Por más que la realidad económica golpee con fuerza a la mayoría de los argentinos, Javier Milei sigue conservando niveles de apoyo popular sorprendentes. ¿Cómo es posible que un gobierno que aplica uno de los ajustes más drásticos de la historia democrática argentina no sólo no se desmorone socialmente, sino que capitalice ese dolor en forma de capital político? La pregunta inquieta a analistas, dirigentes y militantes del campo nacional y popular, que observan, atónitos, cómo el “León libertario” logra sostener una relato ganador de un “Milei que arrasa”, en medio del desguace del Estado y la caída libre del consumo interno.
Por Antonio Muñiz
Según el resultado que arroja la última encuesta de la consultora brasileña Atlas, el 65 por ciento cree que la situación económica es mala, pero mejora la imagen de Milei. Según esta encuesta el presidente sigue siendo el líder con mejor imagen del país, pese a que crece el descontento con la situación económica.
¿Cómo se explica esta situación atípica para una lógica política tradicional?.
Es indudable que se impone una reflexión más profunda, una lectura aguda sobre el vínculo emocional entre el presidente y parte del electorado: el mileísmo no es solo un programa económico, es una propuesta refundacional, simbólica, moral y religiosa. Y en ese plano, el peronismo y sus aliados llegan tarde, desorientados o sin lenguaje.
La fe como política
Desde su campaña electoral, Javier Milei encarna una figura mesiánica. No es casual que haya apelado tantas veces a la idea de ser “el elegido”, que hable con Dios, que combata al Mal encarnado en la “casta” y que proponga un camino de sufrimiento como redención. Como en las grandes religiones, la promesa no es felicidad inmediata sino salvación futura. La inflación, el hambre o la recesión son, según Milei, males heredados, consecuencias de los pecados colectivos cometidos durante décadas de “estatismo” y populismo. Su gobierno, entonces, se propone como el éxodo hacia la tierra prometida del mercado libre.
Esta narrativa mística se potencia con la crisis de sentido que atraviesa la sociedad argentina. Con partidos políticos desprestigiados, sindicatos debilitados y organizaciones sociales en repliegue, Milei ocupa el vacío simbólico con una épica libertaria, cargada de emotividad, odio redentor y promesas de purificación. En este marco, la “motosierra” no es una herramienta mecánica, sino un gesto sacrificial: cortar el gasto público es, en su lógica, liberar al pueblo de sus cadenas.
El ajuste más brutal… con apoyo popular
Las cifras son claras: la actividad económica cae a ritmos acelerados, el salario real se desplomó, el consumo interno retrocedió a niveles pre-kirchneristas y la pobreza supera el 55%. Aun así, si bien Milei conserva apoyo en las clases altas y en sectores empresarios y financieros, sigue teniendo consenso, a contramano de la lógica tradicional, en sectores de la clase media empobrecida, en trabajadores informales, en jóvenes y jubilados, que paradójicamente son los más golpeados por su política económica. ¿Cómo se explica?
Una de las respuestas posibles está en el terreno de las subjetividades. El voto por Milei no fue sólo racional; fue también emocional y, en muchos casos, existencial. En su narrativa, los pobres ya no son víctimas del sistema sino héroes anónimos que luchan por salir adelante a pesar del Estado. El asistencialismo es demonizado; el mérito, divinizado.
En ese marco, muchos trabajadores informales, cuentapropistas y sectores medios empobrecidos no se ven reflejados en el discurso tradicional del peronismo, que sigue apelando a una clase trabajadora organizada, hoy muy debilitada, o una izquierda tradicional que sigue pensando en una lucha de clases, que ya tampoco existe, por lo menos en los mismos viejos términos.
Además, Milei supo capitalizar la bronca acumulada con un sistema político que, para millones, fracasó. El peronismo gobernó gran parte de los últimos veinte años, y aunque amplió derechos, no logró consolidar un modelo de desarrollo inclusivo. La crisis del Frente de Todos —fragmentado, contradictorio y sin conducción— allanó el camino para que una figura outsider pudiera presentarse como tabla de salvación.
El espejo latinoamericano
El fenómeno Milei no es aislado. Se inscribe en una ola de liderazgos ultraliberales o reaccionarios que han emergido en América Latina y el mundo. El caso de Nayib Bukele en El Salvador es ilustrativo: autoritarismo popular, guerra contra el Estado corrupto, apelo a lo religioso y uso intensivo de redes sociales como canal directo con “el pueblo”. También Jair Bolsonaro en Brasil apeló a una mezcla de neoliberalismo, evangelismo y antipolítica. Pero Milei va más allá: propone la demolición del Estado como principio fundante de su programa.
En este marco, el campo nacional y popular tiene un desafío urgente: no sólo resistir con protestas o argumentos económicos, sino disputar el sentido común desde una narrativa emocional, identitaria y popular. Los pueblos no se mueven solo por necesidades materiales, sino también por esperanzas, miedos, deseos y símbolos.
Lo que el peronismo no vio (o no quiso ver)
La gran derrota del peronismo no fue solo electoral: fue simbólica. Se dejó arrebatar las banderas de la justicia social, la rebeldía, la libertad y la soberanía. Mientras Milei grita “¡Viva la libertad, carajo!” y arremete contra la “casta”, el peronismo aparece como una fuerza defensiva, tecnocrática o nostálgica, sin épica transformadora. La apelación al pasado ya no moviliza. Las nuevas generaciones no vivieron el 2001, no tienen sindicatos fuertes ni memoria activa del Estado protector. Para ellas, la libertad no es un derecho social garantizado por el Estado, sino la posibilidad de romper con lo heredado.
El Frente de Todos falló en su intento de unidad y síntesis. Gobernó sin proyecto, sin relato y sin conducción clara.
A esto se suma toda una élite dirigencial que no supo o no quiso cambiar.
El resultado fue el caldo de cultivo ideal para que un outsider carismático y provocador arrasara con el discurso hegemónico.
¿Qué debe aprender el campo nacional y popular?
En primer lugar, que no alcanza con tener razón. Las estadísticas y los papers no reemplazan la conexión emocional con el pueblo. Es necesario reconstruir un lenguaje político que hable de la vida cotidiana, que reconozca el dolor, que proponga una esperanza. Hay que abandonar la zona de confort de los marcos conceptuales y bajar a la calle con palabras simples y gestos concretos.
En segundo lugar, hace falta una renovación generacional y simbólica. El sujeto histórico del peronismo ya no es el mismo. Hoy hay que interpelar a los sectores medios, que se están empobreciendo, trabajadores de la economía informal, a los trabajadores de plataforma, a los emprendedores, a los jóvenes, los pequeños productores y comerciantes que sienten que el Estado los abandonó. No para abandonar la doctrina, sino para actualizar su expresión.
Y en tercer lugar, hay que disputar el campo de lo espiritual. El peronismo nació con una fuerte impronta religiosa, casi mística. La idea de comunidad organizada, de justicia, de amor al prójimo, no es ajena a su tradición. Hoy, más que nunca, es urgente recuperar esa dimensión trascendente, que hable no solo al bolsillo, sino al alma del pueblo.
Una nueva liturgia para una nueva época
La política necesita símbolos, gestos, liturgias. El mileísmo lo entendió. El nacionalismo popular debe reaprenderlo. No se trata de imitar a Milei en su forma, sino de recuperar el vínculo profundo con las mayorías desde una estética y una ética propias. Bandera, justicia, dignidad, comunidad, trabajo, soberanía: no son palabras viejas si se las pronuncia con el corazón.
En ese camino, es indispensable volver a poner en valor las simbologías populares que le dieron identidad a nuestro pueblo: la noción de Patria como casa común, el orgullo de ser argentino no desde la superioridad sino desde la historia de lucha, resiliencia y solidaridad. Hay que reconectar con las manifestaciones de religiosidad popular —las peregrinaciones, los santos populares, los rituales comunitarios— como formas vivas de resistencia espiritual frente a un modelo que deshumaniza. Y también es tiempo de recuperar los valores del humanismo cristiano, expresados en la Doctrina Social de la Iglesia, que afirma la dignidad del trabajo, la función social de la propiedad y la necesidad de un orden económico justo y solidario. Porque ante el desierto individualista que propone el neoliberalismo, hay reconstruir una comunidad, el pueblo argentino debe reencontrarse con su alma colectiva.
Milei no avanza porque la gente quiera sufrir. Sostiene su liderazgo porque promete sentido en una época vacía. El peronismo, si quiere volver a ser opción, debe dejar de administrar lo posible y volver a soñar lo imposible.
No para negar la realidad, sino para transformarla. Porque como decía Arturo Jauretche, “los pueblos no se suicidan, pero a veces se equivocan de camino”. Y cuando eso pasa, no hay que culparlos. Hay que saber volver a hablarles.