Por Edgardo Mocca
Elisa Carrió es el símbolo de una etapa política argentina. La que empieza a insinuarse con el escándalo de los sobornos en el Senado para aprobar la más regresiva ley laboral de nuestra historia y la consecuente renuncia de Chacho Alvarez a la vicepresidencia del gobierno de la Alianza. En octubre de 2001 la ciudadanía expresaría en las urnas su repudio al rumbo asumido por el gobierno de De la Rúa y dos meses más tarde, en las históricas jornadas del 19 y 20 de diciembre, las manifestaciones populares sellarían en las calles el fin de esa experiencia política.
Aunque las escenas de aquel incendio social parezcan hoy lejanas en el tiempo, vivimos políticamente bajo la influencia que proyecta esa experiencia. En algún sentido, podemos pensar que la elección del año próximo podría estar señalando la desembocadura de ese ciclo de la política argentina. Se juega, en los meses que nos separan de esos comicios, si la política puede escaparse definitivamente de la jaula de hierro del sentido común cualunquista y antipolítico sistemáticamente construido por los grandes medios de comunicación o seguirá aceptando esas reglas de juego y reduciéndose a la condición de administradora de intereses y proyectos que se incuban fuera de las instituciones democráticas.
Si la renuncia de la jefa de la Coalición Cívica al Acuerdo Cívico y Social (se supone, aunque no está claro, que es el partido y no solamente su líder el que renuncia) se inscribe en esa perspectiva, el acto adquiere una significación muy especial. La estrella central de un modo personalizado y mediatizado de hacer política parece estar llegando a su ocaso. Y ese ocaso podría estar señalando también los límites insalvables de la acción política exclusivamente centrada en la video-seducción, carente de entramados colectivos y de sustentos ideológicos. Si Carrió, como todo hace prever, avanza en la dirección del aislamiento y la irrelevancia, será tal vez el golpe más duro para toda una matriz política: la de lo que el investigador italiano Mauro Calise llamó “partidos personales”, séquitos cambiantes que acompañan la casi siempre frágil y fugaz fortuna mediática de sus jefes.
La historia de la emergencia, el cenit y el tendencial ocaso de Carrió es, de algún modo, la historia del mencionado derrumbe político argentino. Rápidamente comprendió la naturaleza raigal de la brecha de confianza abierta entre la sociedad y la política en los últimos meses de 2001. Construyó, a partir de esa comprensión, un atractivo relato que, en ese entonces, combinaba la denuncia moral contra la clase política en su conjunto con el señalamiento de la funcionalidad de esa crisis moral para los proyectos políticos de sectores privilegiados, nacionales y extranjeros. En la tradición yrigoyenista, el término clave del relato era el “régimen”. El régimen eran los dirigentes políticos venales y era también un proyecto de exclusión social y postergación nacional.
Ese discurso convirtió a Carrió en la heredera de la centroizquierda republicana que había expresado el Frepaso en los años noventa. A su alrededor se nucleó una importante cantidad de dirigentes de ese origen, que habían soltado amarras con la experiencia de la Alianza, cuando ésta apareció nítidamente como una continuación vergonzante del proyecto menemista. El escenario de aquellos días era muy propicio para la penetración del discurso refundacional desarrollado en clave ética: las crisis como las de entonces llevan a las sociedades a profundas interrogaciones sobre su historia y sobre su futuro; las viejas explicaciones y las viejas retóricas son arrastradas por el vendaval de los acontecimientos. La consigna “que se vayan todos” había encarnado en planteos políticos de máxima radicalidad, provenientes, muchos de ellos, de sectores políticos e intelectuales, habitualmente caracterizados por su moderación y su prudencia.
La etapa moral-centroizquierdista de Carrió abarcó el período que va desde fines de 2001 a la elección de mayo de 2003, aunque formalmente se mantuviera un tiempo más, en los primeros tiempos del gobierno de Néstor Kirchner, al que apoyó en la finalmente nonata segunda vuelta de esa elección, con la fundamentación de que el líder santacruceño era “lo mejor del régimen”. El paulatino viraje de la líder de lo que entonces era el ARI tuvo como telón de fondo la necesidad de diferenciación respecto de la agenda de la primera etapa kirchnerista. Derechas e izquierdas, pasó a sostener, son cuestiones del pasado que hoy se agitan demagógicamente. Lo que hacía falta, según esta nueva portada “preideológica” era un “contrato moral” que agrupara a los adversarios del “régimen”, de cuya definición dejaron de formar parte los componentes específicamente políticos. Su partido, mientras tanto, nunca dejó de ser personal. Carrió era (y es) la ideología, la imagen, la estrategia y la táctica de cualquier espacio que la reconozca como referente. No es difícil de entender: si el crecimiento del “partido” se reduce a la suerte de su liderazgo, ¿cuál será el espacio de crítica y rectificación colectiva que pueda surgir de su interior? Cualquier debate puede clausurarse con la amenaza del líder de irse del partido. Así, fue muy escaso el eco alcanzado por la disidencia del ARI, encarnada por varios ex dirigentes del Frepaso; el partido personal –es decir su líder– ya había decidido convertirse en la vedette política de la oposición de derecha, lo que no hizo sino profundizarse desde entonces. Dicho sea de paso, los supuestos debates que hoy tendrían lugar en la Coalición Cívica a partir de la ruptura de su jefa con el agrupamiento panradical no tendrán ninguna consecuencia política relevante; ninguno de quienes puedan promover la discusión cuenta con recurso alguno para modificar las decisiones y solamente le queda a cada uno la alternativa de buscar otras aguas para su navegación política.
Todo indica que el portazo de Carrió no fue inesperado para los cálculos de la cúpula radical; más bien se lo fue induciendo a fuerza de desplazamientos y ninguneos. Razonablemente, los dirigentes radicales consideran que los votos que pudiera sumarles la diputada para la elección de 2011 no compensan el costo de una convivencia virtualmente imposible. Ante cada giro de la situación, el Acuerdo Cívico y Social tiene que lidiar con las iniciativas del Gobierno y, al mismo tiempo, con una “aliada” autoerigida en tribunal moral del partido, pronta a denunciar cualquier gesto que a ella le parezca una claudicación ética. Hace rato que en la UCR se está tomando nota del cambio en el humor político de la sociedad que, visiblemente, ya no es el de los afiebrados días de la protesta agraria de 2008, ni el de los coletazos de la crisis mundial en 2009. La idea de seguir haciendo política, hacia 2011, con el tono y las consignas de entonces –que hoy siguen siendo las de Carrió y los oligopolios mediáticos– ha dejado de ser una estrategia recomendable. Es cierto que los humores políticos son muy cambiantes entre nosotros; pero los radicales no creen que la exaltación apasionada y la guerra sin cuartel sean su elemento. Saben que la ciudadanía puede más fácilmente buscar al radicalismo para que gobierne, cuando se siente estabilizada en sus avances, que cuando hay que poner orden en el caos.
Lo previsible es que Carrió y las personas que decidan seguir acompañándola doblarán indefinidamente la apuesta de la rabia antikirchnerista incondicional. A diferencia de 2007, los opositores no sienten que estén jugando necesariamente por la “medalla de plata” sino que aspiran, cada agrupamiento por separado, a ganar el gobierno. Los electores opuestos al Gobierno no buscarán –es de prever– alguien que exprese su indignación, sino alguien que pueda ganar y gobernar. Es probable que a la Coalición Cívica no la esté esperando un muy buen desempeño electoral. ¿Puede volver Carrió sobre sus pasos? Difícilmente el radicalismo la ayude con mucho más que con gestos afectuosos y políticamente correctos.
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