Argentina atraviesa una crisis estructural que no se reduce a lo económico, sino que abarca lo político, social e institucional.
Durante las últimas décadas, la combinación de políticas neoliberales y la corrupción enquistada en las élites han despojado al país de un proyecto de desarrollo soberano, sumiéndolo en una decadencia persistente. Esta degradación no ha sido un accidente, sino el resultado de decisiones sistemáticas que favorecieron la concentración de riqueza, la desindustrialización y la dependencia del capital especulativo.
El neoliberalismo como factor de decadencia
Desde la última dictadura militar de 1976, el neoliberalismo se ha convertido en un paradigma dominante en la conducción económica argentina. La apertura indiscriminada de la economía, la privatización de empresas estratégicas y el endeudamiento externo han sido las herramientas clave de este modelo. Lejos de generar modernización y desarrollo, estas políticas han provocado la desarticulación del aparato productivo nacional y el aumento de la vulnerabilidad externa.
En los años ‘90, la convertibilidad y la profundización del esquema neoliberal llevaron a un aparente auge económico basado en la estabilidad cambiaria y la entrada masiva de capitales. Sin embargo, este modelo se sustentó en un creciente endeudamiento y en la liquidación de activos estatales, lo que lo hizo insostenible en el tiempo. La crisis del 2001 fue la culminación de esta etapa: un colapso financiero y social sin precedentes que dejó en evidencia la fragilidad de un modelo basado en la especulación y el ajuste.
A pesar del intento de reconstrucción durante la primera década del siglo XXI, con políticas de reindustrialización y fortalecimiento del mercado interno, el neoliberalismo regresó con fuerza en 2015, reeditando las mismas recetas que habían llevado a la crisis anterior. La toma descontrolada de deuda, la apertura a importaciones sin control y la precarización del empleo derivaron en un nuevo ciclo de recesión y empobrecimiento.
Corrupción y captura del Estado
El otro gran factor que ha impedido el desarrollo sostenido del país es la corrupción estructural en las élites políticas y económicas. No se trata de hechos aislados, sino de un sistema que ha funcionado a lo largo de distintos gobiernos y ha permitido la consolidación de una casta empresarial y política que utiliza el Estado en su propio beneficio.
La cartelización de la obra pública, la fuga de capitales facilitada por estructuras legales y la connivencia entre sectores políticos, financieros y judiciales han deteriorado la confianza en las instituciones. Esta dinámica ha generado un efecto devastador: el ciudadano común percibe que el sistema es inherentemente corrupto, lo que ha llevado a una desafección política y a la búsqueda de respuestas en figuras disruptivas que canalizan el descontento.
Mientras tanto, las grandes corporaciones y grupos de poder han sabido adaptarse a los cambios de gobierno, garantizando que sus privilegios se mantengan intactos. A diferencia de otros países que han logrado desarrollar modelos productivos con fuerte participación estatal, en Argentina la élite económica ha optado por un modelo rentista, basado en la especulación financiera y la extracción de recursos sin valor agregado.
El impacto social y político de la decadencia
Las consecuencias de esta combinación de neoliberalismo y corrupción han sido devastadoras. La desigualdad social ha aumentado drásticamente, con un crecimiento sostenido de la pobreza y la precarización laboral. Las oportunidades para los sectores populares y la clase media se han reducido, generando un clima de frustración e incertidumbre que afecta tanto a jóvenes profesionales como a trabajadores informales.
Uno de los efectos más preocupantes de este proceso es la fuga de talentos. Cada vez más jóvenes ven en la emigración la única posibilidad de un futuro digno, lo que representa una pérdida de capital humano invaluable para el país. Esta situación, sumada al deterioro de los sistemas de salud y educación, profundiza el círculo vicioso de decadencia.
Desde el punto de vista político, este desgaste del tejido social ha provocado una crisis de representación. La ciudadanía ha perdido la confianza en los partidos tradicionales, generando un terreno fértil para el surgimiento de opciones extremas que prometen cambios radicales sin un plan claro. Este fenómeno, lejos de resolver los problemas estructurales, tiende a profundizar la inestabilidad y el deterioro institucional.
Un camino posible para la reconstrucción
La decadencia argentina no es el resultado de un destino inevitable, sino de decisiones políticas erradas y de una estructura de poder que ha privilegiado el beneficio de unos pocos por sobre el desarrollo colectivo. Sin embargo, el país tiene la capacidad de revertir esta situación si logra replantear sus prioridades y construir un modelo de desarrollo basado en la producción, la equidad y la soberanía económica.
Para ello, es fundamental un cambio de paradigmas que implique políticas de estado tendientes a recuperar el rol del Estado en la planificación económica, promoviendo la industrialización y protegiendo los sectores estratégicos, fortalecer la inversión en ciencia, tecnología e infraestructura, combatir la corrupción de manera efectiva, asegurando que los recursos públicos sean utilizados para el desarrollo y no para el enriquecimiento de una minoría, reformular el sistema impositivo, para que los sectores de mayor poder económico contribuyan proporcionalmente al sostenimiento del país.
Como eje central de debe refundar todo el sistema político, que genere nuevas formas de control ciudadano, avanzar hacia una democracia social, directa y participativa.
Argentina ha demostrado en distintos momentos de su historia que tiene la capacidad de reconstruirse y avanzar hacia un modelo más justo y sostenible. La clave está en que las futuras generaciones puedan romper con la inercia del pasado y construir un proyecto de país basado en el desarrollo productivo y la justicia social.
AM
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