y críticos judíos los que mejor supieron valorar su obra. Es conocida la sentencia de Thomas Mann respecto de Fedor Dostoievski: “Y qué si fue un pervertidor de menores, eso en qué disminuye la grandiosidad de su obra”. ¿Y qué escribir de Celine, una de las plumas más intensas de la literatura francesa del siglo veinte, colaboracionista nazi y antisemita patológico? ¿Acaso la potencia y la belleza de Carmina Burana disminuyen porque su autor fue muy bien acogido por las huestes hitlerianas? ¿Y qué hacer con Ezra Pound compañero de ruta del fascismo italiano? ¿Y entre nosotros que decir de Jorge Luis Borges y sus horribles declaraciones políticas sobre la dictadura de Pinochet? ¿Deja de ser un libro memorable por su belleza literaria y los desafíos intelectuales que suscita el Facundo por las opiniones que Sarmiento vertió sobre los indios o sobre el propio Quiroga? ¿Y qué hacemos, los filósofos, con Martin Heidegger? ¿Y los plásticos con Salvador Dalí?

El arte, el verdadero, está muchas veces reñido con las exigencias de la virtud, sean estas de izquierda o de derecha (la triste historia del realismo socialista impulsado por el estalinismo está llena de escritores “de izquierda” que intentaron producir una literatura edificante y de propaganda de la que ya nadie recuerda una sola línea y que en muchos casos incluso sirvieron para perseguir a escritores intransigentes con la opresión). ¿Fue mejor escritor Manuel Scorza que Mario Vargas Llosa porque el primero siempre fue fiel a sus convicciones políticas mientras que el segundo abandonó su etapa de izquierdista para convertirse en un ideólogo de la derecha neoliberal? ¿Hay que abominar de la novelística de Cabrera Infante porque rompió con Fidel? ¿Esa comparación es posible desde una perspectiva literaria? ¿Y qué hacemos con Lugones, simplemente lo expulsamos del canon de los grandes poetas argentinos por su giro fascista?

¿Es posible acaso juzgar una obra por las inclinaciones políticas del autor? Reconozco que esta pregunta tiene sus complejidades y sus zonas abismales, que la contemporaneidad de un escritor, sus ideas, el modo como las expresa y su vasta influencia en el público no vuelven sencilla una respuesta unívoca. Pero establecer un canon a partir de lo que cada quien valora en términos ideológicos constituye un gigantesco problema y una dudosa alternativa a la hora de juzgar lo que es o no una obra de arte.

Esta larga introducción, como el lector imaginará, tiene que ver con la polémica que se suscitó entre nosotros a partir de la decisión de las autoridades de la Feria del Libro de invitar a Mario Vargas Llosa, último Premio Nobel de Literatura, para que diese la conferencia inaugural de este año conociendo, como no podían dejar de conocerlas, las posiciones políticas y las groseras descalificaciones que viene sosteniendo el escritor peruano en relación a una parte importante de la sociedad argentina, a su cultura política y a su gobierno. De ahí que lo que debiera discutirse no es la calidad estética de la obra de Vargas Llosa (esa es otra discusión, apasionante, que tendrá diversos puntos de vista como suele ocurrir con los gustos en materia de creación artística) sino el contenido de esa decisión de quienes sí mezclan sin prejuicios literatura y política y que después se hacen los sorprendidos ante las reacciones que generan.

De la misma manera que no debe reducirse la obra del autor de Conversación en la catedral a sus actuales posicionamientos políticos, tampoco se puede hacer abstracción de la intensa militancia que viene desplegando en los últimos años en contra de aquellos procesos democráticos populares latinoamericanos que no se adecuan a su visión ideológica. Es absurdo aceptar que Vargas Llosa pasará en punta de pies por una escena, como la Argentina, que ha sido blanco de sus diatribas y de su beligerancia muy poco tolerantes hacia los que piensan diferente. Vargas Llosa es, además de un gran novelista que parece haber renunciado al riesgo de la experimentación estética a cambio de las exigencias del mercado editorial y de los lectores de fácil digestión, un hombre político (que incluso quiso ser presidente del Perú y fracasó en el intento) que pertenece a una serie de organizaciones y fundaciones de una derecha neoliberal muy belicosa que tiene como uno de sus principales objetivos horadar a esos gobiernos calificados como “populistas”.

Es en esa encrucijada de una extrema y extraña complejidad que se da la desafortunada decisión de las autoridades de la Feria del Libro, no de invitar al último Premio Nobel de Literatura en el marco plural y democrático de la feria, sino de invitarlo para que dé el discurso inaugural que, desde que la feria existe, tiene fuertes connotaciones políticas. Pero, y esto es oportuno también decirlo, no se trata de un espacio estatal en el que se desarrollan actividades culturales, sino de una fundación privada que, desde hace muchos años, ha logrado construir una empresa muy rentable y que tiene derecho, en tanto emprendimiento privado, a invitar a quien le parezca para que la inaugure.

Ellos, la mayoría de sus miembros, decidieron invitar a Vargas Llosa porque seguramente no se sienten ajenos a sus posiciones políticas y porque comparten el impacto que pudiera alcanzar su presencia en un año tan especial. Pero en el medio también están los otros motivos, aquellos que le dan relevancia a que sea nada más ni nada menos que el último Premio Nobel de Literatura quien abra la feria. Entre los astutos y los ingenuos se pergeñó una decisión que, insisto, me parece problemática y desafortunada. Mientras tanto, hoy es más importante que nunca garantizar que Vargas Llosa participe activamente de la feria, que dé las conferencias que desee, pero que, como en muchas otras ocasiones, no nos vendan gato por liebre en nombre de la sacrosanta libertad de expresión.

El Vargas Llosa que ha respondido a la carta de Horacio González y a las opiniones de otros hombres y mujeres de la cultura argentina que expresaron su disgusto ante la decisión de las autoridades de la feria, poco y nada tiene que ver con el novelista de Conversación en la catedral o con aquel otro que se introducía con maestría en las entrañas del mesianismo popular en La guerra del fin del mundo, pero menos parece tener que ver con el recientísimo autor de El sueño del celta en el que penetra en las pasiones y las encrucijadas morales del nacionalismo irlandés de la mano de un personaje que supo atravesar la ingenuidad del funcionario del Imperio inglés arropado en los trajes bien cortados de una tradición liberal que no tardaría, a sus ojos, en mostrar sus inmensos horrores. Ese Vargas Llosa prefirió en parte, aunque a una gran distancia estética, retomar algunos de los argumentos de las novelas de Joseph Conrad en las que se revisa con belleza estilística y profundidad de ideas la relación intrínseca entre expansión civilizatoria liberal europea y barbarie. El otro Vargas, el que nos arroja desde su Olimpo inexpugnable de elegido por los dioses del mercado y por los ideólogos de las derechas mundiales, sus diatribas y sus frases envenenadas, llenas de desprecio ante los “bárbaros” que sus personajes defendían antaño y vuelven a hacerlo ahora, es alguien que no elude la provocación, que la suele buscar y que se siente a gusto jugando a dos puntas: por un lado se muestra intolerante y belicoso con quienes no piensan como él (su intolerancia suele adquirir los rasgos de una retórica insultante que los argentinos ya hemos conocido) y, por el otro lado, se desgarra las vestiduras del buen liberal cuando alguien osa salir al cruce de su lengua pérfida, esa que ha sabido afincarse entre los malsanos humores de la derecha más reaccionaria.

Lo no menos sorprendente es la flojera intelectual con la que argumenta Vargas su indignación por lo que él define como “censura” de parte de “los intelectuales piqueteros”; sus intentos, a la altura de la farsa, por movilizar argumentos ahuecados e inconsistentes que se organizan alrededor de frases fáciles y consignismos vacíos que, por supuesto, carecen de cualquier posibilidad de revisión crítica de la propia tradición de la que forma parte el inefable escribidor limeño. Para él, como para sus acólitos de estas geografías, el liberalismo se despliega virginal por un mundo infectado de nacionalismos patológicos y de populismos agresivos. Nada de recordar las violencias homicidas que acompañaron la expansión de la economía-mundo del capitalismo ni de hacerse cargo de los oscuros pasadizos que vincularon a los pensadores y políticos del liberalismo clásico con la persistencia de la esclavitud o que fecundaron, en nuestros países, a las peores dictaduras en amable compañía con el Imperio estadounidense. Mucho menos indagar por la destrucción social a gran escala que produjeron entre nosotros las políticas neoliberales. A Vargas, el ideólogo, le preocupa esgrimir la espada flamígera y purificadora contra la hidra populista y, en ese combate en el que se siente un cruzado, valen todas las argucias, incluso aquellas que confunden civilización con barbarie.

Saludable, entonces, que se haya suscitado la polémica aunque algunos medios de comunicación se afanen por reducir todo a una fraseología de rápida y fácil digestión, de esa que suele prepararse para estómagos incapacitados para disfrutar de argumentos bien especiados. Más saludable todavía que haya sido un intelectual-funcionario quien se haya atrevido a subvertir la hipocresía bienpensante y que haya reabierto la discusión alrededor de los vínculos entre el Estado, el ámbito público y las convicciones ideológicas. Qué mejor, por eso, que concluir con una sutil frase de Horacio González: “Donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización”.

14.

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