Caseros

Por Teodoro Boot

En su extraordinario trabajo La caída de Rosas, el historiador José María Rosa comenta: “(…) acorralado Federico II en la guerra de los Siete Años, se iba a librar la batalla decisiva de Zorndorf; el ejército está extenuado, la desproporción con el enemigo es grande y la posición estratégica comprometida; los generales prusianos, convencidos de la derrota, aconsejan la capitulación. ‘¿No hay medio de vencer?’, preguntó Federico. ‘Solamente un milagro, Majestad’; ‘Pues bien, esperemos el milagro de la Casa de Brandeburgo’. Esa noche llega a la tienda de Federico un mensajero del general enemigo, el zarevich Pedro de Rusia, con un extraño presente: el zarevich, torpe de inteligencia y admirador de Federico hasta la idolatría, le hacía llegar el plan de batalla estudiado por el Estado Mayor ruso. Federico entrega el documento a sus generales: ‘He aquí el milagro de la Casa de Brandeburgo’. Triunfó al día siguiente en Zorndorf y pudo ganar la guerra perdida”.

El Imperio se derrumba
En 1850 el Imperio de Brasil se encontraba al borde del desastre. Parece inevitable la guerra contra la Confederación Argentina aliada al Partido Blanco de Manuel Oribe, presidente constitucional de la Banda Oriental. Las perspectivas eran tan oscuras que ni el conde de Caxias ni ningún otro jefe militar de prestigio, aceptaban asumir el comando del ejército.
Luis Alves de Lima e Silva, conde de Caxias, era el más importante de los generales del Imperio. Héroe militar de la independencia del dominio portugués, participó mantenimiento del orden público después de la abdicación de Pedro I, combatió contra los argentinos en 1827/28 y dominó los movimientos rebeldes de la Balaida, en Maranhão, en 1839, de los liberales en Minas Gerais y São Paulo tres años después y en 1845 finalmente venció a la revolución Farroupilha, de farrapo, “harapo”, término mediante el que se nombraba a los desarrapados y miserables gaúchos de Río Grande, republicanos y secesionistas.
Caxias era un símbolo viviente del poderío militar del Imperio, tanto como su reticencia a asumir el comando del ejército una señal de su negro futuro.
A la desorganización y deficiente adiestramiento de los reclutas se sumaba la explosiva situación interior.
Hacia enero de 1851 el estado de Río Grande vuelve a dar muestras de inquietud: se teme un nuevo levantamiento que “no se reduciría esta vez al sólo ámbito de una provincia, ya fuera Río Grande, Minas o Pernambuco”, escribe Rosa.
En efecto, los republicanos, liberales y antiesclavistas, planeaban una gran insurrección a estallar al tiempo de iniciarse la guerra contra la Confederación. Sus pensamientos eran ambiciosos: la abolición de la esclavitud, la instauración del régimen republicano y la alianza con las repúblicas continentales de origen latino.
Pero además de los farrapos, también los demócratas hablaban de la Federación de pueblos americanos como única manera de afrontar las intromisiones europeas. En vez de guerra, proponían la alianza con Rosas, la adhesión a su Sistema americano.

Un nuevo milagro
El Imperio estaba desmoralizado y dividido, sin fuerza militar importante, frente a los dos poderosos ejércitos de la Confederación: el de Vanguardia, comandado por Oribe, y el de Operaciones, bajo el mando de Urquiza.
Nadie daba un centavo por el triunfo. El monarca de Austria, Francisco José, pariente cercano de Pedro II, emperador de Brasil, se alarma por su suerte y le aconseja evitar la guerra con la Confederación. Es el príncipe Scwarzenberg, canciller de Austria, el encargado de hacer llegar el mensaje a Paulino José Soarez de Souza, canciller del Imperio: “Según la opinión de oficiales de marina franceses informados in locum –escribe– la balanza se inclinaría a favor de Rosas, salvo el caso de que éste fuera traicionado por algunos de sus generales”.
Escribe José María Rosa “El 21 de febrero de 1851 llegan a Río de Janeiro comunicaciones reservadas de que un agente secreto del general Urquiza había visitado al encargado de negocios brasileño en Montevideo”. Su misión: tratar las condiciones de un pase del jefe del ejército de Operaciones, que ofrecía plegarse al Imperio con todas sus tropas.
Paulino le da al encargado de negocios las instrucciones necesarias y llega a un entendimiento reservado. En abril está convenida y garantizada defección del general enemigo. En mayo se hace el público pronunciamiento y la alianza comprometedora.
“Paulino puede ahora contestar a Scwarzenberg que tranquilizara a Francisco José de Austria sobre la suerte de su primo de Brasil –dice Rosa–. Se había producido el milagro de la Casa de Braganza”.
Ante este súbito cambio en la situación, Caixas acepta asumir el mando del ejército: con la traición del principal general enemigo al mando del ejército que la Confederación había alistado contra el Imperio, la guerra prometía ser un paseo.
El emperador premiaría a Caxias con el título de marqués y más tarde, luego de que comandara al ejército aliado en la guerra contra el Paraguay, finalmente duque.

El escarmiento

Nada se interponía entre Buenos Aires y el Ejército Grande (el de Operaciones, el de Corrientes, la 1ra División del ejército imperial y la “División Oriental”, compuesta por soldados colorados a los que fueron sumados de prepo los blancos y argentinos sobrevivientes del ejército de Oribe).
Tras cruzar el Paraná a bordo de los buques brasileros y de marchar rumbo a Buenos Aires, la noche del 2 de febrero de 1852, el veterano ejército de Urquiza encentró que en la cañada de Morón le cerraban el paso las inexpertas fuerzas que Rosas había concentrado en Santos Lugares.
“Era evidente que Rosas había abandonado su fuerte posición de Santos Lugares para librar una batalla definitiva contra la sola fuerza de Urquiza”. Era un combate perdido de antemano. “La ofensiva la resolvió Rosas contra el parecer de sus oficiales –conjetura José María Rosa–: tal vez quiso ahorrar a la ciudad el ataque de los brasileños de Caixas”, quien apostado en Colonia, estaba a punto de embarcar rumbo a Buenos Aires el llamado Ejército de Reserva.
La batalla tuvo lugar al día siguiente. En el bando de la Confederación sólo resistieron peleando con eficacia el Regimiento Escolta, comandado por Pedro José Díaz, y la artillería de Martiniano Chilavert, que en el palomar de la familia Caseros detuvo el avance de la 1ra División imperial que dirigía el brigadier Marques de Souza.
Años atrás, el unitario Pedro José Díaz había caído preso de los federales en el combate de Quebracho Herrado. Luego de jurar no levantarse en armas contra la Confederación, fue dejado en libertad.
El coronel Chilavert, artillero del ejército libertador de Lavalle y convencido unitario, ante las agresiones extranjeras (Inglaterra y Francia primero, el Imperio después), abandonó su exilio y viajó a Buenos Aires, donde puso su experiencia al servicio de la Confederación.
A ellos encomendó Rosas el mando de los dos únicos regimientos que estaban en condiciones de hacer frente al ejército de Operaciones.
Luego de la batalla, y tras un duro cambio de palabras con Chilavert, Urquiza ordenó que fuera fusilado por la espalda. Asimismo, fue degollado Martín Santa Coloma, veterano de los combates de Obligado y Quebracho Herrado.
Los soldados de la División Aquino, veteranos del ejército de Oribe, que se habían negado a combatir contra su patria aliados a los extranjeros, fueron fusilados y colgados de los árboles de la residencia de Palermo, donde Urquiza había instalado su cuartel general.

Echando cimientos en el pantano

“La considerable extensión del campo de batalla –dice Rosa– hizo que se la llamara de diversas maneras: Morón, le dijeron en un principio, porque su centro y su derecha quedaban en el arroyo de ese nombre; Monte Caseros o Caseros, quisieron corregir los generales brasileños, no obstante encontrarse la estancia y palomar de Caseros a la derecha, pero ahí en Caseros precisamente habían combatido los imperiales mientras los cuerpos argentinos y orientales lo hicieron en Morón. Un comunicado de Urquiza adoptaría definitivamente el nombre Caseros, dando, por tanto, la gloria del combate a la División de Marques de Souza”
Detalles.
Como que hasta el año 2006 el regimiento del ejército argentino con asiento en Gualeguaychú llevara el nombre de Duque de Caxias.
El raid de Urquiza no terminó ahí: meses después traicionaría a la Asamblea del Estado Oriental decidida a defender los derechos de su país de las pretensiones territoriales del Imperio así como de la imposición de hecho de la esclavitud en territorio uruguayo, se retiraría del campo de batalla de Pavón dejando a las trece provincias de la Confederación abandonadas a su suerte, asistiría impasible a la destrucción de Paysandú, donde además murieron dos de sus hijos, incitaría a la rebelión de Vicente Peñaloza pero a la vez no levantaría un dedo para defenderlo del ejército de Buenos Aires, traicionaría groseramente al presidente paraguayo Francisco Solano López, desencadenando la mayor tragedia de la historia sudamericana.
“El zarevich que entregó los planos para derrotar a su propio ejército –concluye José María Rosa– fue estrangulado por sus soldados en la fortaleza de Ropcha, no obstante su deficiencia mental, y su memoria quedó proscripta de Rusia. El general argentino será más afortunado y tiene estatuas en su país”.
Un país construido sobre esas bases tiene sus cimientos asentados en la nada.
Así se entiende cómo gentes “de sucesivas lealtades”, o sistemáticas traiciones, que vienen a ser la misma cosa, ocupen lugares preponderantes en la política nacional, o que el vicepresidente de la nación encabece la oposición al gobierno que integra sin el menor pudor y hasta jactándose. Lo que es peor, sin que se lo reprochen.

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