La política sin palabras y una ciudadanía sin voz.

 La degradación del discurso político, atravesado por consignas huecas, vulgaridad y desinformación, refleja una crisis más profunda: la desconexión entre los representantes y la ciudadanía. Sin palabras que eduquen, orienten y construyan sentido, el debate democrático se vacía de contenido, dejando el terreno fértil para la ignorancia arrogante y la manipulación. ¿Puede la política recuperar su potencia pedagógica y ética en tiempos de banalidad?

Vivimos una época donde la política se ha vuelto un espectáculo sin guion, una conversación sin contenido. La oratoria, que en otro tiempo fue arte y herramienta para construir comunidad, ha sido reemplazada por la consigna hueca, la frase violenta o el meme irónico. El debate público ha sido empobrecido hasta rozar la nada, y en ese terreno baldío florece la desconfianza. Porque sin palabras que orienten, expliquen y contengan, lo que queda es el ruido.

Ya lo advertía Tony Judt en El refugio de la memoria: la política se ha rendido ante los límites impuestos por los mercados, renunciando a ofrecer horizontes comunes. Lo que queda es un vacío moral —una democracia sin referentes ni valores compartidos— donde los ciudadanos, desencantados, se refugian en la apatía o el cinismo​

Esta decadencia no es solo estética; es profundamente ética. En lugar de educar, el lenguaje político degrada. En lugar de esclarecer, confunde. En lugar de unir, ridiculiza. Como señala Peter Burke en Ignorancia, el mayor peligro es no saber que no se sabe, una ignorancia arrogante que se impone a fuerza de gritos y desprecio por el conocimiento. En este clima, la banalidad se convierte en norma y la política se reduce a entretenimiento para indignados​

Peter Mair, en Gobernando el vacío, analiza cómo las democracias occidentales han ido vaciándose de contenido político real. Los partidos abandonan sus funciones representativas y los ciudadanos, desmovilizados, se vuelven espectadores de una política profesionalizada, tecnocrática, desconectada de sus vidas cotidianas​

La consecuencia es doble: por un lado, un lenguaje hueco, lleno de eufemismos, fórmulas vagas y frases hechas. Por otro, un pueblo cada vez más incapaz de articular demandas concretas, atrapado en burbujas de información que solo confirman sus prejuicios. Como advierte Judt, la cultura individualista ha erosionado la posibilidad de construir fines comunes. La política ya no representa, sino que administra lo inevitable​

¿Es posible revertir esta decadencia? Solo si se recupera la política como acto pedagógico, como espacio de producción de sentido. Las palabras importan. No son meros instrumentos, sino el eco de nuestras convicciones y el vehículo de nuestros compromisos. Reencontrar el poder formativo del lenguaje político es una tarea urgente. Porque frente al odio, necesitamos inteligencia. Frente al vacío, sentido. Frente a la banalidad, una política que vuelva a hablar con belleza, con verdad y con coraje.

Antonio Muñiz

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