Por José Natanson
Pensando sobre todo en los países monoproductores de hidrocarburos, la politóloga Terry Lynn Karl, de la Universidad de Stanford, escribió The Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States (University of California Press), donde desarrolla la tesis de “la paradoja de la abundancia”, la idea de que aquellos países con una dotación extraordinaria de recursos naturales tienen mayores dificultades para lograr un crecimiento económico sostenido, arrastran niveles de pobreza y desigualdad altos y son políticamente inestables. En suma, son menos desarrollados.
La clave es el rentismo, que puede definirse como aquella actividad económica que no depende de la innovación o el riesgo empresarial, sino de la dotación de recursos naturales, es decir de la generosidad de la naturaleza. Las actividades rentistas generan un ingreso que no tiene contrapartida productiva, en el sentido de que no son el resultado del esfuerzo de los factores de producción –el trabajo y el capital– sino de la suerte. Por eso la renta no se produce; se captura.
El ejemplo más claro es el petróleo. De hecho, aunque el rentismo ha sido conceptualizado por la ciencia económica al menos desde Adam Smith, los primeros esfuerzos serios por indagar en sus consecuencias datan de principios de los ’70, en coincidencia con el primer boom petrolero.
La concentración de la producción en uno o unos pocos recursos naturales tiende a distorsionar la estructura económica y la asignación de los factores productivos, impide la generación de encadenamientos virtuosos y limita el mercado interno, generando una redistribución regresiva del ingreso. En el caso extremo de los países extractivistas como Bolivia o Venezuela, la economía funciona con una lógica de enclave, islas hiperrentables de actividades primario-exportadoras en medio de océanos de atraso. Esto expone al aparato productivo a los vaivenes del mercado mundial, donde el subibaja de los precios –como sucede con esas relaciones atormentadas que años de psicoanálisis nos enseñaron a evitar– lo desilusionan o lo llenan de alegría, pero nunca lo dejan en paz.
Hay excepciones, por supuesto. Un caso interesante es el de Noruega, octavo productor de petróleo del mundo y segundo país en el Indice de Desarrollo Humano del PNUD, situación que se explica por el hecho de que el petróleo fue descubierto y comenzó a explotarse tardíamente, pasados los ’60, cuando Noruega ya era país de punta. Pero más allá de este tipo de excepciones y admitiendo las flexibilidades del caso, la idea básica es que existe una relación inversa entre riqueza natural y desarrollo. O incluso más: la maldición de los recursos naturales ha sido asumida por algunos académicos casi como un determinismo geográfico, un fatalismo tropical. Estudios recientes del BID, por ejemplo, sostienen que los países más ricos en recursos naturales y más cercanos a la línea ecuatorial están condenados a ser más atrasados y pobres.
En América latina, el caso más claro de fracaso del rentismo es Venezuela, que depende casi exclusivamente del petróleo, con una producción manufacturera en bancarrota y una agricultura devastada, un Estado que bate records de ineficiencia y un proceso de desinstitucionalización rampante del sistema político. Chávez, lejos de revertir esta situación, la empeoró: las exportaciones petroleras representan hoy cerca del 94 por ciento de los ingresos por exportaciones totales, cuando diez años atrás constituían el 68; del mismo modo, cerca del 49 por ciento de los ingresos fiscales del gobierno central proviene hoy del petróleo, por vía de impuestos, regalías y dividendos, contra 37 por ciento en 1999.
Quizá no tenga sentido, al menos en este espacio, discutir si esto es resultado de la gestión chavista, de los altos precios del petróleo o del espíritu saudita de las elites venezolanas, cuyo mal gusto en materia de ropa, autos y yates es una buena muestra, especialmente desagradable, de los efectos que el rentismo produce incluso en el sentido de la estética. Pero al menos habrá que reconocer que el proceso bolivariano no ha logrado mejorar las cosas: hay en América latina países con bajo crecimiento y baja inflación (Colombia, México) y otros con alto crecimiento y alta inflación (Argentina); Venezuela combina ambas cosas (el PBI cayó 5,8 en el primer trimestre de este año y la inflación superará el 30 por ciento). Un deterioro económico indisimulable que se refleja en una baja del rendimiento de las misiones sociales, el gran logro de la gestión chavista. Según datos del Aponte Bank, en los últimos dos años cerraron un 30 por ciento de los centros de atención primaria de la Misión Barrio Adentro, la primera lanzada por Chávez y la más valorada por los venezolanos de bajos recursos, que encontraron en los médicos cubanos una solución a los déficit crónicos del sistema de salud.
La soja es una actividad productiva, pero genera superganancias casi tan extrordinarias como las producidas por el rentismo. Esto se explica por una conjunción de factores. En primer lugar, la nueva realidad del mercado mundial de alimentos, con los commodities batiendo records de precios gracias al empuje de India y China. El segundo factor es la fertilidad del campo argentino y la abundancia de tierras, que ha permitido una ampliación de la frontera agrícola hacia zonas no pampeanas, pero pampeanizadas, como el sur de Chaco y Santiago del Estero. El tercero es el salto tecnológico producido en los ’90, una década mala desde el punto de vista de la rentabilidad pero que a pesar de ello –o quizá como consecuencia de ello– permitió incorporar semillas genéticamente modificadas, fertilizantes, maquinaria agrícola, ese invento argentino que son las silobolsas, nuevas terminales portuarias, etc. Aprovechando al máximo el uno a uno, los productores lograron enormes ganancias de productividad que después de la devaluación impulsaron el boom sojero.
La soja no es una actividad rentista, pero casi. Parte de las condiciones que explican su auge –el clima, el suelo– no tienen que ver con la astucia o la capacidad schumpeteriana de asumir riesgos de los productores, sino con la generosidad de la naturaleza (igual que sucede con el petróleo, el oro o el gas). De hecho, los márgenes de ganancia que produce son tan inmensos que sólo pueden compararse con los generados por industrias extractivas, como el petróleo y la minería, o con aquellas actividades en las que el Estado, justamente por los altos ingresos que producen, se reserva el monopolio fiscal, como el juego.
La soja, a diferencia de los hidrocarburos o los minerales, es un recurso renovable. Pero hasta cierto punto. Las nuevas tecnologías transgénicas, claves para el despegue sojero, producen un agotamiento de los suelos si no se rotan con otros cultivos. Con los precios por las nubes, los productores se ven tentados a no hacerlo, con el consiguiente deterioro del principal factor de producción (la tierra). En suma, el suelo puede agotarse si la tasa de extracción es más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso.
Esto no significa que haya que dejar de cultivar soja ni caer en los cuestionamientos livianos, a veces técnicamente infundados, a las nuevas tecnologías de la agricultura. Tampoco se trata de recuperar el viejo dogma desarrollista que dice que cualquier exportación industrial es buena y cualquier exportación basada en recursos naturales es mala. Como sabe bien un trabajador de la frontera mexicana, la maquila –el ensamble de piezas destinadas a crear productos que luego se exportan– es una actividad manufacturera que no crea puestos de trabajo de calidad ni se derrama sobre el resto de la economía. Contra lo que piensan los viejos desarrollistas (todavía quedan algunos), no todo se soluciona construyendo una planta de agua pesada.
De hecho, hay países que han logrado altos niveles de desarrollo con una estructura exportadora basada en recursos naturales. El 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda son alimentos. Allí, el Gobierno ha creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del Sudeste de Asia o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era un fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado mundial. El resultado es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1600.
En un interesante informe publicado por la Cepal (“Australia y Nueva Zelanda: la innvocación como eje de la competitividad”), Graciela Moguillansky sostiene que ambos países “basaron su desarrollo en los recursos naturales, pero a diferencia de América latina, han experimentado un alto ingreso per cápita, estabilidad en su crecimiento y superado la pobreza. La explicación de ello –afirma– no es sólo un buen manejo macroeconómico, sino una estrategia de crecimiento e inserción internacional, donde la innovación tiene un lugar central”.
Las retenciones son un mecanismo necesario pero insuficiente para combatir los males del rentismo y redistribuir las ganancias generadas por la soja. La semana pasada, Clarín informó que Los Grobo –con 100.000 hectáreas en la Argentina y una facturación de 800 millones de dólares en esta campaña– decidió comenzar a producir pastas secas, con una primera planta en Chivilcoy, de modo de integrar la producción de trigo y diversificar sus exportaciones. ¿Este tipo de operaciones serían posibles sin las retenciones, que le quitan rentabilidad a la exportación del commoditie? Quizá, si no hubiera retenciones al trigo, Los Grobo nunca se hubieran lanzado a producir fideos y capeletis. Pero esto no significa que con ello alcance. Para un desarrollo más profundo se necesita también cierta previsibilidad macroeconómica (que el Gobierno viene garantizando bien), una mejor sintonía Estado-privados a través de políticas sectoriales más amplias y activas (clave de una estrategia desarrollista) y un entorno legal claro. En esto los neoliberales tienen razón
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