El demócrata impasible

Jorge Devincenzi


Las filas de deudos afligidos en el Congreso y el 6 a 1 en Bolivia sumieron a la Argentina en un luto colectivo.

Las exequias de Raúl Alfonsín, que a pesar de la ubicuidad de las cámaras de televisión, no tuvieron la masividad de otras ceremonias tanáticas nacionales (Yrigoyen, Gardel, Evita, Perón), permitieron recordar distintos personajes superpuestos.

El Alfonsín derrotando a un PJ (Luder) que pretendía consagrar para siempre la impunidad del terror militar, y luego derrotado por un PJ (Menem) que, aliado con el poder concentrado, afianzaría lo mismo como punto de partida para un saqueo infinito. Pero el pacto era más profundo de lo que creían ver las multitudes ingenuas que salieron a celebrar el triunfo radical sobre el ataúd chamuscado: Luder pudo presidir la Corte Suprema de Alfonsín y Bignone –tan asesino como el resto– no fue procesado.

El que desarmó cualquier intento de juzgar a los responsables civiles de la dictadura: el caso más elocuente, el de Martínez de Hoz por el caso Ítalo con la Comisión Investigadora que dirigían Tello Rosas y el Chiche Aráoz, luego secretario de Energía de Menem.

El de Bernardo Grinspun con su enfrentamiento al FMI, pero también el que cedió a los lobbistas financieros del Banco Macro asociados con la dictadura (Sourrouille, Brodersohn, D. Pastore) reabriendo el camino de las corporaciones.

El de la ley de divorcio pero también el de la consulta popular por el Beagle, que pone en duda los límites de la soberanía popular; y el de la “desmalvinización” para reconciliarnos con el Imperio.

El que integró a Argentina a los No Alineados y ordenó seguir desarrollando el misil Cóndor para Irak y Egipto.

El de Guglielmineti, el grupo Alem y la mano de obra desocupada asociada a las operaciones políticas del Coti Nosiglia y las operaciones financieras de la Coordinadora.

El del pacto de Olivos que afirmó el plan de saqueo menemista, con una constitución sintonizada con el poder globalizado (primacía de los tratados de inversiones sobre la ley nacional, aceptación de la jurisdicción judicial extranjera, provincialización de los recursos, vuelta a la Década Infame) además de la reelección y la consolidación de la corporación judicial corrupta.

El de la doble política en materia de derechos humanos y el de la simulación en materia de vida privada.

Y el que pactó con Duhalde la salida del 2001 luego de que su propio partido llamara a Cavallo para apurar la caída del último ciclo de plata dulce-recesión-crisis.

Son muchas las máscaras mortuorias, pero como los restos en el ataúd no pueden ser interpelados por los hechos de la vida, ni protestar por los excesos de las apologías, los medios construyeron en 48 hs un Alfonsín vivo como negativo de Kirchner.

Un hombre conciliador frente a la crispación. Un demócrata, cuando la propia naturaleza peronista es autoritaria. Un político que busca consensos, que dialoga, que no levanta la voz, en fin, una especie de Néstor Kirchner educado en los buenos modales de mesa por Mirta Legrand y dispuesto a terminar con ese incordio de las retenciones.

En el fondo, quien nos señala desde la eternidad cómo debe ser un peronismo domesticado.

Pero Alfonsín fue también el que retó al vicario castrense (otro padre Gardella que bendecía las picanas) en la iglesia Stella Maris.

El que discutió públicamente con Ronald Reagan en los jardines de la Casa Blanca sobre los límites de la sumisión de los países dependientes.

El que enfrentó al público de la Sociedad Rural que lo silbaba, tildando de fascistas a los Biolcati y Analía Quiroga, asociados con los radicales de ahora.

El que desafió a Constancio Vigil (Revista Gente-Chiche Gelblung) cuando el Tata Yofre operaba sobre los medios para justificar el golpe de mercado de 1989.

Ninguno de estos enfrentamientos puede entrar en la crítica a Alfonsín como personaje de la historia nacional.

Alfonsín fue un emergente de la decadencia de la política argentina, la del doble discurso. De eso, todavía no hemos salido.

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