Aldeas

Orlando Barone contacto@miradasalsur.com

Claro que hay una fractura: la que corre entre los unos y los otros; entre el proyecto de país en marcha y quienes insisten en la contramarcha. La que va de Carta de los intelectuales a los intelectuales de “Aurora”, y entre la Pobre patria mía de Aguinis, y la patria feliz del Bicentenario. ¿De qué se extraña Santiago Kovadloff? Es raro. Porque nadie se extraña de que intelectuales como él, que escriben en el diario La Nación y también en otros soportes mediáticos de alta gama –se trate de conferencias seriales para el público granario ganadero o para plateas caras republicanas– sean opositores al Gobierno. No hay por qué sentirse sorprendidos. Si en él la oposición a lo popular es previsible y aun natural a su tradición cultural y política. Algún envión ancestral lo llevó a manifestar públicamente su adhesión ideológica a Ricardo López Murphy. Es obvio su rechazo rabioso al Gobierno cuya gestión exitosa humilla la breve y ominosa de aquél. En cambio, en su tiempo nadie podía sorprenderse del pensamiento de Jauretche, Marechal, o Scalibrini Ortiz, coincidentes con aquel primer peronismo. Tampoco causaba desconcierto que Discepolín creara aquella inolvidable caricatura opositora radial llamada Mordisquito. Salvo en los que se sentían fundadamente “mordisqueados” que nunca dejan de tener descendientes. Y hubiera sido estupidez , más que candor, sorprenderse de que Victoria Ocampo y Borges se opusieran con la ferocidad que lo hicieron, a Perón y Evita. Sobre todo Borges, que en ese tiempo era más antiperonista que ciego. Hoy, sin embargo, Santiago Kovadloff se siente inquieto por un desconcierto intelectual: él no se explica, no concibe cómo compañeros, gente que durante mucho tiempo compartía su misma aldea cultural, ahora se aparta por causa de una discordia. El texto publicado el viernes en la tapa de La Nación, “Fracturas en la aldea intelectual”, firmado por Kovadloff, se ocupa de ese antagonismo. En uno de sus párrafos escribe: “...a mi juicio, los Kirchner nada tienen de auténticos peronistas y sí mucho, por no decir todo, de empresarios del poder”.
¿Acaso nos está queriendo decir que ante un peronista auténtico se sentiría menos antiperonista? Eso sería tan insensato e ilógico como considerar menos indeseable a un enemigo de verdad que a uno de mentira. En otro de sus párrafos el llamado filósofo –título generosamente indiscriminado en la cultura argentina– se aterra porque en el afán de lograr el supuesto gran fin kirchnerista se validan todos los medios. Y los enumera: “...matonismo a lo D’Elía y Moreno. Oscuridades a lo De Vido. Presiones a lo Moyano. Subestimación implacable del federalismo. Valijas, tragamonedas y diplomacia paralela. Abierta y desenfrenada multiplicación de bienes privados durante la función pública. Caja y compra de voluntades. Negación de la inseguridad. Desprecio de la política. Autoritarismo o nada”. Parece la agenda del anuario de TN. El rescate nostálgico de la Doña Rosa de Neustadt. O el manual que a lo mejor repartió Héctor Magnetto en el cónclave marcial junto a sus periodistas más notorios. Uno de ellos, Samuel Gelblung ( Chiche es un apelativo que lo enternece inmerecidamente), reveló en radio Mitre y de viva voz, como para que Magnetto lo escuche, que le bastó conocerlo para advertir en él a un gran hombre. No sé si ese mismo manual, quizás encuadernado en cuerina fina, les fue repartido a los “antiperonistas coincidentes” –un nuevo status de gorila– que tocaron el timbre de la casa “magnetizada” la noche de la cena casi letal. No por la comida gourmet sino por la posterior delación unilateral que dejó a los invitados al descubierto y en cuclillas.
No obstante, en aquel texto hay un mérito del filósofo Kovadloff, y es haberse contenido lúcidamente, ya que en la enumeración de las maldades kirchneristas eludió mencionar las carteras “Vuitton”, la crispación, el carácter bipolar y el palacio con grifos de diamantes de El Calafate. Argumentos más apropiados para un adormidero texto de Jorge Fontevecchia, el más impuro del periodismo impuro; o para opositores iracundos desesperados como Alfredo Leuco y Pepe Eliaschev, sin posibilidades de cambiar de aldea porque a la de Kovadloff no los convocan. Más elegante, más elíptica, Beatriz Sarlo, otra residente de la fracturada aldea intelectual, fue la única que para algunos resultó una sorpresa. Esos algunos adolecen de esa perspicacia básica que a los peronistas auténticos y hasta a los inauténticos les permite intuir al gorila ya desde bebé o aun en gestación. Y hasta en la etapa de preconcepción de sus progenitores. Una pregunta capciosa: ¿para esos peronistas truferos, que huelen la trufa tóxica por más oculta que esté, el Pino Solanas actual es una sorpresa o una consecuencia previsible? Desconozco si hay algún remoto indicio en La Hora de los Hornos de esta parábola que logra que el artista acabe en la puerta del horno preparado por Mariano Grondona, quien le confió que lo cuenta entre sus simpatías. En este tipo de transformaciones, casi monstruosas, creo más fácil que un lobisón se sane y vuelva a ser un hombre normal, a que eso le suceda a un político viejo que al cabo del ciclo –como pasa con Pino– proclame que “hoy el principal derecho humano es el derecho a la seguridad”. Sólo le faltó decirlo con un velón encendido en la mano y junto a algún rabino justiciero, o cardenal o deudo enceguecido. Frase que presuntamente Pino copió del cautiverio mediático que frecuenta con evidentes signos de encantamiento. Volviendo a ese manual de lugares comunes, a esa retahíla gaseosa de prejuicios sin juicio que enumera Kovadloff, sorprende que surjan de esa metafórica “aldea intelectual”. Más lucen como si surgieran de una comida de homenaje en el Club Americano como la que le hicieron al efímero famoso diplomático Sadous, o de uno de esos deshumorados chistes opositores de Nick, que no aspiran más que a un premio otorgado por la sociedad internacional de patrones.
Se me ocurre que esta aldea fracturada a la que se refiere Kovadloff es, al fin, el desenmascaramiento de los aldeanos. Que de pronto se ven empujados a salir de sus respectivas tradiciones retóricas de hipocresía. Y entonces se enojan. Se irritan. Se crispan. No debe de serles fácil enterarse ya tarde de que el lugar que más les sienta es ese en que ahora gruñen y braman contra el Gobierno. Y los debe perturbar estar rodeados de quienes los comprometen en una estética de elite, ingrata para un intelectual. Pero Kovadloff eligió. Obtiene sus cucardas sea en La Rural o sea en los cenáculos de clase, ya alejado de tantos merecimientos ganados en su carrera literaria. Porque las fracturas de la aldea intelectual de las que él habla no son intelectuales: son rupestres, instintivas. Responden a un mecanismo alimentado de prejuicios y de rencor. “No logro disimular mi desconcierto ante esta entusiasta subestimación del delito, de la pobreza y la prepotencia”, acusa el filósofo a quienes apoyan al Gobierno. Un intelectual sabe que esos argumentos sin prueba ni datos ni ponderación en el contexto –igual que el compromiso ético– son sarasa, sanata, charlatanería de merienda de country. O peor aún: fractura de la aldea intelectual por cese de recursos.
Así están las cosas para los Kovadloff conflictuados y sorprendidos de sí mismos. Extrañados de mirar alrededor y ver que sus vecinos coincidentes los deslucen. Los ubican en un lugar en el cual el pensamiento se despiensa. Curiosamente, quienes tanto se alarman de la corrupción, concepto a la marchanta que les sirve para esconder la falta de argumentos políticos, son corrompidos por el odio.
El filósofo concluye en que su supuesto amigo intelectual, con el que viene dialogando desde el comienzo de su crónica, se entusiasma con un contexto político que a él lo deprime. “ El fervor –dice– de quienes estiman como un bien lo que yo, entre tantos otros, considero una tragedia”. ¡Ah, no! Kovadloff. Evita no era una puta, la mano de Dios fue gol, y la Presidenta no es De la Rúa.

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