Cuando elegir no cambia nada
La política argentina atraviesa una crisis profunda. Los ciclos electorales, que deberían ser el momento para que el pueblo decida su destino, han perdido gran parte de su capacidad transformadora. En vez de ofrecer alternativas reales, los partidos políticos se han convertido en gestores de un mismo sistema, que prioriza las lógicas del capital transnacional por sobre las necesidades de las mayorías. ¿Qué pasa cuando votar no alcanza para mejorar la vida cotidiana?
Desde hace décadas, el país parece atrapado en una dinámica de "alternancia sin alternativa". Cambian los gobiernos, pero no cambian las reglas de juego. Tanto la derecha como la izquierda –o lo que queda de ellas– han terminado administrando un modelo que perpetúa las desigualdades y reduce el rol del Estado a obedecer los dictados de mercados internacionales y organismos multilaterales.
El fracaso de la democracia como herramienta transformadora
En su origen, la democracia moderna se pensó como el medio para que los pueblos pudieran controlar su destino. Pero en la Argentina actual, ese ideal está lejos de cumplirse. Con cada nueva gestión, las promesas de cambio chocan contra los mismos muros: deuda externa impagable, presiones del Fondo Monetario Internacional (FMI), acuerdos que favorecen al gran capital y una economía cada vez más dependiente de la exportación de materias primas.
Las elecciones se han convertido en una especie de ritual vacío, donde la ciudadanía elige a quién administrará la crisis, pero no tiene incidencia real en cómo se toman las decisiones fundamentales. En esta lógica, la democracia formal –aquella que se limita al acto de votar– funciona como un espejismo que oculta la falta de democracia efectiva, es decir, de participación popular en los procesos que realmente definen el rumbo del país.
Una política atrapada en el neoliberalismo
Desde el retorno de la democracia en 1983, Argentina ha oscilado entre gobiernos que, con matices, han consolidado un modelo económico centrado en el ajuste, la concentración de la riqueza y la dependencia externa. La promesa de una patria más justa, libre y soberana quedó relegada frente a la presión de los mercados y las elites económicas.
La década del 90 marcó el inicio de esta etapa, con la consolidación del neoliberalismo de la mano de privatizaciones masivas, desindustrialización y un desempleo creciente. Si bien los años posteriores trajeron un intento de recuperación con políticas más redistributivas, la falta de cambios estructurales permitió que el modelo neoliberal se mantuviera como telón de fondo. Hoy, tanto los discursos de derecha como los de izquierda parecen adaptarse, con mayor o menor resistencia, a estas reglas de juego.
Esto se refleja en la creciente desconexión entre la dirigencia política y los problemas reales de la población. En los barrios populares, en los sectores rurales y en los pequeños emprendimientos urbanos, las mismas preguntas resuenan: ¿Para qué votar si las cosas no cambian? ¿Cómo confiar en quienes prometen soluciones que nunca llegan?
El pueblo, rehén de una democracia incompleta
En este contexto, la pobreza estructural y la precarización de la vida cotidiana se han vuelto permanentes. Según los últimos datos, más del 40% de los argentinos vive bajo la línea de pobreza, y millones de familias enfrentan la inseguridad alimentaria y habitacional. A pesar de esto, los debates políticos se centran más en cumplir con las metas de los organismos internacionales que en construir un modelo económico al servicio de las mayorías.
La ciudadanía, mientras tanto, es testigo de un espectáculo político que en muchos casos parece más preocupado por ganar elecciones que por transformar la realidad. Los candidatos, sean del color que sean, compiten por demostrar quién puede administrar mejor el ajuste. En este escenario, la democracia no solo pierde credibilidad, sino que se convierte en una herramienta de legitimación para un sistema que excluye a las mayorías.
La salida: más democracia, no menos
Frente a este panorama desolador, algunos sectores podrían tentarse con la idea de abandonar la democracia como sistema, creyendo que el problema radica en sus instituciones. Pero la solución no pasa por menos democracia, sino por más.
La democracia debe ser mucho más que un mecanismo para elegir representantes cada cuatro años. Debe implicar la participación activa de la ciudadanía en las decisiones que afectan su vida cotidiana. Esto significa fortalecer las instituciones públicas, garantizar la transparencia en la gestión del Estado y fomentar espacios de deliberación popular que incluyan a los sectores históricamente marginados.
Además, es necesario recuperar la soberanía política y económica como principio rector. Esto implica enfrentar los intereses del capital transnacional y priorizar un modelo productivo que genere empleo digno, redistribuya la riqueza y preserve los recursos naturales.
La política argentina tiene una deuda con su pueblo. Y esa deuda no se salda con promesas vacías ni discursos grandilocuentes, sino con un cambio real en la forma de hacer política. Más participación, más igualdad y más justicia social no son solo consignas; son los pilares sobre los cuales debe construirse una democracia que esté al servicio de las mayorías.
En definitiva, el desafío es devolverle sentido a la política como herramienta de transformación y a la democracia como el espacio donde los pueblos pueden, efectivamente, decidir su destino. Porque solo con más democracia será posible salir del laberinto neoliberal que ha atrapado a la Argentina en un ciclo interminable de crisis y frustraciones.
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