Por Ricardo Forster
1
Cada época tiene la facultad de resignificar el pasado, de convocarlo y de hacer algo con él. Nada de lo que quedó a nuestras espaldas permanece intocado cuando, bajo las circunstancias propias del presente, es puesto nuevamente en el centro de la escena. Eso ocurrió con imponente potencia durante los festejos del Bicentenario, no sólo porque una multitud rompió en mil pedazos los augurios de la corporación mediática que prometían una conmemoración famélica atravesada por la indiferencia popular, sino también porque lo que sucedió en esa ocasión memorable fue la emergencia de otro relato de la historia nacional, un relato que obligó, a los distintos actores de la vida contemporánea, a debatir lo que parecía ser un expediente cerrado.
Por esos misterios que conforman la intimidad de las sociedades lo que dejó el Bicentenario fue no sólo la posibilidad de conocer otra memoria del ayer argentino sino, también, rompió, en el debate político actual, la hegemonía de los sectores dominantes y de sus voceros mediáticos. Simplemente se liberaron otras posibilidades de interpretación y se puso en evidencia que la historia siempre es un territorio de disputas y querellas que estallan en el presente para resignificar lo acontecido. Y lo notable de esas jornadas inolvidables de mayo de 2010 fue que se juntaron las multitudes que se derramaron sobre el centro de una Buenos Aires sorprendida y festiva con otra escritura, tenue y casi invisible hasta ahora, que encontró su camino hacia la superficie. Ese encuentro fue posible porque algo insólito se inauguró en otro mayo, pero de 2003, cuando Néstor Kirchner llegó inesperadamente a la presidencia y quebró la inercia de un país en decadencia y olvidado de lo mejor de su propia historia.
Algo semejante, aunque bajo otras condiciones y características, ha sucedido el 11 de marzo en la cancha de Huracán cuando decenas de miles de hombres y mujeres de distintas edades y condición social se reunieron para enlazar, en un giro no menos interesante y sorprendente, lo acontecido 38 años atrás en otra Argentina con lo que hoy nos interpela de una realidad apasionante en la que nada parece permanecer indiferente a lo que viene movilizando el kirchnerismo.
Poco y nada tienen en común el 11 de marzo de 1973 cuando triunfó la fórmula Cámpora-Solano Lima rompiendo 18 años de proscripción del peronismo, con la convocatoria realizada por la Corriente Nacional de la Militancia que reúne a un amplio espectro no sólo del peronismo sino de otros sectores afines al gobierno de Cristina Fernández. Poco tienen que ver aquellos jóvenes de los setenta que portaban sueños revolucionarios además de haber sido el núcleo militante que luchó, junto con una parte importante de la clase trabajadora, para que Perón regresara a su patria del exilio madrileño, con estos jóvenes del siglo XXI que han amanecido insospechadamente a la política rompiendo la inercia de la falta de participación y del predominio del hiperindividualismo propio del capitalismo posmoderno que infectó nuestras sociedades en las últimas décadas. Dos experiencias históricas muy distintas que, sin embargo, confluyeron en esta extraña cita que el presente argentino realizó en la cancha de Huracán o que, sería mejor decir, se viene gestando desde el conflicto de la 125 y se multiplicó exponencialmente durante los días de la despedida popular a Néstor Kirchner.
Dos épocas que se entrelazan pero no desde una perspectiva melancólica, esa que sólo manifiesta la tristeza por un pasado irrecuperable o que permanece paralizada ante lo insuperable de lo que quedó a nuestras espaldas como expresión de lo que ya no podremos llegar a ser. Nada de ese espíritu de museo atravesó el acto de Huracán, tampoco los jóvenes que llegaron de a miles lo hacían vestidos con las ropas prestadas y gastadas de otros jóvenes y tratando de imitarlos como si estuviéramos en un teatro en el que sólo se representan escenas de un pasado clausurado e infinitamente distante de nuestra actualidad. Ellos, los que se sintieron interpelados por Kirchner, saben perfectamente que están viviendo su propia experiencia y que las tramas de un país no se repiten sino que ofrecen, siempre, nuevas y cambiantes realidades. Pero también saben que existen hilos secretos, a veces delgadísimos y con posibilidades de cortarse, entre las generaciones; hilos que reaparecen cuando menos se espera que suceda y que se entrelazan con los otros hilos de la historia, esos que desde el presente reconfiguran con audacia lo acontecido en el pasado. Estos jóvenes se encontraron, en una cita inusual, con aquellos otros jóvenes que atravesaron con fervor y con horror otro tiempo argentino; y lo hicieron asumiendo el riesgo de caer en el anacronismo o en la nostalgia sacralizadora pero dispuestos a habilitar un presente signado por sus propios e intransferibles desafíos.
La Argentina del 2011 poco y nada tiene que ver con ese otro país de 1973. Nos separan los años cruentos, vergonzosos y miserables dominados por los perros de la noche dictatorial. Pero también se ha transformado radicalmente la relación de las actuales generaciones con la democracia invirtiendo los términos de aquella otra época en la que poco y nada del espíritu democrático parecía vivir en el interior de una sociedad que había conocido la malsana reiteración de proscripciones, golpes militares, gobiernos civiles débiles y, finalmente, una dictadura criminal como nunca antes se había conocido. Una generación, la del setenta, ilusionada con transformar el mundo y sacudida por las irradiaciones de la Revolución Cubana, la epopeya del Che y los grandes movimientos de liberación nacional que venían convulsionando al Tercer Mundo; una generación atravesada por la gramática de lo absoluto que no pudo torcer el rumbo de una tragedia anunciada y que creyó que podía tocar el cielo con las manos. Otra generación, la actual, construida su experiencia de retazos y de novedades pero habitada por la permanencia, inédita, de una democracia que, más allá de crisis y dificultades, sigue escribiendo sobre el cuerpo social una historia que parece haber alcanzado una madurez que ya nadie discute. Una generación que está necesitada de encontrar su propio lenguaje pero que también busca reconstruir los hilos que la unen con las antiguas experiencias. Delicado equilibrio entre las escrituras del ayer y las páginas de un presente que van delineando su propia interpretación.
Los jóvenes que caminaron hacia Huracán saben que son herederos de otros jóvenes; saben que llevan en sus mochilas sueños y mandatos, utopías y derrotas. Pero también saben que se enfrentan a sus propios desafíos y que es necesario, en la vida, caminar ligero de peso. Saben, o intuyen, que un puente frágil pero indispensable se ha construido entre el 11 de marzo de 1973 y el 11 de marzo de 2011, pero también saben que cada paso que se da nos aleja del pasado abriendo el horizonte de otra realidad. Saben que es bueno recoger las experiencias del ayer, que es indispensable dialogar con los relatos de otras generaciones, y saben, a su vez, que cada generación vuelve a inventarse a sí misma asumiendo sus riesgos y dándole forma a sus sueños. Allí, en ese movimiento hacia atrás y hacia adelante, se expresa la dialéctica de la historia, esos momentos únicos e intransferibles en los que lo invisible vuelve a hacerse visible y donde lo olvidado es nuevamente recordado. El poder corporativo, los cultores de la dominación, como siempre, se desesperan cuando estos “milagros” se hacen presentes en la vida de nuestro país. Algo de eso viene sucediendo entre nosotros y, en Huracán, con miles de voces cantando lo propio de esta época, nuevamente se dieron cita las multitudes que hacen la historia.
2
En Huracán se reescribió, bajo las demandas y las condiciones de nuestra actualidad, la significación del 11 de marzo de 1973. Se hizo de esa fecha-acontecimiento ya no un recuerdo de un pasado mítico añorado por quienes se sienten huérfanos de sus irradiaciones, sino que se abrió paso una reapropiación inesperada y de nuevo estilo que los jóvenes de hoy parecen querer hacer con aquellos momentos del pasado que vuelven a cobrar un sentido que parecía extraviado en la noche de la historia. Como un salto de tigre, si vale la metáfora utilizada por Walter Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia, el presente trae a su conflictiva realidad aquello que se guardaba en la memoria y lo coloca en una nueva dimensión. Extrañas parábolas que se producen en el interior de una sociedad que no ha perdido sus vínculos con el pasado y que, al volver a citarlo, hace saltar los goznes de aquellas puertas que parecían cerradas para siempre.
Algo de eso, y salvando las distancias, aconteció el último viernes en la cancha de Huracán, algo de las reescrituras que guarda en su interior la vida social, política y cultural argentina y que apuntan, a lo que con extraña justeza y algo de incredulidad, señalara Beatriz Sarlo cuando, en un artículo reciente, destacó el avance de “la hegemonía cultural del kirchnerismo”. Giro de época que sorprende tanto a la derecha como a ciertos sectores del progresismo (de esos que proliferaron a partir del conflicto de la 125 y que se cansaron de hablar de “la impostura kirchnerista”) que, después de las elecciones de Catamarca, no pueden dejar de reconocer que ese cadáver que creyeron ver pasar por delante de sus casas se ha vuelto una fuerza interpeladora que amenaza con perpetuar sus ansias de transformación bajo la gramática de una escritura que recoge los hilos de tradiciones y experiencias supuestamente sepultadas pero amalgamándolas con las novedades propias de las generaciones actuales.
En Huracán se perfiló la confluencia de las múltiples y diversas fuerzas que hoy habitan el espacio kirchnerista. Allí estaban los movimientos sociales, una parte de los sindicatos, los jóvenes de La Cámpora y de otras agrupaciones, multitud de vecinos y vecinas que se acercaron sin encuadramiento al acto, rezagados de Entre Ríos que llegaron cuando se terminaba el discurso de la Presidenta pero que se sentían felices de estar ahí, militantes de fuerzas políticas aliadas y seguidores de Hugo Yasky en la CTA. Estuvo, claro, el peronismo con sus banderas y sus diversidades que hoy, de un modo mayoritario, van convergiendo alrededor del liderazgo de Cristina. Catamarca es, quizás, un claro ejemplo de esa convergencia que permitió arrojar casi a la marginalidad a los exponentes del neomenemismo federal.
Un acto que recogió la herencia de un acontecimiento que marcó a fuego a la generación del setenta y que no suele ser festejado ni recordado del mismo modo por el peronismo ortodoxo que ha preferido otros rituales y otras fechas emblemáticas a aquella que le recuerda el triunfo de “los infiltrados”. Eso, sin dudas, también marcó la convocatoria de Huracán pero la inscribió en un tiempo, el actual, que ve desde otras perspectivas lo que antes parecía un conflicto irreversible en el interior del propio peronismo. Cristina, asumiendo esto nuevo y antiguo que lleva el nombre de kirchnerismo, se encargó de afianzar la excepcionalidad de un presente en el que los jóvenes han regresado, bajo nuevas condiciones, al universo de la participación, la militancia y la política. Y allí, sin dudas, está el nombre de Kirchner como llave que les permite abrir la puerta giratoria que enlaza el pasado, el presente y el futuro. El desafío está planteado en una Argentina que no deja de sorprender allí donde el espacio público se ha convertido en el ámbito indispensable de todos los debates y donde la palabra “democracia” vuelve a reencontrarse con aquello que se había perdido cuando en nombre del propio peronismo y al amparo de la entrada del país al Primer Mundo y a la economía global de mercado se vaciaron sus mejores tradiciones. El acto de Huracán tejió, con los hilos de la memoria y la actualidad, aquello que el kirchnerismo viene desplegando desde el 2003 sorprendiendo a una sociedad que parecía extenuada y vaciada de sus esperanzas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario