Por Ricardo Forster
Los sucesos tumultuosos que sacudieron a Egipto, las multitudes que se volcaron –y lo siguen haciendo– a las calles y a la plaza Tarhir para exigir democracia, libertad e igualdad no constituyen una casualidad ni algo que se presenta aislado de lo que viene sucediendo en otras partes del mundo. Lo que está crujiendo en el norte de África, lo que ya volteó al régimen autocrático de Túnez, doblegó a la tiranía de Mubarak en la tierra de las pirámides y se extiende como una llamarada hacia Libia, Bahrein y Marruecos, se relaciona directamente con la crisis económica desatada en el 2008 que sacudió a los principales países del mundo desarrollado poniendo en evidencia el punto de saturación del modelo neoliberal exportado a casi todo el planeta desde mediados de los años ’80, cuando en Estados Unidos y en Europa se inició un proceso de regresión económico social llevado inicialmente adelante por el tándem Reagan-Thatcher y que asumió la forma de una combinación de anticomunismo visceral, neoconservadurismo y liberalización económica generalizada. Era la entrada rutilante al famoso mundo global, a las libertades de mercado y al fin de los proteccionismos y del papel omnisciente del Estado.
El precio que se pagó fue un grado inédito de concentración de la riqueza multiplicado exponencialmente en los países periféricos, además de generar condiciones de desigualdad inéditas en la historia (siempre es bueno recordar que a partir de la década de los ochenta América latina, cada vez más capturada por las políticas de libre mercado y articulada alrededor de gobiernos corruptos y degradadores de la vida democrática, se convirtió en el continente más desigual del planeta, superando incluso al África). En los países árabes la implementación de proyectos neoliberales se hizo en consonancia con la demonización del Islam, la reafirmación de los intereses hegemónicos de los Estados Unidos que se acrecentaron después de la caída de la Unión Soviética y el sostenimiento, por parte de Occidente, de regímenes autoritarios que son, precisamente, los que hoy se ven sacudidos por las rebeliones iniciadas en Túnez y en Egipto pero que amenazan con extenderse a otros países que sufren las mismas restricciones a la libertad y las mismas injusticias sociales (pienso en Marruecos, en Argelia, en Libia, en Bahrein, en Arabia Saudita, Irán, etc.). Lo que sacude al mundo árabe es una profunda crisis estructural que se unió a una extraordinaria demanda de libertad y democracia mostrando, a su vez, la construcción de una política del prejuicio por parte de los países occidentales que condujo, en especial después de los atentados de 2001, a una exponencial demonización de todo una cultura compleja y diversa que abarca a cientos de millones de seres humanos. Lo que también pone en evidencia es el cinismo, la hipocresía y el doble discurso utilizado por las potencias “democráticas” del Primer Mundo, que mientras condenan a Irán, o se inventaron lo de las armas químicas de Saddam Hussein, apoyaron y alimentaron regímenes represivos y antidemocráticos en aquellos países “aliados” como Egipto o Arabia Saudita.
Las multitudes que se manifiestan en el Magreb expresan no sólo la crisis terminal de las autocracias a lo Khadafi sino que, de una manera muy elocuente, muestran la profunda debilidad de un Occidente que sólo habla de democracia (y oculta las opresiones) allí donde sus intereses están bien protegidos por regímenes cómplices. Su interminable propaganda antiislámica condujo a la construcción de un discurso que redujo la complejidad y la vitalidad de las sociedades árabes a la proliferación de masas fanáticas incapaces de pensar por sí mismas y doblegadas ante las retóricas del fundamentalismo islámico. Un cuadro perverso acompañó, desde Estados Unidos y Europa, la perpetuación de regímenes autoritarios y corruptos que eran considerados los únicos garantes ante la amenaza integrista. Bajo otras condiciones ocurrió algo semejante en relación a los palestinos que fueron reducidos a una suerte de terrorismo a lo Hamas cortando, de esa manera, las profundas tradiciones democráticas y seculares que han sido y siguen siendo parte de su historia.
Lo que está sacudiendo al norte de África, lo que está conmoviendo y modificando a sus sociedades tendrá, qué duda cabe, una enorme incidencia en el conflicto israelí-palestino. El ajedrez de las alianzas en el Medio Oriente ha entrado en una nueva y tumultuosa etapa que no ha dejado de confundir y de preocupar inmensamente a los Estados Unidos que ve de qué modo algunos de sus principales aliados están en una zona de inquietantes cambios cuya dirección no es fácil todavía discernir. La palabra “democracia” dice mucho y no dice nada a la hora de encasillar el destino de las rebeliones árabes (seguramente en países europeos con fuerte presencia de migrantes del Magreb –Francia especialmente– habrá que esperar un fuerte impacto). Las luchas por las libertades públicas y las insurrecciones populares contra las autocracias incluyen, también, un rechazo a las políticas de ajuste que desde hace años viene propiciando, en esa zona, el FMI.
Es interesante establecer las comparaciones entre lo que viene sucediendo en algunos países de Sudamérica, el modo como se fue poniendo en cuestión el modelo neoliberal, y aquello que hoy conmueve a todas las rotativas del mundo mostrando que en el interior de las sociedades árabes lejos de habitar el fanatismo lo que emerge con fuerza es una demanda de mayor libertad y una exigencia de modificación de los patrones económicos que han conducido a una situación de desigualdad, pobreza e injusticia.
Bajo otras condiciones, porque las realidades culturales son muy distintas, en nuestros países también se expresó un rotundo rechazo a aquellas políticas nacidas del consenso de Washington y que de la mano de los Menem, los Fujimori y los Collor de Melo, asociados todos ellos a los intereses de Estados Unidos y fascinados con la ideología globalizadora que se ofrecía como la gran panacea, hicieron añicos los últimos restos de Estado de Bienestar que quedaban entre nosotros. Leer los acontecimientos del mundo árabe en consonancia con las consecuencias de las políticas neoliberales es algo imprescindible que nos permite comprender un poco más lo que está sucediendo en aquella región, pero también nos permite redescubrir las nuevas demandas de democratización que surgen con una fuerza novedosa sacudiendo las formas anquilosadas de supuestas democracias que han terminado convirtiéndose en cáscaras vacías.
La experiencia argentina es, quizá, la más ejemplificadora y elocuente y tuvo, con su lógica propia, una rebelión que jaqueó la política implementada en los años ’90 y que condujo a la mayor crisis económico social de la historia nacional. La respuesta que comenzó a darle Néstor Kirchner a partir de mayo de 2003 a la devastación estructural a la que fue sometido el país, su lectura muy atenta de los acontecimientos de diciembre de 2001, contribuyó enormemente a la modificación de una inercia de degradación que parecía cebarse indefinidamente sobre la sociedad. Entre nosotros, lo que se puso en evidencia fue la dicotomía entre recuperación del Estado de derecho, la consolidación de las libertades públicas y del sistema democrático en contraposición a un proceso de concentración económica que derivó en la consolidación del proyecto de desindustrialización iniciado por Martínez de Hoz y continuado por la convertibilidad menemista (que siguió siendo el núcleo de lo implementado luego por el gobierno de la Alianza). En la Argentina lo que estalló fue un modelo perverso que multiplicó la pobreza, la exclusión, el endeudamiento y la desigualdad. En los países árabes se está produciendo una combinación de ambas dimensiones: la política y la económica que se entremezcla con su propia y compleja trama cultural religiosa.
Si bien la rebelión egipcia tiene otros condimentos y no hay que perder de vista su altísimo componente de exigencia democratizadora, no ha sido menor el hartazgo ante una realidad económica que, al mismo tiempo que mantuvo tasas de crecimiento del PBI más que razonables, lo único que hizo fue ensanchar la miseria del pueblo aplicando a rajatabla las recetas de los organismos financieros internacionales (los argentinos hemos conocido perfectamente lo que significa convertirse en siervos de esos organismos y las atroces consecuencias sociales que traen aparejadas sus “recomendaciones”). Lo cierto es que desde la periferia surgen las rebeliones contra un sistema económico brutal mientras en los países europeos duramente castigados por la gran estafa financiero-especulativa (pienso en España, Portugal, Grecia e Irlanda), la continuidad de políticas de ajuste, la fiereza con la que se penaliza a los sectores más débiles y se cercenan los derechos sociales, nos ofrecen la contracara de sociedades altamente democráticas que, sin embargo, parecen aceptar con gran pasividad que los verdaderos responsables de la debacle sean los mismos que fijen las políticas de salida de la crisis. En este extraño juego de espejos, queda claro que la opción que tomó el gobierno de Cristina Fernández ante la crisis de 2008 fue inversa a la de los países europeos. Leer esas dos estrategias divergentes –una que permitió sortear el costo desolador de la crisis y otra, la del mediterráneo europeo, que la profundizó– es comprender lo que está en disputa en el capitalismo contemporáneo y entender, al menos en su dimensión económica, algo de la situación de los países árabes.
Un gigantesco velo se está cayendo, primero en Sudamérica desde los inicios de la última década, y ahora en algunos países del norte de África. Se cae el velo de las políticas neoliberales que han sabido negociar perfectamente con regímenes seudodemocráticos pero esencialmente, como los de Túnez y Egipto, represivos, corruptos y autocráticos. También se cae el velo de la hipocresía de las grandes potencias y de un capitalismo depredador que quiere condenar a los pueblos de la periferia a la pobreza y la desigualdad. Entre nosotros eso comenzó a ocurrir en diciembre de 2001 y nos permite analizar en espejo aquello que hoy sacude esa otra parte del mundo y que, eso es evidente, habilita para una mejor y más profunda comprensión de lo que se guarda detrás del modelo regresivo que también se busca reimplementar en nuestro país. La historia de los pueblos vuelve a sacudirse cuando se entrelazan, como hoy en Libia y en Bahrein, las demandas democratizadoras con las de una sociedad más equitativa. Algo de eso hemos conocido en los últimos años en estas latitudes sureñas.
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