Cómo la economía de la dictadura sigue marcando el rumbo argentino
A casi cincuenta años del golpe de 1976, el modelo económico impuesto por la última dictadura continúa moldeando la estructura productiva y financiera del país. Liberalización, endeudamiento, primarización y fuga de capitales siguen siendo los pilares de un esquema que se consolidó en los 90, reapareció con fuerza durante el macrismo y hoy se profundiza bajo el gobierno de Javier Milei.
El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 no solo inició un ciclo de terrorismo de Estado; también impuso una transformación profunda en la estructura económica argentina. La dictadura cívico-militar desarticuló el modelo de desarrollo industrial y mercado interno que había guiado a la economía durante décadas, reemplazándolo por un programa de apertura comercial, liberalización financiera y creciente endeudamiento externo. Las consecuencias de aquel giro siguen condicionando al país hasta el presente.
Una matriz ideológica importada
La política económica del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se apoyó en los postulados neoliberales difundidos por la escuela de Chicago. Bajo la premisa de que el Estado era el gran obstáculo para el crecimiento, el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz impulsó una estrategia de desregulación financiera, eliminación de controles, apertura indiscriminada de importaciones y retracción del rol estatal en sectores estratégicos.
La prioridad no era el desarrollo industrial ni el fortalecimiento del mercado interno, sino la estabilidad nominal y la atracción de capitales a través de instrumentos financieros de corto plazo. Ese cambio de rumbo alteró de raíz el patrón de crecimiento del país.
Desindustrialización acelerada
La apertura comercial, combinada con un tipo de cambio atrasado y el encarecimiento del crédito interno, provocó un proceso de desindustrialización sin precedentes. Fábricas de sectores medianos y pequeños, articuladas históricamente al consumo interno, quedaron expuestas a una avalancha de productos importados.
El cierre de establecimientos, la pérdida de puestos de trabajo y la caída del salario real reconfiguraron la estructura productiva. En paralelo, se consolidó una concentración del capital en manos de grupos vinculados al negocio financiero, que aprovecharon la desregulación del mercado de capitales para expandir un circuito de especulación altamente rentable.
Endeudamiento y valorización financiera
El endeudamiento externo se convirtió en el eje del nuevo modelo. La deuda, que rondaba los 8.000 millones de dólares en 1976, superó los 45.000 millones en 1983. La mayor parte de esos fondos no financió infraestructura ni inversiones productivas: alimentó la valorización financiera y facilitó la fuga de capitales mediante el mecanismo conocido como “bicicleta financiera”.
Capitales especulativos ingresaban atraídos por altas tasas en moneda local, obtenían rentas extraordinarias y luego fugaban sus ganancias al exterior. Este proceso deterioró la balanza de pagos, agravó la fragilidad macroeconómica y preparó el terreno para futuras crisis.
El colapso y la estatización de la deuda privada
Tras años de sobrevaluación del peso, caída industrial y fuga constante de divisas, la economía entró en crisis en 1981. La devaluación impulsada por Lorenzo Sigaut profundizó el deterioro y aceleró la corrida cambiaria. El estallido definitivo llegó en 1982, cuando el Estado decidió estatizar la deuda externa privada, trasladando al conjunto de la sociedad obligaciones generadas por grandes grupos económicos.
Aquella decisión condicionó las finanzas públicas de los gobiernos democráticos durante décadas y consolidó un patrón regresivo de distribución del ingreso.
Una herencia que atraviesa gobiernos
El retorno democrático no significó una reversión del modelo instaurado en 1976. Por el contrario, varias de sus piezas centrales perduraron. La década del 90 consolidó la matriz con la convertibilidad, las privatizaciones y la apertura total a los flujos financieros internacionales. La economía volvió a quedar expuesta a ciclos de endeudamiento, fuga, crisis y recesión.
En el siglo XXI, el gobierno de Mauricio Macri reeditó gran parte de aquellas políticas: liberalización bancaria, endeudamiento acelerado, retorno al FMI y un fuerte proceso de fuga de capitales. La economía quedó nuevamente atrapada en un círculo de dependencia externa y fragilidad financiera.
Hoy, el gobierno de Javier Milei profundiza esa misma orientación con una agenda de desregulación extrema, primacía del capital financiero, dolarización de tarifas y una visión extractivista del desarrollo. El patrón instaurado por la dictadura no solo sobrevivió: se adaptó a nuevas condiciones y encontró nuevos administradores.
Un modelo que se repite y una deuda pendiente
La experiencia iniciada en 1976 marcó una reconfiguración estructural que permanece vigente. La liberalización financiera, la primacía del endeudamiento, la desindustrialización y la dependencia de exportaciones primarias definieron un modelo que atravesó gobiernos y coyunturas.
Menem, Macri y Milei, con matices distintos, continuaron ese camino. Los gobiernos populares lograron avances en términos de ampliación del mercado interno, recuperación del salario y fortalecimiento industrial, pero no consiguieron desmontar las bases del esquema financiero-extractivo ni revertir la dependencia del crédito externo.
La persistencia de esta matriz explica buena parte de las recurrentes crisis de deuda, la volatilidad macroeconómica y las dificultades para construir un proyecto de desarrollo soberano. El desafío que persiste es romper con una estructura que, desde hace casi cinco décadas, subordina la producción a la especulación y el interés nacional a los movimientos del capital financiero global.
Antonio Muñiz

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