El malestar democrático: de la crisis de representación a la comunidad organizada

 El respaldo a los sistemas democráticos se erosiona a nivel global, impulsado por la desinformación, la desigualdad y un creciente desencanto ciudadano. Mientras tanto, líderes como Trump, Milei, Bolsonaro y Meloni ganan terreno con discursos que cuestionan los pilares de la democracia. La pregunta es inevitable: ¿Qué hacer frente a este nuevo fenómeno?

Por Antonio Muñiz. 

 Una encuesta reciente sorprendió a la dirigencia política alemana: el partido de extrema derecha Alternative für Deutschland (AfD), sospechado de extremismo y vinculado a escándalos neonazis, aparece —aunque por un estrecho margen— como la fuerza más popular del país.

No se trata de un caso aislado, sino del síntoma de una nueva realidad: la principal amenaza para la democracia en el siglo XXI ya no es exclusivamente externa (como lo fueron el fascismo o el comunismo en el siglo pasado), sino interna y sistémica. El peligro se infiltra en las mismas instituciones del Estado, que estos líderes juran destruir o transformar radicalmente.



Este avance se materializa en el surgimiento de nuevos liderazgos que han hecho de la crítica a las instituciones democráticas su bandera central. Desde Donald Trump en Estados Unidos, promoviendo la desconfianza en el sistema electoral, hasta Javier Milei en Argentina, cuestionando la existencia misma del Estado. En Brasil, Jair Bolsonaro desconoció resultados electorales; en Europa, Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orbán en Hungría, Vox en España y Marine Le Pen en Francia representan variantes de este mismo fenómeno. Incluso en El Salvador, Nayib Bukele muestra cómo un liderazgo autocrático puede acumular popularidad mediante la concentración de poder y el debilitamiento de los contrapesos institucionales.

Este proceso no es fortuito ni espontáneo. Es el resultado de una tormenta perfecta que comenzó a gestarse hace más de una década. Para muchos analistas, el punto de inflexión fue la crisis financiera de 2008:

“La ciudadanía, confiada en la vigilancia de las instituciones reguladoras del sistema financiero, despertó con la pesadilla de descubrir que el Estado democrático estaba dormido o, peor aún, mirando hacia otro lado”.

Millones de personas perdieron ahorros y hogares, y con ello se abrió una primera grieta de desconfianza hacia lo que muchos perciben como una democracia reducida a un ritual electoral incapaz de garantizar justicia social ni canalizar la voluntad popular en la vida cotidiana.

La crisis de la democracia formal y el fantasma de la sociedad rota

El sociólogo Jesús M. de Miguel Rodríguez atribuye el retroceso global de la democracia a tres factores: desinformación, polarización política y autocratización de los regímenes. Pero más allá de estas causas inmediatas, persiste un malestar profundo: la percepción de que la democracia representativa incumplió su promesa de bienestar y participación real.

En el caso argentino  es  recordada frase de campaña del ex presidente  Raúl Alfonsín —“Con la democracia se come, se educa y se cura”. Sin embargo esta frase terminó convertida en un eslogan incumplido tras 40 años de democracia.

La percepción de un “sistema roto” o fracasado es generalizada. La falta de confianza en las élites, la sensación de no estar representados y el reclamo de un líder fuerte que ordene las cosas, son hoy opiniones extendidas en muchas sociedades.

“El sistema ya no es eficiente para generar soluciones reales que impacten en la vida cotidiana”. Este desencanto alimenta el terreno fértil donde prosperan populismos y liderazgos extremos, que capitalizan el divorcio entre ciudadanía y representantes.

Lo que antes parecía seguro —el espacio democrático y comunitario— ahora se percibe asediado por fuerzas que crecieron con nuestro propio consentimiento.



Hacia una comunidad organizada

Frente a la crisis de la democracia formal, surge la necesidad de un modelo más robusto, que supere los límites de la representación tradicional mediante la participación ciudadana constante en la gestión de lo público. Esta propuesta, desarrollada por Juan Domingo Perón bajo el nombre de comunidad organizada, encuentra hoy nueva vigencia en sectores políticos, sociales e incluso en parte de la Iglesia católica latinoamericana.

No se trata de abolir las instituciones existentes, sino de enraizarlas en una red viva de participación popular que las vigile, complemente y fortalezca.

La comunidad organizada se apoya en dos pilares:

Democracia social, que va más allá de los derechos políticos y propone la democratización de todos los ámbitos de la vida —economía, cultura, trabajo, territorio—, permitiendo que las decisiones sobre el presupuesto municipal, la gestión de un hospital o el desarrollo de un barrio sean deliberadas colectivamente.

Democracia directa, que brinda las herramientas concretas: presupuestos participativos, asambleas vinculantes, consultas populares y mecanismos de iniciativa legislativa que reduzcan la distancia entre la voluntad popular y la acción de gobierno.

El sociólogo Richard Sennett, al reflexionar sobre la necesidad de “recobrar la experiencia de la vida pública”, contribuye a este concepto: la comunidad organizada sería el marco donde el encuentro con el “otro” se institucionaliza y se vuelve productivo. “La cooperación es el arte de vivir en el desacuerdo”, afirma Sennett.

La comunidad organizada no elimina el conflicto, pero lo canaliza en formas civilizadas de resolución.

Riesgos y desafíos

El paradigma no está exento de riesgos. En Alemania, por ejemplo, el debate sobre la “democracia militante” frente al avance del AfD plantea prohibiciones legales. Pero la comunidad organizada ofrece una estrategia más profunda: desactivar los extremos fortaleciendo el músculo cívico desde la base social.

El peligro, como advierte Richard Seymour en Disaster Nationalism, es que el “nacionalismo del desastre” brinde soluciones autoritarias y simplistas a problemas complejos. Frente a esa narrativa, la comunidad organizada propone una épica alternativa: la construcción paciente, colectiva y empoderadora de un destino común.

La disputa ya no se libra solo en el terreno de las ideas, sino en las experiencias concretas. Donde un ciudadano se limita a votar cada cuatro años, el relato antisistema prende con facilidad. Pero donde ese mismo ciudadano integra una asamblea barrial que decide sobre su plaza o un comité que fiscaliza la obra del hospital, la democracia deja de ser abstracta para convertirse en herramienta cotidiana.

Epílogo

El asedio a la democracia es real: avanza en Europa y América a través de líderes como Trump, Milei y Meloni; se refuerza en el poder corporativo que pregonan los gurús de Silicon Valley; y prende, sobre todo, en el desencanto de las nuevas generaciones.

Responder con las mismas armas del autoritarismo —prohibiciones o repliegues— es un espejismo. Si el problema es estructural, la respuesta no puede ser solo defender instituciones, sino transformarlas desde dentro con más participación ciudadana.

El futuro de la democracia no está en un regreso nostálgico, sino en su capacidad de evolucionar hacia una comunidad organizada, donde la democracia social y directa dejen de ser consignas y se conviertan en tejido vivo de una convivencia renovada.

Frente a la sombra que acecha, la consigna es clara: más democracia, pero radicalmente diferente.

 

 

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