Por Ricardo Forster
Cada semana, e incluso a veces cada día, cambia el eje alrededor del cual se busca transformar la cotidianidad argentina en un escenario de catástrofe. El olvido, la fugacidad de sus afirmaciones tremebundas y la irresponsabilidad suelen ser los mecanismos que utiliza la corporación mediática para avanzar hacia lo que podríamos denominar “una profecía autocumplida”, allí donde nunca vuelve sobre sus pasos para revisar sus predicciones.
Anunciaron a los cuatro vientos que no tendríamos gas en el invierno y que, al subir las temperaturas en el verano, nos enfrentaríamos a un colapso energético que dejaría el país a oscuras; se dedicaron durante meses, y haciendo coro con la gauchocracia, a anticipar la quiebra final de la lechería y el desastre agropecuario acompañado, todo este cóctel, con la segura necesidad de la importación de carne para satisfacer la demanda del mercado interno; se entusiasmaron con la llegada de la crisis mundial como punto de cierre del “populismo” kirchnerista y como golpe de muerte a la recuperación del salario; inundaron todas las vías de comunicación con la cuestión de la inseguridad llevando al ciudadano común y corriente a un territorio virtual en el que lo infernal acabaría por devorarse vidas y bienes; se preocuparon por destacar, con titulares amarillistas, que la Argentina ya era, en materia de narcotráfico, como Colombia o, todavía peor, como México.
Una retórica del espanto y del Apocalipsis que tiene como principal objetivo quebrar cualquier dosis de esperanza social regresándonos a una Argentina desquiciada, sin brújula y con destino de naufragio. Su política ha sido y sigue siendo despolitizar a la sociedad desplegando un relato contaminado de pesimismo generalizado y de borramiento de cualquier ejemplo que pueda contradecir su descripción de la realidad nacional.
Ahora son dos los temas que entusiasman a los grandes medios y a ciertos sectores destituyentes de la oposición, temas que se entrelazan y que, a su vez, tocan de manera muy diferente a la ciudadanía. Por un lado, el tema del Banco Central y del famoso Fondo del Bicentenario que se ha convertido en el ámbito espectacularizado de una nueva batalla contra toda decisión tomada por el Gobierno. Se trata de impedir el uso de las reservas con las excusas más hipócritas de las que son capaces de echar mano.
Ellos, los defensores del pago a rajatablas de la deuda externa, los inútiles que endeudaron el país y que luego criticaron la fenomenal quita que logró el gobierno de Kirchner despegándonos de las demandas imposibles del FMI, hoy se desgarran las vestiduras ante una decisión racional y necesaria que apunta a garantizar el trabajo, el salario y el crecimiento de la economía en medio de un escenario mundial complejo y regresivo (allí está Europa para mostrarnos lo que significa aceptar las políticas de ajuste sostenidas, como siempre, por los organismos de crédito internacionales que nunca abandonaron, ni en lo peor de la crisis del 2008-2009, su ideología neoliberal).
Lo que defienden es, como siempre, los intereses de la especulación financiera, el endeudamiento del país a tasas ruinosas y los pingües negocios de nuestros banqueros e “inversores”, de esos que siempre se quejan por la falta de seguridad jurídica que existe en nuestro país, esa supuesta “seguridad” que no hace mucho tiempo les permitió vaciar las arcas del Banco Central y desguazar al Estado haciendo añicos los ahorros de gran parte de los argentinos.
Siguiendo los mismos pasos y las mismas modalidades que la corporación mediática, tampoco nuestros garúes de la economía ni nuestros virtuosos banqueros asumen su extraordinaria cuota de responsabilidad en la catástrofe económico-social que desembocó en diciembre del 2001 con los resultados que todos conocemos pero que muchos olvidan o se hacen los distraídos.
El nombramiento de Mercedes Marcó del Pont al frente del Central les enciende todas sus alarmas ideológicas. Una delicada pieza de la maquinaria neoliberal ha caído en las manos inadecuadas, esas que hablan de ampliar el crédito y de ejercer un control efectivo sobre las conductas de nuestros banqueros; además de justificar la necesidad de ampliar las miras del Banco Central y de afirmar la falacia argumental de los que defienden “la intangibilidad de las reservas” como bastión supuesto de la soberanía nacional (cuando no es otra cosa, esa intangibilidad, que la garantía de sus propios negocios especulativos).
El otro tema, mucho más próximo a la sensibilidad de la sociedad, es el de la inflación. Un país que supo atravesar la pavorosa angustia de la hiperinflación tiene dentro suyo una alerta peligrosa y explosiva, de esas que, astutamente atizadas por los poderes económico-mediáticos, pueden generar nuevas formas de temor social. Alrededor de la inflación se despliegan los argumentos de siempre, esos que le echan la culpa al aumento de los salarios, a los planes de reparación social y al consiguiente déficit fiscal afirmando, sueltos de cuerpo, la necesidad de enfriar la economía para bajar los índices inflacionarios.
Nunca explican las causas del aumento de los precios, siempre dejan que se naturalicen o que se trasladen, como responsable directo, al Gobierno. Nunca hablan de oligopolios y de monopolios, ni de formadores de precios, ni de chantajes que buscan reducir la participación de los asalariados en una mejor distribución de la renta. Pero fundamentalmente saben que la palabra “inflación” lleva dentro suyo una poderosa capacidad de horadación, que pronunciándola una y mil veces, repitiéndola en cadena nacional sin ninguna explicación, van amplificando un clima de desasosiego que invade a una población desconcertada que lo único que sabe es que los precios aumentan exponencialmente. En medio de la espiral hiperinflacionaria del 1989 los poderes económicos se dedicaban a concentrar la riqueza y a prepararse para la “fiesta de los ’90”, esa que se sostuvo sobre la ya famosa frase de Cavallo: “Cuanto peor, mejor”.
El Gobierno ha contribuido con su parte allí donde fue desautorizando la fiabilidad del INDEC otorgándoles a sus contrincantes la formidable arma del descrédito de toda afirmación oficial. No alcanza con ofrecer las cifras de la recuperación salarial, tampoco mostrar los números de la economía ni de las reservas acumuladas en el Banco Central; tampoco destacar la importancia extraordinaria que ha tenido la asignación universal para los niños a la hora de disminuir la pobreza y de inyectar dinero al consumo directo apaciguando los efectos de la crisis mundial sobre el mercado de trabajo y sobre el salario (insisto en contemplar la posible solución que se implementará en Grecia o en España para “equilibrar sus economías”: ajuste fiscal, disminución de los salarios, recorte de los gastos sociales, aumento de la edad jubilatoria, etcétera, espejo en el que les gustaría mirarse a las corporaciones económicas argentinas y a muchos de los opositores políticos). Todo puede ser puesto en cuestión y denunciado como impostura. Eso hacen y seguirán haciendo; ése es su modo de horadar y de debilitar.
Frente a eso el Gobierno tendrá que salir, como ya lo ha hecho, a defender su orientación que supone defender el salario y el consumo de los trabajadores; para eso tendrá que recuperar mecanismos adecuados de control y de regulación de precios que puedan impedir que la especulación siga rindiendo sus frutos. Para eso tendrá que abandonar políticas que ya no son eficientes apuntando hacia otras alternativas en directa consonancia con el papel que deberá jugar el Banco Central. Y allí se inscribe, como es obvio, la cuestión del Fondo del Bicentenario, la disputa parlamentaria por el DNU y la puja inclemente por la renta y su distribución
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