Por Enrique Lacolla
El primer año del gobierno de Cristina Kirchner ha sido saludado por los medios con un agresivo coro de condenas. Esto es inmerecido, sobre todo proviniendo las críticas de donde provienen: es decir, de los sectores responsables de la catástrofe neoliberal.
Cualquier evaluación de la coyuntura debe partir de la conciencia de un trasfondo histórico que ayude a revelar su sentido. La apreciación del primer aniversario del gobierno de Cristina Fernández no ha sido acompañado, desde los monopolios de la comunicación, por una visión de este carácter. En cambio esa evaluación ha consistido en una serie de críticas arbitrarias, que dosifican las medias verdades con los silencios. Esto es mala fe, si no mentira, a la que se redondea, como lo hace La Nación, con encuestas que evalúan la calidad de la gestión. Los resultados de esas encuestas, de ser ciertos, serían apabullantes. Las apreciaciones negativas o catastróficas sumergen como un alud a las que afirman lo contrario. Claro que los lectores de ese matutino provienen en gran parte del sector acomodado y medio acomodado de Buenos Aires, pero como quiera que sea la mensura es indicativa de algo. Es posible que un considerable sector de la opinión de la clase media digamos genérica, se decante por ese criterio. Pero, ¿en qué medida esta tormenta de protestas refleja una convicción real, es puro ruido mediático o es el resultado inducido por una campaña publicitaria que no da respiro y que se apoya en una reducción de la capacidad de pensar históricamente, a la cual la historia oficial y los mass media se han ocupado con diligencia de instalar?
Hay, por supuesto, quienes son antikirchneristas por lo mismo que son antiperonistas: esto es, por su pertenencia a un modelo dependiente de país, del que siempre se han aprovechado y del que son parte fundamental; modelo que ha trabado nuestro desarrollo a lo largo de los años. Pero hay también quienes no participan de esa jugosa repartición de las ganancias y son incapaces de ver más allá de este escenario porque han sido moldeados por la propaganda insidiosa emanada de ese sector, propaganda que todo lo impregna y que consiste, en lo esencial, en adherir a un “realismo” económico y político que no es otro que el realismo de nuestros grupos dominantes, ausentes desde siempre de toda noción generosa del concepto de nación. El componente gorila –es decir, subliminalmente racista y clasista- no es tampoco ajeno a este tipo de evaluación.
El Sr. Joaquín Morales Solá, analista de cabecera de La Nación, en el número del pasado miércoles aludía a la gestión presidencial y a la forma en que se diseñó la gira de Cristina Fernández por Rusia, definiéndolas como “el regreso a las formas más rancias del nacionalismo”. Reproches al gobierno por “despreciar la inversión extranjera”, por esposar la tesis rusa en el conflicto con Georgia; por estatizar las AFJP, por expropiar Aerolíneas, y una ironía –incisiva y no del todo carente peso en este caso- en el sentido de que el kirchnerismo, más que en generar una burguesía nacional, se interesa en generar una burguesía kirchnerista, “que no es la misma cosa”…
Alejándonos de la acrimonia de este tipo de discurso, y ensayando una aproximación más informada por la conciencia de aquello por lo que ha pasado nuestro país en el último medio siglo, es evidente que este gobierno, como el anterior, más allá de los renuncios, de las debilidades y de las sospechosas maniobras de algunos de sus operadores, ha promovido un avance considerable en varios planos. Como señala Aldo Ferrer, en primer término ha devuelto al Estado su papel como elemento regulador de la economía. Luego ha aportado un dato fundamental: la capacidad del país de salir de la más profunda de sus crisis apelando a recursos propios. El PBI es hoy un 60 por ciento superior al de al de 2002, el desempleo se ha reducido notablemente y hay un superávit en los presupuestos y en la balanza de pagos, que pone a la Argentina en condiciones de resistir bastante bien a la turbulencia en los mercados internacionales, mientras que crisis externas de dimensiones mucho menores (como el efecto tequila, por ejemplo) provocaron en tiempos del menemato un descalabro que nos orientó a la ruina. La adopción del modelo neoliberal y la orgía de vaciamiento de las empresas del Estado y de estrangulación de las Pymes provocada por ese modelo, representaron la cúspide –o más bien la sima, el fondo- de la configuración dependiente de la Argentina, querida por la cipayería política, económica y cultural. La fractura de esta experiencia en 2001 reflejó su inconsistencia y su incapacidad para gestionar el país, aunque no su habilidad para destrozarlo.
Es cierto que los actuales gobernantes no fueron en absoluto inocentes respecto de ese proceso, pero también es cierto que han sido los únicos en el poder capaces de sacar algunas de las conclusiones que se imponían respecto a ese desarrollo. El problema reside, más bien, en el temor o la incapacidad del equipo de Cristina y Néstor Kirchner para profundizar esa conclusión y para promover un modelo de país que lo haga invulnerable a ese tipo de operaciones. El mismo plan anticrisis elaborado por el gobierno para enfrentar a la difícil situación generada por la recesión mundial, es insuficiente en este sentido. Está muy bien incentivar la obra pública a través de asuntos que hacen a la salud y el bienestar de la población, como anuncia el plan. Viviendas, tratamientos de efluentes cloacales y otros rubros vinculados a la infraestructura de la vida cotidiana, dan empleo y son de mucha importancia. No así la hipotética repatriación de capitales fugados al exterior, no sólo o no tanto por el carácter éticamente dudoso de la medida, sino por el hecho de que no es probable que tales capitales vuelvan…
La cuestión, sin embargo, es que a este plan de coyuntura le faltan criterios vinculados al crecimiento orgánico de la nación. Como son la construcción de autopistas, el rescate de los servicios ferroviarios y el direccionamiento de la inversión hacia las industrias de punta. Pero para esto es necesario un proyecto orgánico de crecimiento, todavía inexistente. Este “plan de operaciones” debería poner en marcha una reforma fiscal progresiva, que allegase los fondos que son necesarios y que no tienen porqué provenir desde fuera, generando más deuda; debería articular una ley que controle la especulación financiera y debería tal vez imponer un bloqueo de capitales que impida su fuga al exterior. Son expedientes posibles, que tienen antecedentes en los gobiernos conservadores de la década del ’30 y en los del primer peronismo. Pero para asumirlos hacen falta agallas, una efectiva voluntad de cambio y, en especial, una siempre postergada ley de radiodifusión, que rompa el monopolio mediático e instale una sana competencia en ese ambiente, hoy en manos de una mecánica mercantilista que “jibariza” la capacidad de intelección del público y que transporta un discurso político que ni siquiera podría definirse como opositor sino más bien como negador, que se pierde en el debate pequeño y en la moralina de peluquería, sin atender jamás a las causas estructurales de nuestro fracaso histórico. Y que, cuando las roza, es para poner de manifiesto una perspectiva prestada, inducida por la versión oficial de nuestro pasado y cimentada en una representación eurocéntrica del mundo.
Se trata entonces de crear canales alternativos por los que puedan volcarse criterios ajenos a los de la trama monopólica, de matriz imperialista. Sin duda, nuestra inmadurez política responde también a causas intrínsecas, pero estas hubieran podido ser superadas hace tiempo si la lápida de la historia oficial y del discurso único de los voceros de la dependencia, no hubiesen pesado sobre una cultura como la nuestra, que es aluvional y aun se encuentra en proceso de elaboración.
La tarea que tiene por delante el gobierno de Cristina es muy grande. No va a poder asumirla si no se anima a interpretar el mandato que la historia le ha asignado. Que no es otro que construir, a través de la praxis, la densidad nacional, la conciencia de quiénes somos y de dónde estamos. El primer gobierno peronista generó el único proyecto estratégico que conoció la Argentina desde la época de Mariano Moreno; un proyecto que apuntaba a la integración social, a la independencia económica y a la inserción de dicho programa en un esquema de poder latinoamericano. Pero fracasó en su intento en gran medida por su torpeza comunicacional y por su excluyente personalismo, que ahuyentaron a grandes sectores de la clase media que hubieran podido apoyarlo en vez de caer víctimas de sus propias inadecuaciones ideológicas, que los hacían sensibles al discurso de la derecha conservadora. Ahora se dan las condiciones opuestas. El actual gobierno tiene más cintura política. Pero carece del plan de fondo del que disponía el primer peronismo, aunque asuma bien la visión latinoamericanista de aquel.
¿Para cuándo la síntesis?
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