La paja y el trigo

Jorge Rachid

La sucesión de acontecimientos que afectan al movimiento obrero argentino, hacen que la información sesgada e interesada, tienda a demonizar a los dirigentes gremiales y a establecer binariamente los buenos y los malos, según cánones de la cultura dominante que sigue siendo discriminatoria y elitista. No se mide con la misma vara a las conductas empresariales de prácticas usualmente insolidarias y evasivas en sus responsabilidades tributarias, ni las conductas políticas de quienes no resisten los archivos, frente a la historia reciente.

Entonces lo que debemos analizar, separando la paja del trigo, es el juego de intereses que anida detrás de esta situación que intenta estimular la confrontación entre los sectores del movimiento nacional, como forma de deteriorar su capacidad de maniobra desde el gobierno. Pensemos entonces cuales han sido los intereses afectados por el curso de la política actual, intereses concentrados del poder
económico, histórico de la Argentina que han impedido en forma sistemática el acceso a la distribución de la riqueza y el protagonismo político necesario de la clase trabajadora y los movimientos sociales.

Lo han hecho estos sectores, a través de golpes de estado, corrompiendo, marcando la agenda nacional, por supuesto financiera antes que productiva, endeudando al país, evadiendo impuestos, girando ganancias al exterior. Esos sectores llamados “blancos” cultivados y solemnes, son aquellos que estigmatizan a los “negros”, los trabajadores argentinos, los que producen la riqueza del país, haciéndolos responsables de las siete plagas de Egipto.

La lucha política, aún más en año electoral, tiende a abrir brechas donde los intereses operan, aprovechando y jugando incluso con la buena fe de los protagonistas, ya que a la lucha interna legítima, le agregan la dosis necesaria de confrontación, conspirativa y vociferada por los medios, que permita romper los puentes de los espacios políticos comunes, y donde sólo se pretenden definir protagonismos de poder en lo electoral entre sectores del mismo movimiento. Así acontecen luchas fratricidas estimuladas por el enemigo. Así quieren hacer aparecer como una lucha sin retorno, una disputa por espacios legislativos o por candidaturas que se dan con naturalidad en cualquier proceso político.

Pero la demonización sectorial en especial del movimiento obrero tiene que ver con la crítica profunda, gorila y reaccionaria hacia la acumulación de poder del movimiento obrero o sea es un tema profundamente ideológico y desde el peronismo esencialmente doctrinario.

No hay límites para el agravio, la denostación, la estigmatización y hasta la vendetta pública a través de los medios como conductores de la ofensiva, además de los siempre listos candidatos de la oposición recorriendo esos mismos medios, repitiendo libretos preconcebidos llenos de arcaísmos anti sindicales y tendiendo a implosionar el sistema solidario de salud de las obras sociales que hoy atienden al 51% de la población argentina.

Nuevamente los intereses anidan detrás de la supuesta lucha contra la corrupción, que sin duda que existe, en casos puntuales y que hay que combatirla, como existe entre los empresarios, los políticos, los banqueros, los intelectuales, los almaceneros y cuanto espacio sobrevolemos en el análisis pormenorizado de sus conductas. Sin embargo el sindicalismo es el blanco a eliminar, el obstáculo para la flexibilización laboral y para la acumulación de ganancias sin tener que negociar en paritarias, tolerando el trabajo esclavo y las condiciones inhumanas de explotación. Con un sindicalismo domesticado o atomizado, el mercado vuelve a ser el ordenador de las relaciones socio-laborales y quien fija los patrones de conducta salarial y laboral. Ya lo hemos vivido desgraciadamente en la Argentina reciente.

Sin dudas no entran en los análisis actuales, los programas de lucha de Huerta Grande y La Falda en plena resistencia peronista de los mediados del 50, ni el Frigorífico Lisandro de la Torre y el Plan Conintes de represión con militarización de la clase trabajadora. No entra tampoco la CGT de los Argentinos en cuyo seno desde Rodolfo Walsh a Carpani, desde Puiggrós a Urondo, entrecruzaban la intelectualidad con las luchas obreras en los fines de los años 60. Esa CGT ya unida que estuvo presente en el regreso de Perón al calor del pueblo argentino y que fue capaz de sacudir los cimientos de la derecha reaccionaria que asumió el poder post Perón, expulsando a sus máximos responsables.

La misma clase trabajadora y sindicalismo que combatió la dictadura después de sufrir la persecución, desaparición y muerte de miles de compañeros delegados y secretarios generales. La que hizo paro en el 79 y movilizó en el 82, la que denunció el endeudamiento del país, confrontó con los planes de FMI y el BM, la que se opuso a la flexibilización laboral y al modelo neoliberal cuando el país callaba. Ese movimiento obrero es molesto a los planes financieros internacionales y sus socios locales. Claro que hubo quienes claudicaron antes y ahora, quienes defeccionaron ante el avance corruptor del modelo neoliberal, pero están marcados por la historia en el movimiento obrero, cosa que no ocurre en el resto de los sectores sociales y políticos que bajaron los brazos y entregaron sus sueños al posibilismo globalizador.

Los movimientos sociales fueron los emergentes de la situación de desesperanza de la precarización laboral y el desempleo, los trabajadores a través del MTA y el CTA junto a ellos protagonizaron las mayores luchas contra el modelo financiero y las transnacionalización de la economía, con su secuela de desocupación, diáspora y dolor social. No fueron los empresarios nacionales, ni los intelectuales organizados, ni los políticos de fuste quienes enfrentaron el modelo desde la lucha y el riesgo de perder sus sindicatos por intervención amenazante de un ministerio de Trabajo al servicio de los poderosos. Fue la CGT en la resistencia quien lo hizo acompañada sin lugar a dudas por innumerables sectores de los nombrados pero cargando sobre sus espaldas el peso de la confrontación.

Fueron las obras sociales las que resistieron el avance de las prepagas y el sector financiero sobre la salud de la población que perdió en esa batalla desde la jubilación que se privatizó a la seguridad en el trabajo que se tercerizó. Las AFJP y las ART lo atestiguan en sus concepciones netamente financieras, inhumanas, alejadas de la problemática del hombre y al servicio del capital especulativo. Las víctimas: los trabajadores y sus núcleos familiares.

Cuando el país cambió, cuando el estado recuperó protagonismo y el movimiento nacional se puso en marcha como en esta hora, fueron los trabajadores y el movimiento obrero organizado junto a las organizaciones sociales el punto de acumulación política más alto del actual proceso. Sería impensable el modelo actual sin el respaldo indubitable de la masa trabajadora y sus dirigentes, de los cuales debe haber muchos cuestionables y otros procesables que deberán como cualquier argentino acudir al requerimiento judicial. Eso nunca estuvo en duda, es mas existen en la actualidad figuras de primer nivel sindical en proceso judicial y privadas de libertad. No existe ningún empresario explotador y traficante de personas en esa situación, ningún político enriquecido en esa situación, ni de la farándula, ni de los medios, ni de los comprometidos por la ley penal tributaria. Pensemos en que hechos resonantes de corrupción fueron cerrados por el paso del tiempo: IBM-Banco Nación, IBM- DGI, contrabando de armas, ley Banelco corrupta, deuda externa, PAMI de los 90, entre otros que sería largo de enumerar.

El sindicalismo es blanco fácil ante la opinión pública, la tergiversación de los hechos y la falta de información son constantes, el ataque a las obras sociales esconde un negocio privado que avanza sobre 22.500 millones al año que quieren las prepagas y los bancos, aunque sea aporte genuino de trabajadores activos y pasivos en el país para la salud. El sistema solidario de salud argentino es único en el mundo y es sostenido por los trabajadores, cuando es responsabilidad del estado la salud del pueblo argentino. Son los mismos trabajadores que a través de aportes tributarios tipo IVA sostienen además al sector público hospitalario. Ambos sectores agraviados y atacados por el poder concentrado que pretende su privatización.

Nadie imagina un país sin sindicatos, más aún fue Perón quien posicionó al movimiento obrero como eje del movimiento nacional y fueron los dirigentes sindicales quienes mantuvieron en alto durante 18 años las banderas doctrinarias del peronismo frente a la persecución y el agravio de la proscripción, es decir dieron la lucha política mas allá de reclamar salarios y condiciones laborales. Lo hicieron junto al resto de los sectores sociales que dieron la lucha, desde la JP a las organizaciones “especiales” como las llamaba el viejo general, por lo tanto a menos que se quiera construir un modelo social con inmigrantes europeos, cultos y vanidosos, lo que tenemos son nuestros “cabecitas negras” al decir de Evita y organizados sindicalmente lo cual le duele a la reacción siempre al acecho de retomar el poder.

Por eso separar la paja del trigo, es no someterse a ser instrumento de ambiciones ajenas al proyecto nacional, siendo funcionales al debilitamiento del movimiento nacional, tampoco cómplices de conductas individuales, simplemente ser compañeros, con mayúsculas comprometidos con el futuro del país antes que con cualquier hecho electoral, diciendo la verdad, con la cual “no miento ni ofendo”como lo plantease el gran Artigas.


CABA, 22 de marzo de 2011
jorgerachid2003@yahoo.com.ar

Carlos Tomada: “El peronismo siempre fue transversal”


–Para usted, ¿sigue vigente en nuestra sociedad, distinta a la de los ’50 o ’70, la idea de que el movimiento obrero es la columna vertebral del peronismo?


El movimiento obrero argentino es sinónimo de peronismo. La historia lo avala y lo legitima como su gran sostén. Lo interesante de este tiempo es que con el reverdecer de la militancia, la masa crítica que se encolumna en el peronismo se potenció en volumen. También es interesante entender que es una militancia que se resignificó a partir de la tarea y el impulso de Néstor Kirchner. La columna vertebral del peronismo es, fue y será el propio peronismo, pero su motor y su sostén siempre ha sido el movimiento obrero. Yo creo que la pregunta en realidad podría ser: “¿Se puede mencionar al movimiento obrero sin pensar en Perón?”
–¿Qué novedades cree que introdujo el kirchnerismo en esa idea?

Lo dicho. La militancia. La mística. El despertar de los jóvenes. El volver a vivir con más compromiso. Con solidaridad. Pensando en términos políticos. Ampliando horizontes. Revalorizando la bandera del trabajo como motor de inclusión y crecimiento. Rompiendo la histórica brecha entre producción y trabajo pero sin traiciones como las que se vivieron en los ’90. Yo adhiero a la idea de que estas premisas crearon un fuerte vínculo con los jóvenes.

–¿La idea de transversalidad fracasó como sumatoria de estructuras políticas?
–La transversalidad es inherente al peronismo en tanto movimiento político. El peronismo ejerce una atracción natural hacia otras corrientes, con anclaje en lo popular. En estos años se potenció desde el kirchnerismo. Es un ida y vuelta, a veces provocado por nosotros y otras, desde otros ámbitos de la política. No me parece que se pueda hablar de fracaso, hay alianzas y provincias que demuestran lo contrario. Pero es bueno hablar de transversalidad porque siempre estuvo presente en el peronismo. ¿O no era lo que ocurría en los ’70? Para mí, la transversalidad en nosotros no es una excepción sino una constante.
–¿Sigue vigente pero de otro modo?

–Los modos pueden ser cambiantes, la transversalidad es permanente. ¿Quién, con objetivos similares, se va a negar a juntar voluntades y fuerzas? Además, en esto tenemos que tener en claro que es difícil representar un pensamiento nacional y popular sin coincidir con el peronismo. Yo le diría que hay muchos que no se definen como peronistas que terminan siendo más peronistas que otros que dicen serlo. En esta lógica se podría decir que el kirchnerismo es ideal porque funciona como una síntesis. El discurso de Cristina en Huracán es un fiel reflejo de estas ideas de convocatoria amplia y plural a partir de los valores compartidos.
–¿Progresismo y peronismo se oponen, se complementan, se enriquecen? ¿El peronismo manda?

–En la eterna discusión entre progresismo, peronismo o como usted lo quiera llamar mi ubicación es bien definida. Yo valorizo el kirchnerismo peronista. En cuanto al progresismo, yo diría según quién. Y en qué época. Había una Elisa Carrió que se posicionaba como una progresista en el pasado y hoy representa otra cosa, pero mejor no entrar en nombres y comparaciones que son bien odiosas. Yo estoy convencido de que el progresismo genuino se complementa y se enriquece con el peronismo. Si revalorizar el trabajo, ampliar el piso de cobertura social como se está haciendo con la AUH, recuperar los fondos para las jubilaciones, combatir el trabajo en negro y crecer incluyendo es progresismo, entonces no cabe duda de que sí. Que se enriquecen, se complementan y se potencian. El peronismo siempre va a ser convocante en estas alianzas porque es el de mayor fuerza popular y larga tradición frentista

Alberte, el militar que inauguró la lista de crímenes de la dictadura


Por Raúl Arcomano

Bernardo Alberte había conocido a Perón en el año ’45. Fue su edecán en el ’54 y a fines de los ’60 fue secretario general del peronismo.Otras notasEn nombre del padreLa Argentina tiene el triste privilegio de haber introducido la categoría sociológica y política del desaparecido. La dictadura cívico militar ejecuto un plan sistemático de exterminio de seres, de los cuales solo debía saberse que desaparecieron. Ello pertenece a esa necesidad de que el vencido no tenga memoria, no tenga historia, no haya existido. La rememorización de estos arquetipos no es solamente una vuelta al pasado. Sin memoria, sin rememoración, el sujeto no existe.
El séptimo hijo varón que no quiso a Videla de padrino Roberto Castillo estaba casado, tenía seis hijos y faltaban cuatro meses para que naciera el séptimo. Trabajaba en la pollería Sapucai, que había sido fundada en 1971 por un grupo de productores de Almirante Brown. El 12 de enero de 1977, en su casa estaba toda su familia, menos uno de sus hijos, Oscar, quien se había ido a jugar al fútbol. Los Castillo vivían en Sakura, en Burzaco, un barrio obrero en donde, aún en dictadura, todavía había jóvenes que trabajaban dando su vida para mejorar las condiciones de sus habitantes.
Rovira, el último jefe de la Triple A El suboficial mayor escribiente de la Policía Federal Miguel Ángel Rovira, uno de los jefes operativos de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), parece haber muerto el pasado viernes 23 de julio. Miradas al Sur corroboró entre el vecindario de la calle Pasco al mil, en el barrio de San Cristóbal, que su ex mujer dijo haberlo encontrado muerto, al parecer a causa de una rotura de la arteria aorta. Sus restos fueron retirados por la tarde del único chalet de la cuadra, que lleva el número 1032.
BREVES• PESE A LA FERIA JUDICIAL
Siguen este mes las audiencias por la Esma
Derechos humanos• Día de la memoria en Ingeniería
La Comisión de Reconstrucción de la Memoria de la Facultad de Ingeniería realizará mañana lunes el acto para conmemorar el “Día de la memoria” que se llevará a cabo a las 19 horas en el hall de entrada de la sede de Paseo Colón 850. El acto tiene como objetivo recordar a alumnos, docentes y compañeros que han sido víctimas del terrorismo de Estado implementado durante la última dictadura cívico-militar.
Un represor de Orletti detenido en Brasil podrá ser juzgado en ItaliaMe fui de Argentina perseguido por la dictadura porque era militante de izquierda”, explicaba Domingo Echebaster, reportero gráfico especializado en competiciones náuticas, a los parroquianos de los bares de Santa Teresa, el barrio de Río de Janeiro donde vivía desde hace casi veinte años. Solía reunirse en charlas en los alrededores de la plaza Presidente Aguirre Cerdá y contar sus peripecias. Interpol y la Policía Federal brasileña determinaron que en realidad se trata de Alejandro César Enciso, alias Pino, quien también se hacía pasar por Horacio Andrés Ríos Pino.
Era un histórico militante justicialista que llegó a ser delegado personal de Perón. Fue asesinado por el Ejército pocos minutos después de consumado el golpe del 24 de marzo del ’76 Catorce vehículos militares de la Policía Federal y del Ejército llegaron hasta el edificio de Avenida del Libertador al 1100. Se bajó un grupo numeroso de soldados con ropa de fajina y FAL en mano. Eran las 2.15 del 24 de marzo de 1976: pocos minutos habían pasado desde que las fuerzas armadas se hicieran cargo, a sangre y fuego, del control del país. Los uniformados cortaron el tránsito desde Callao hasta el pasaje Schiaffino. Forzaron la puerta de entrada al edificio y subieron resueltos los seis pisos por las escaleras. Cuando llegaron a destino rompieron la puerta de servicio a punta de bayoneta.
–¡Alberte, venimos a matarte!– gritó un milico, sacado.
–¡Por culpa tuya murieron muchos de nuestros compañeros!– guapeó otro.
Bernardo Alberte se sobresaltó. Dormía junto a su mujer. En otra habitación estaba Lidia, una de sus cuatro hijos. Les dijo a las dos que se escondieran en una de las habitaciones. Él se calzó un revolver e intentó una defensa. No pudo hacer mucho. En los forcejeos lo agarraron entre varios y, sin más, lo tiraron por una ventana del comedor. Cayó al pulmón del edificio y murió en el acto. Lo mataron por resistirse. Las mujeres fueron tiradas boca abajo a punta de fusil. Los militares intentaron llevarse a Lidia. Pero el jefe de la patota ordenó que la dejaran.
Así, la dictadura hacía su aparición en escena. Estrenaba la metodología que pondría en acción durante los siguientes siete años: el asesinato, la desaparición, el saqueo. Y lo hizo en primera instancia con un símbolo del peronismo: Bernardo Alberte, un ex militar y dirigente peronista que “se opuso a las dictaduras militares, al golpismo y a las conducciones burocráticas del mismo peronismo”, según lo recuerda hoy su hijo, Bernardo Alberte, ante Miradas al Sur.
Alberte fue el primer muerto de la dictadura. El primero de los muchos miles que vendrían después. La familia logró recuperar al día siguiente el cuerpo y enterrarlo en el cementerio de Avellaneda.
El ex militar estaba en los primeros puestos de las listas negras de la Triple A para ser ejecutado. Su hijo recuerda: “En la primera reunión de gabinete después de la muerte de Perón, el 8 de agosto de 1974, López Rega, en presencia de todos los ministros, mostró fotos de las personas peligrosas para el gobierno y para la seguridad de la Nación, según dijo. Uno de ellos era mi viejo. Otros: Julio Troxler, Juan José Hernández Arregui, Silvio Frondizi. También Jorge Taiana padre, que vino a ver a mi padre y le dijo: ‘Alberte, están locos. Te tenés que ir’”.
La Triple A actuó unos días antes del golpe, el 20 de marzo. Un grupo armado lo fue a buscar a su lugar de militancia, la corriente 26 de Julio, donde estaba con Jorge Di Pascuale y Alicia Eguren. No lo encontraron y se llevaron a dos hombres de la corriente. Un día antes ya habían secuestrado a otro militante, Máximo Altieri, un chico de 25 años. “Mi viejo no cuidó para nada su seguridad. Se puso a buscarlo con el padre del chico. Hasta llegó a escribir una carta abierta a la Triple A en la que proponía un canje: su vida por la de Altieri. A Altieri lo encontraron muerto en la morgue del cementerio de Avellaneda.”
El crimen de Altieri lo decidió a escribir una carta a Videla. La terminó la noche del 23, pero le puso de fecha 24, día que sería entregada. Decía que lo habían querido secuestrar y denunciaba el asesinato del joven militante. Y responsabiliza a Videla, jefe del Ejército, por la represión ilegal y le advertía del error histórico que iban a cometer las fuerzas armadas de producirse un nuevo golpe militar.
“Sin duda avanzamos hacia un enfrentamiento hacia el que se nos quiere llevar gradualmente con falsas opciones y manejando falsos valores, y alarma observar la ligereza y hasta la irresponsabilidad con que ciertas personas y ciertos sectores que tienen poder, poder transitorio, alientan el enfrentamiento con hechos o con palabras”, escribió en una parte. Sabía lo que se avecinaba. El día del secuestro saquearon todo: cartas de Perón, documentos, fotos, libros. Pero no vieron la carta. Fue entregada al día siguiente.
Luego de la muerte vendría una larga procesión judicial. Explica Bernardo: “No encontrábamos abogado. Quién iba a agarrar el caso. Empezó a ayudarme un amigo, el abogado Jorge Garber. Lo primero que me dijo fue: ‘Bernardito, tenemos que conseguir unos fierros porque nos van a matar’. La querella la empezamos en abril del ’76: debe ser una de las primeras de ese tipo. Era contra Videla. El primer juez le dijo a Garber: ‘No sólo a Alberte había que tirarlo por la ventana, sino a todos los peronistas’. Otro me dijo: ‘Alberte, déjese de joder con esto, porque me van a matar a mí y lo van a matar a usted’. La causa pasó por 14 juzgados en seis años: del ’76 al ’81. Era una papa caliente: todos se fueron declarando incompetentes. El expediente es una larga lista de excusas”.
Cuando la dictadura se esfumaba, un juez se metió con la causa y logró avanzar con algunas medidas. Finalmente, en diciembre de 1985, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal resolvió cerrarla. Luego vinieron las leyes del perdón y el expediente quedó planchado. Hasta 2003, cuando esas leyes fueron anuladas y la investigación fue reabierta. Hoy el expediente por el crimen de Alberte forma parte de la megacausa Primer Cuerpo, a cargo de Daniel Rafecas.
La familia aportó a la Justicia los nombres de dos militares que ocuparon puestos de relevancia en la División Inteligencia y Operaciones del Estado Mayor del Ejército. Bernardo sostiene que participaron del operativo que terminó con la muerte de su padre. Se trata del general retirado Oscar Guerrero, que habría sido el jefe de la patota, y el general retirado Jorge O’ Higgins al que se le encontró parte de la correspondencia de Perón a Alberte, que había sido robada la noche del crimen.
El libro Un militar entre obreros y guerrilleros, de Eduardo E. Gurucharri, relata la vida de Alberte. Allí hay una anécdota contada por su hijo Bernardo, sobre el día que vio por la calle a Guillermo Suárez Mason, uno de los jerarcas de la dictadura. “Cuando lo reconocí, lo metí de un pechazo en un garage. Lo agarré del cuello y le dije: ‘Vos, asesino, mataste a mi viejo’. Me respondió: ‘Yo no maté a nadie’. Lo escupí, lo putié, le rompí la ropa, le pegué con la mano abierta en la cara gritándole ‘miserable asesino’ y le di una patada en el culo.”
Nada mejor que un compañero. Alberte tenía una larga historia con el peronismo. “En octubre de 1945 cuando era teniente intentó sublevar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo para ponerla a favor de Perón. No tuvo éxito: tenía 27 años y lo degradaron. Con el triunfo del 17 de octubre recuperó el grado y la libertad. Ahí se encolumnó con Perón. Aunque a lo largo de su amistad polemizaron mucho”, cuenta Bernardo.
En 1954, Perón lo nombró su edecán personal. Ahí creció la relación entre ambos. “En el golpe del ’55 mi viejo fue la primera defensa en la Casa Rosada –dice orgulloso Bernardo–. Se quedó al lado de Perón hasta que el general se exilió. A mi padre lo encarcelaron: estuvo en la penitenciaría de Las Heras, en el penal de Magdalena y luego lo confinaron a Ushuaia, una cárcel que había sido cerrada por infrahumana. Un año después nos exiliamos. Nosotros estuvimos un año. Mi padre, hasta que salió la Ley de Amnistía, en el ’58, después del pacto de Perón con Frondizi.”
Al regreso a la Argentina, Alberte se encargó de recomponer su economía. “Puso una zapatería de compostura en el acto. Llegó a tener tres. Luego abrió una tintorería. Fue famosa: se llamaba Limpiería del Socorro y fue conocida porque funcionó como una Jabonería de Vieytes. Por allí pasaron los principales referentes de la resistencia peronista: entre otros, Julio Troxler y Gustavo Rearte. No sólo reuniones se hicieron allí: también los famosos caños de la resistencia.” Casi diez años después, en el ’67, Perón recompensó la lealtad de Alberte: lo nombró delegado personal y secretario del movimiento justicialista.
–¿Por qué lo eligió Perón?
–Porque era un momento en el que a Perón le empezaron a disputar espacios de poder. El vandorismo impulsaba el “peronismo sin Perón”. Lo puso a mi padre porque sabía que era un hombre con carácter, leal, y que iba a enfrentar a esos sectores. Igual el nombramiento generó una gran desconfianza en los jóvenes. Decían: por qué Perón puso a este milico. Mi padre enfrentó en ese momento a la dictadura de Onganía y a las cúpulas burocráticas del peronismo y del sindicalismo.
–¿Hasta cuándo estuvo al frente del movimiento?
–Hasta que se creó la CGT de los Argentinos, en el ’68. Mi padre les dio el paraguas político. Fue un gran instrumento de lucha. Hay que dejar algo en claro: Perón se disgustó con el nacimiento de esa central obrera y por eso mi viejo renunció. Igual siguió haciendo política. Fue un continuador de las ideas de John William Cooke y uno de los fundadores de la tendencia del peronismo revolucionario. La relación con Perón nunca volvería a ser la misma.
Alberte llegó a ser mayor. Lo habían dado de baja cuando se exilió. En el ’69 Onganía llamó a todos los militares dados de baja, para que recuperen su cargo. Todos menos Perón. “Mi padre se negó y redactó un documento que lo dice todo: Participacionismo con uniforme.” La carta es una crítica feroz a sus compañeros de arma. Escribió Alberte: “Mientras en 1956 un general se presentaba para hacerse responsable del fracaso y de la derrota enfrentando el fusilamiento, hoy otro general se presenta a solicitar el grado y el sueldo. Valle lo ha de contemplar desde la inmortalidad con la misma serenidad con la que afrontó la muerte. Los sobrevivientes de ayer fueron fusilados hoy con un decreto de amnistía”.
Alberte recuperó su grado y fue ascendido teniente coronel cuando asumió Cámpora, en 1973. Y Néstor Kirchner, hace tres años, le rindió homenaje: le otorgó un ascenso post mortem a coronel. “Recibí yo ese homenaje y pensaba: ‘El viejo me debe estar puteando’. El había guardado todos sus uniformes en una caja. Un día me dijo: ‘Quemálos’. Los militares no rompen nunca con la institución. Mi viejo sí: rompió con el Ejército el día de los bombardeos a la plaza de Mayo.”
–¿Por qué cree que su padre fue la primera víctima de la dictadura?
–Hay muertes, cuando son las primeras, que son un símbolo. Lo eligieron primero porque Alberte había salido de las entrañas del Ejército y, encima, era peronista. Y era el tipo que los señalaba con el dedo y les decía todo lo que habían hecho mal. No se lo perdonaron.
En la carta Participacionismo con uniforme Alberte advertía: “Nosotros les prevenimos que algún día vendrá el hombre sencillo de la Patria a interrogar a sus militares en actividad y en retiro (…). No los interrogarán sobre sus largas siestas después de lo merienda, tampoco sobre sus estériles combates con la nada, ni sobro su ontológica manera de llegar a las monedas, no sobre la mitología griega ni sobro sus justificaciones absurdas crecidas o la sombra de la mentira. Un día vendrán los hombres sencillos a preguntar qué hicieron cuando la Patria se apagaba lentamente (…) Quizás para ese momento, la vergüenza que provoque el silencio como respuesta, no sean suficiente como castigo”.

El escribidor, la civilización y la barbarie


Ricardo Foster

Bienvenido un tiempo argentino en el que regresa la polémica y en el que nuevamente se pueden debatir cuestiones más que significativas. Es una muestra más de un cambio profundo de paradigma respecto de la década de los ’90 en la que reinaba el consensualismo vacío, el fin de la política y la muerte de las ideologías mientras la escena del mundo quedaba bajo la lógica neoliberal. En la Argentina actual todo está en discusión y, claro, cómo no lo iba a estar la ardua relación entre literatura y política sabiendo, como sabemos, que en ese vínculo siempre complejo se fueron tejiendo momentos claves y decisivos de nuestra imagen como sociedad.

La literatura y la política, el arte y la política han sido, desde siempre, parejas difíciles y contradictorias. Difíciles porque la genialidad creadora no siempre, o muy pocas veces, viene de la mano con la virtud democrática o la nobleza de ideas. Difíciles también porque aquellos que se introducen en el laberinto complejo de las vicisitudes humanas no se detienen en las aduanas morales que, casi siempre, están reñidas con la libertad creadora. Imaginar que una obra de arte debe hacer coincidir las buenas intenciones con la potencia narrativa es comprender muy poco de lo que el arte, en sus múltiples formas y prácticas, ha sido desde la lejanía de sus orígenes. Es imaginar con torpeza que se puede maniatar la experimentación estética, el riesgo poético o el misterio del impulso creador y someterlo a una suerte de policía de lo que está bien o mal de acuerdo a las reglas morales socialmente aceptadas. La gran obra de arte subvierte, siempre, las prohibiciones políticas, religiosas o mercantiles para dejarse llevar por su propia lógica. La lista de artistas o escritores incorrectos política o moralmente es tan larga que si quisiéramos expulsarlos del Parnaso estético literalmente nos quedaríamos con un puñadito de nombres que no necesariamente serían los mejores.

¿Alguien puede dudar del genio de Richard Wagner? Y sin embargo su antisemitismo feroz lo llevó a decir cosas horribles aunque no le impidió rodearse del mecenazgo judío ni de reconocer que fueron músicos judíos y críticos judíos los que mejor supieron valorar su obra. Es conocida la sentencia de Thomas Mann respecto de Fedor Dostoievski: “Y qué si fue un pervertidor de menores, eso en qué disminuye la grandiosidad de su obra”. ¿Y qué escribir de Celine, una de las plumas más intensas de la literatura francesa del siglo veinte, colaboracionista nazi y antisemita patológico? ¿Acaso la potencia y la belleza de Carmina Burana disminuyen porque su autor fue muy bien acogido por las huestes hitlerianas? ¿Y qué hacer con Ezra Pound compañero de ruta del fascismo italiano? ¿Y entre nosotros que decir de Jorge Luis Borges y sus horribles declaraciones políticas sobre la dictadura de Pinochet? ¿Deja de ser un libro memorable por su belleza literaria y los desafíos intelectuales que suscita el Facundo por las opiniones que Sarmiento vertió sobre los indios o sobre el propio Quiroga? ¿Y qué hacemos, los filósofos, con Martin Heidegger? ¿Y los plásticos con Salvador Dalí?

El arte, el verdadero, está muchas veces reñido con las exigencias de la virtud, sean estas de izquierda o de derecha (la triste historia del realismo socialista impulsado por el estalinismo está llena de escritores “de izquierda” que intentaron producir una literatura edificante y de propaganda de la que ya nadie recuerda una sola línea y que en muchos casos incluso sirvieron para perseguir a escritores intransigentes con la opresión). ¿Fue mejor escritor Manuel Scorza que Mario Vargas Llosa porque el primero siempre fue fiel a sus convicciones políticas mientras que el segundo abandonó su etapa de izquierdista para convertirse en un ideólogo de la derecha neoliberal? ¿Hay que abominar de la novelística de Cabrera Infante porque rompió con Fidel? ¿Esa comparación es posible desde una perspectiva literaria? ¿Y qué hacemos con Lugones, simplemente lo expulsamos del canon de los grandes poetas argentinos por su giro fascista?

¿Es posible acaso juzgar una obra por las inclinaciones políticas del autor? Reconozco que esta pregunta tiene sus complejidades y sus zonas abismales, que la contemporaneidad de un escritor, sus ideas, el modo como las expresa y su vasta influencia en el público no vuelven sencilla una respuesta unívoca. Pero establecer un canon a partir de lo que cada quien valora en términos ideológicos constituye un gigantesco problema y una dudosa alternativa a la hora de juzgar lo que es o no una obra de arte.

Esta larga introducción, como el lector imaginará, tiene que ver con la polémica que se suscitó entre nosotros a partir de la decisión de las autoridades de la Feria del Libro de invitar a Mario Vargas Llosa, último Premio Nobel de Literatura, para que diese la conferencia inaugural de este año conociendo, como no podían dejar de conocerlas, las posiciones políticas y las groseras descalificaciones que viene sosteniendo el escritor peruano en relación a una parte importante de la sociedad argentina, a su cultura política y a su gobierno. De ahí que lo que debiera discutirse no es la calidad estética de la obra de Vargas Llosa (esa es otra discusión, apasionante, que tendrá diversos puntos de vista como suele ocurrir con los gustos en materia de creación artística) sino el contenido de esa decisión de quienes sí mezclan sin prejuicios literatura y política y que después se hacen los sorprendidos ante las reacciones que generan.

De la misma manera que no debe reducirse la obra del autor de Conversación en la catedral a sus actuales posicionamientos políticos, tampoco se puede hacer abstracción de la intensa militancia que viene desplegando en los últimos años en contra de aquellos procesos democráticos populares latinoamericanos que no se adecuan a su visión ideológica. Es absurdo aceptar que Vargas Llosa pasará en punta de pies por una escena, como la Argentina, que ha sido blanco de sus diatribas y de su beligerancia muy poco tolerantes hacia los que piensan diferente. Vargas Llosa es, además de un gran novelista que parece haber renunciado al riesgo de la experimentación estética a cambio de las exigencias del mercado editorial y de los lectores de fácil digestión, un hombre político (que incluso quiso ser presidente del Perú y fracasó en el intento) que pertenece a una serie de organizaciones y fundaciones de una derecha neoliberal muy belicosa que tiene como uno de sus principales objetivos horadar a esos gobiernos calificados como “populistas”.

Es en esa encrucijada de una extrema y extraña complejidad que se da la desafortunada decisión de las autoridades de la Feria del Libro, no de invitar al último Premio Nobel de Literatura en el marco plural y democrático de la feria, sino de invitarlo para que dé el discurso inaugural que, desde que la feria existe, tiene fuertes connotaciones políticas. Pero, y esto es oportuno también decirlo, no se trata de un espacio estatal en el que se desarrollan actividades culturales, sino de una fundación privada que, desde hace muchos años, ha logrado construir una empresa muy rentable y que tiene derecho, en tanto emprendimiento privado, a invitar a quien le parezca para que la inaugure.

Ellos, la mayoría de sus miembros, decidieron invitar a Vargas Llosa porque seguramente no se sienten ajenos a sus posiciones políticas y porque comparten el impacto que pudiera alcanzar su presencia en un año tan especial. Pero en el medio también están los otros motivos, aquellos que le dan relevancia a que sea nada más ni nada menos que el último Premio Nobel de Literatura quien abra la feria. Entre los astutos y los ingenuos se pergeñó una decisión que, insisto, me parece problemática y desafortunada. Mientras tanto, hoy es más importante que nunca garantizar que Vargas Llosa participe activamente de la feria, que dé las conferencias que desee, pero que, como en muchas otras ocasiones, no nos vendan gato por liebre en nombre de la sacrosanta libertad de expresión.

El Vargas Llosa que ha respondido a la carta de Horacio González y a las opiniones de otros hombres y mujeres de la cultura argentina que expresaron su disgusto ante la decisión de las autoridades de la feria, poco y nada tiene que ver con el novelista de Conversación en la catedral o con aquel otro que se introducía con maestría en las entrañas del mesianismo popular en La guerra del fin del mundo, pero menos parece tener que ver con el recientísimo autor de El sueño del celta en el que penetra en las pasiones y las encrucijadas morales del nacionalismo irlandés de la mano de un personaje que supo atravesar la ingenuidad del funcionario del Imperio inglés arropado en los trajes bien cortados de una tradición liberal que no tardaría, a sus ojos, en mostrar sus inmensos horrores. Ese Vargas Llosa prefirió en parte, aunque a una gran distancia estética, retomar algunos de los argumentos de las novelas de Joseph Conrad en las que se revisa con belleza estilística y profundidad de ideas la relación intrínseca entre expansión civilizatoria liberal europea y barbarie. El otro Vargas, el que nos arroja desde su Olimpo inexpugnable de elegido por los dioses del mercado y por los ideólogos de las derechas mundiales, sus diatribas y sus frases envenenadas, llenas de desprecio ante los “bárbaros” que sus personajes defendían antaño y vuelven a hacerlo ahora, es alguien que no elude la provocación, que la suele buscar y que se siente a gusto jugando a dos puntas: por un lado se muestra intolerante y belicoso con quienes no piensan como él (su intolerancia suele adquirir los rasgos de una retórica insultante que los argentinos ya hemos conocido) y, por el otro lado, se desgarra las vestiduras del buen liberal cuando alguien osa salir al cruce de su lengua pérfida, esa que ha sabido afincarse entre los malsanos humores de la derecha más reaccionaria.

Lo no menos sorprendente es la flojera intelectual con la que argumenta Vargas su indignación por lo que él define como “censura” de parte de “los intelectuales piqueteros”; sus intentos, a la altura de la farsa, por movilizar argumentos ahuecados e inconsistentes que se organizan alrededor de frases fáciles y consignismos vacíos que, por supuesto, carecen de cualquier posibilidad de revisión crítica de la propia tradición de la que forma parte el inefable escribidor limeño. Para él, como para sus acólitos de estas geografías, el liberalismo se despliega virginal por un mundo infectado de nacionalismos patológicos y de populismos agresivos. Nada de recordar las violencias homicidas que acompañaron la expansión de la economía-mundo del capitalismo ni de hacerse cargo de los oscuros pasadizos que vincularon a los pensadores y políticos del liberalismo clásico con la persistencia de la esclavitud o que fecundaron, en nuestros países, a las peores dictaduras en amable compañía con el Imperio estadounidense. Mucho menos indagar por la destrucción social a gran escala que produjeron entre nosotros las políticas neoliberales. A Vargas, el ideólogo, le preocupa esgrimir la espada flamígera y purificadora contra la hidra populista y, en ese combate en el que se siente un cruzado, valen todas las argucias, incluso aquellas que confunden civilización con barbarie.

Saludable, entonces, que se haya suscitado la polémica aunque algunos medios de comunicación se afanen por reducir todo a una fraseología de rápida y fácil digestión, de esa que suele prepararse para estómagos incapacitados para disfrutar de argumentos bien especiados. Más saludable todavía que haya sido un intelectual-funcionario quien se haya atrevido a subvertir la hipocresía bienpensante y que haya reabierto la discusión alrededor de los vínculos entre el Estado, el ámbito público y las convicciones ideológicas. Qué mejor, por eso, que concluir con una sutil frase de Horacio González: “Donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización”.

14.

Huracán, el 11 de marzo, los jóvenes y la historia

Por Ricardo Forster
1
Cada época tiene la facultad de resignificar el pasado, de convocarlo y de hacer algo con él. Nada de lo que quedó a nuestras espaldas permanece intocado cuando, bajo las circunstancias propias del presente, es puesto nuevamente en el centro de la escena. Eso ocurrió con imponente potencia durante los festejos del Bicentenario, no sólo porque una multitud rompió en mil pedazos los augurios de la corporación mediática que prometían una conmemoración famélica atravesada por la indiferencia popular, sino también porque lo que sucedió en esa ocasión memorable fue la emergencia de otro relato de la historia nacional, un relato que obligó, a los distintos actores de la vida contemporánea, a debatir lo que parecía ser un expediente cerrado.

Por esos misterios que conforman la intimidad de las sociedades lo que dejó el Bicentenario fue no sólo la posibilidad de conocer otra memoria del ayer argentino sino, también, rompió, en el debate político actual, la hegemonía de los sectores dominantes y de sus voceros mediáticos. Simplemente se liberaron otras posibilidades de interpretación y se puso en evidencia que la historia siempre es un territorio de disputas y querellas que estallan en el presente para resignificar lo acontecido. Y lo notable de esas jornadas inolvidables de mayo de 2010 fue que se juntaron las multitudes que se derramaron sobre el centro de una Buenos Aires sorprendida y festiva con otra escritura, tenue y casi invisible hasta ahora, que encontró su camino hacia la superficie. Ese encuentro fue posible porque algo insólito se inauguró en otro mayo, pero de 2003, cuando Néstor Kirchner llegó inesperadamente a la presidencia y quebró la inercia de un país en decadencia y olvidado de lo mejor de su propia historia.

Algo semejante, aunque bajo otras condiciones y características, ha sucedido el 11 de marzo en la cancha de Huracán cuando decenas de miles de hombres y mujeres de distintas edades y condición social se reunieron para enlazar, en un giro no menos interesante y sorprendente, lo acontecido 38 años atrás en otra Argentina con lo que hoy nos interpela de una realidad apasionante en la que nada parece permanecer indiferente a lo que viene movilizando el kirchnerismo.

Poco y nada tienen en común el 11 de marzo de 1973 cuando triunfó la fórmula Cámpora-Solano Lima rompiendo 18 años de proscripción del peronismo, con la convocatoria realizada por la Corriente Nacional de la Militancia que reúne a un amplio espectro no sólo del peronismo sino de otros sectores afines al gobierno de Cristina Fernández. Poco tienen que ver aquellos jóvenes de los setenta que portaban sueños revolucionarios además de haber sido el núcleo militante que luchó, junto con una parte importante de la clase trabajadora, para que Perón regresara a su patria del exilio madrileño, con estos jóvenes del siglo XXI que han amanecido insospechadamente a la política rompiendo la inercia de la falta de participación y del predominio del hiperindividualismo propio del capitalismo posmoderno que infectó nuestras sociedades en las últimas décadas. Dos experiencias históricas muy distintas que, sin embargo, confluyeron en esta extraña cita que el presente argentino realizó en la cancha de Huracán o que, sería mejor decir, se viene gestando desde el conflicto de la 125 y se multiplicó exponencialmente durante los días de la despedida popular a Néstor Kirchner.

Dos épocas que se entrelazan pero no desde una perspectiva melancólica, esa que sólo manifiesta la tristeza por un pasado irrecuperable o que permanece paralizada ante lo insuperable de lo que quedó a nuestras espaldas como expresión de lo que ya no podremos llegar a ser. Nada de ese espíritu de museo atravesó el acto de Huracán, tampoco los jóvenes que llegaron de a miles lo hacían vestidos con las ropas prestadas y gastadas de otros jóvenes y tratando de imitarlos como si estuviéramos en un teatro en el que sólo se representan escenas de un pasado clausurado e infinitamente distante de nuestra actualidad. Ellos, los que se sintieron interpelados por Kirchner, saben perfectamente que están viviendo su propia experiencia y que las tramas de un país no se repiten sino que ofrecen, siempre, nuevas y cambiantes realidades. Pero también saben que existen hilos secretos, a veces delgadísimos y con posibilidades de cortarse, entre las generaciones; hilos que reaparecen cuando menos se espera que suceda y que se entrelazan con los otros hilos de la historia, esos que desde el presente reconfiguran con audacia lo acontecido en el pasado. Estos jóvenes se encontraron, en una cita inusual, con aquellos otros jóvenes que atravesaron con fervor y con horror otro tiempo argentino; y lo hicieron asumiendo el riesgo de caer en el anacronismo o en la nostalgia sacralizadora pero dispuestos a habilitar un presente signado por sus propios e intransferibles desafíos.

La Argentina del 2011 poco y nada tiene que ver con ese otro país de 1973. Nos separan los años cruentos, vergonzosos y miserables dominados por los perros de la noche dictatorial. Pero también se ha transformado radicalmente la relación de las actuales generaciones con la democracia invirtiendo los términos de aquella otra época en la que poco y nada del espíritu democrático parecía vivir en el interior de una sociedad que había conocido la malsana reiteración de proscripciones, golpes militares, gobiernos civiles débiles y, finalmente, una dictadura criminal como nunca antes se había conocido. Una generación, la del setenta, ilusionada con transformar el mundo y sacudida por las irradiaciones de la Revolución Cubana, la epopeya del Che y los grandes movimientos de liberación nacional que venían convulsionando al Tercer Mundo; una generación atravesada por la gramática de lo absoluto que no pudo torcer el rumbo de una tragedia anunciada y que creyó que podía tocar el cielo con las manos. Otra generación, la actual, construida su experiencia de retazos y de novedades pero habitada por la permanencia, inédita, de una democracia que, más allá de crisis y dificultades, sigue escribiendo sobre el cuerpo social una historia que parece haber alcanzado una madurez que ya nadie discute. Una generación que está necesitada de encontrar su propio lenguaje pero que también busca reconstruir los hilos que la unen con las antiguas experiencias. Delicado equilibrio entre las escrituras del ayer y las páginas de un presente que van delineando su propia interpretación.

Los jóvenes que caminaron hacia Huracán saben que son herederos de otros jóvenes; saben que llevan en sus mochilas sueños y mandatos, utopías y derrotas. Pero también saben que se enfrentan a sus propios desafíos y que es necesario, en la vida, caminar ligero de peso. Saben, o intuyen, que un puente frágil pero indispensable se ha construido entre el 11 de marzo de 1973 y el 11 de marzo de 2011, pero también saben que cada paso que se da nos aleja del pasado abriendo el horizonte de otra realidad. Saben que es bueno recoger las experiencias del ayer, que es indispensable dialogar con los relatos de otras generaciones, y saben, a su vez, que cada generación vuelve a inventarse a sí misma asumiendo sus riesgos y dándole forma a sus sueños. Allí, en ese movimiento hacia atrás y hacia adelante, se expresa la dialéctica de la historia, esos momentos únicos e intransferibles en los que lo invisible vuelve a hacerse visible y donde lo olvidado es nuevamente recordado. El poder corporativo, los cultores de la dominación, como siempre, se desesperan cuando estos “milagros” se hacen presentes en la vida de nuestro país. Algo de eso viene sucediendo entre nosotros y, en Huracán, con miles de voces cantando lo propio de esta época, nuevamente se dieron cita las multitudes que hacen la historia.

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En Huracán se reescribió, bajo las demandas y las condiciones de nuestra actualidad, la significación del 11 de marzo de 1973. Se hizo de esa fecha-acontecimiento ya no un recuerdo de un pasado mítico añorado por quienes se sienten huérfanos de sus irradiaciones, sino que se abrió paso una reapropiación inesperada y de nuevo estilo que los jóvenes de hoy parecen querer hacer con aquellos momentos del pasado que vuelven a cobrar un sentido que parecía extraviado en la noche de la historia. Como un salto de tigre, si vale la metáfora utilizada por Walter Benjamin en sus Tesis de Filosofía de la Historia, el presente trae a su conflictiva realidad aquello que se guardaba en la memoria y lo coloca en una nueva dimensión. Extrañas parábolas que se producen en el interior de una sociedad que no ha perdido sus vínculos con el pasado y que, al volver a citarlo, hace saltar los goznes de aquellas puertas que parecían cerradas para siempre.

Algo de eso, y salvando las distancias, aconteció el último viernes en la cancha de Huracán, algo de las reescrituras que guarda en su interior la vida social, política y cultural argentina y que apuntan, a lo que con extraña justeza y algo de incredulidad, señalara Beatriz Sarlo cuando, en un artículo reciente, destacó el avance de “la hegemonía cultural del kirchnerismo”. Giro de época que sorprende tanto a la derecha como a ciertos sectores del progresismo (de esos que proliferaron a partir del conflicto de la 125 y que se cansaron de hablar de “la impostura kirchnerista”) que, después de las elecciones de Catamarca, no pueden dejar de reconocer que ese cadáver que creyeron ver pasar por delante de sus casas se ha vuelto una fuerza interpeladora que amenaza con perpetuar sus ansias de transformación bajo la gramática de una escritura que recoge los hilos de tradiciones y experiencias supuestamente sepultadas pero amalgamándolas con las novedades propias de las generaciones actuales.

En Huracán se perfiló la confluencia de las múltiples y diversas fuerzas que hoy habitan el espacio kirchnerista. Allí estaban los movimientos sociales, una parte de los sindicatos, los jóvenes de La Cámpora y de otras agrupaciones, multitud de vecinos y vecinas que se acercaron sin encuadramiento al acto, rezagados de Entre Ríos que llegaron cuando se terminaba el discurso de la Presidenta pero que se sentían felices de estar ahí, militantes de fuerzas políticas aliadas y seguidores de Hugo Yasky en la CTA. Estuvo, claro, el peronismo con sus banderas y sus diversidades que hoy, de un modo mayoritario, van convergiendo alrededor del liderazgo de Cristina. Catamarca es, quizás, un claro ejemplo de esa convergencia que permitió arrojar casi a la marginalidad a los exponentes del neomenemismo federal.

Un acto que recogió la herencia de un acontecimiento que marcó a fuego a la generación del setenta y que no suele ser festejado ni recordado del mismo modo por el peronismo ortodoxo que ha preferido otros rituales y otras fechas emblemáticas a aquella que le recuerda el triunfo de “los infiltrados”. Eso, sin dudas, también marcó la convocatoria de Huracán pero la inscribió en un tiempo, el actual, que ve desde otras perspectivas lo que antes parecía un conflicto irreversible en el interior del propio peronismo. Cristina, asumiendo esto nuevo y antiguo que lleva el nombre de kirchnerismo, se encargó de afianzar la excepcionalidad de un presente en el que los jóvenes han regresado, bajo nuevas condiciones, al universo de la participación, la militancia y la política. Y allí, sin dudas, está el nombre de Kirchner como llave que les permite abrir la puerta giratoria que enlaza el pasado, el presente y el futuro. El desafío está planteado en una Argentina que no deja de sorprender allí donde el espacio público se ha convertido en el ámbito indispensable de todos los debates y donde la palabra “democracia” vuelve a reencontrarse con aquello que se había perdido cuando en nombre del propio peronismo y al amparo de la entrada del país al Primer Mundo y a la economía global de mercado se vaciaron sus mejores tradiciones. El acto de Huracán tejió, con los hilos de la memoria y la actualidad, aquello que el kirchnerismo viene desplegando desde el 2003 sorprendiendo a una sociedad que parecía extenuada y vaciada de sus esperanzas.

Foro en defensa del Proyecto Nacional y Popular

El Secretario General de la Presidencia, Oscar Parrilli, fue el invitado especial del primer Foro en Defensa del Proyecto Nacional y Popular, que contó con más de 250 militantes.