Claves para reconstruir un modelo argentino.
Argentina enfrenta una paradoja persistente: posee vastos recursos naturales pero sufre índices de pobreza estructuralmente elevados. Esta contradicción no es reciente; es el resultado acumulado de más de varias décadas de alternancia entre modelos económicos incompletos y contradictorios.
Por Antonio Muñiz
El país se debate entre su vocación natural como exportador de materias primas y la necesidad imperiosa de construir una base industrial sólida que garantice empleo masivo y valor agregado.
La historia reciente demuestra que ni el mero aprovechamiento de las ventajas comparativas en commodities ni los intentos aislados de industrialización por sustitución de importaciones han logrado romper el ciclo de crisis recurrentes.
El desafío actual, por lo tanto, trasciende el manejo macroeconómico coyuntural y apunta a la construcción de un consenso social y político para un proyecto de desarrollo a largo plazo.
Un poco de historia
El proceso de desindustrialización que sufre la economía argentina tiene una fecha de inicio claramente identificable: la dictadura militar de 1976. Las políticas económicas de José Alfredo Martínez de Hoz implementaron conscientemente un modelo financiero y especulativo, desarticulando el entramado industrial que se había desarrollado durante las décadas previas.
Este proceso no fue accidental sino deliberado, destinado a reorientar la economía hacia la renta financiera y la explotación extensiva de recursos primarios. La década de 1990, con las reformas de Carlos Menem y Domingo Cavallo, profundizó esta tendencia mediante privatizaciones, apertura importadora y valorización financiera, completando la destrucción de gran parte del aparato productivo nacional. Las consecuencias sociales no se hicieron esperar: el desempleo estructural, la pobreza y la marginalidad se instalaron como características permanentes del panorama social argentino.
Tras la crisis de 2001, que mostró con crudeza el fracaso del modelo neoliberal, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner intentaron reencauzar el proceso de industrialización mediante políticas de sustitución de importaciones y recuperación del mercado interno. Este período logró avances significativos en el crecimiento del PBI y mejoras sustanciales en los indicadores sociales, reduciendo la pobreza y generando empleo industrial. Sin embargo, estos logros se vieron limitados por restricciones estructurales, particularmente la crónica falta de divisas para financiar la importación de insumos y bienes de capital necesarios para el proceso productivo.
El triunfo de Mauricio Macri con una receta neoliberal tradicional frustró ese proceso. Comenzó nuevamente una política desindustrializadora con un auge de la economía rentística financiera, con el gravoso retorno a las fauces del FMI y a la deuda externa.
El gobierno de Alberto Fernández navegó sin rumbo claro entre las restricciones que le marcó la coyuntura: pandemia, guerra y sequías, internas varias y sus propias limitaciones políticas y personales. Situación esta que llevó al triunfo de Javier Milei y una fuerza anarcocapitalista y reaccionaria, con un proyecto de reformular la economía y la sociedad argentina. Su modelo es un retorno a una Argentina del siglo XIX, productora de comoditys y subordinada al poder internacional.
Los resultados, cumplidos casi 20 meses de gobierno, muestran la inviabilidad histórica de estos proyectos neoliberales. Caída brutal del consumo y de la actividad industrial, disparada del dólar y sobre todo del riesgo país, En el horizonte asoma nuevamente una devaluación y el fantasma del default.
Como resultado de toda esta nueva experiencia neoliberal queda consolidada otra vez la restricción externa de la deuda, la falta de dólares para el funcionamiento de la economía real pero también para hacer frente a los compromisos de la deuda.
Escenarios y desafíos
La situación actual presenta desafíos complejos.
La deuda externa se constituye como un instrumento de condicionamiento estructural, como un factor limitante para cualquier proyecto de desarrollo político y económico autónomo.
El contexto global está marcado por tensiones geopolíticas, guerras comerciales y crisis múltiples en los órdenes sanitario, climático y alimentario.
En este escenario, la relación con bloques emergentes como los BRICS, y particularmente con China, presenta oportunidades pero también riesgos. La tentación de insertarse en el mundo como mero proveedor de materias primas es fuerte, especialmente ante la demanda creciente de alimentos y energía por parte de las potencias asiáticas. Esta además la próxima firma el acuerdo del MERCOSUR con la Unión Europea, que abre mercados pero también genera los mismos riesgos de primarización de la economía.
Caer en esta tentación significaría repetir el error histórico de subordinación a los intereses de las potencias hegemónicas de turno.
La oportunidad real reside en negociar acuerdos que incluyan transferencia tecnológica y condiciones para industrializar los recursos naturales nacionales.
El principal desafío para el desarrollo argentino ya no es la sustitución simple de importaciones, sino la necesidad de dar un salto tecnológico que permita recuperar el tiempo perdido. Argentina cuenta todavía, aun con los ajustes y golpes por parte del gobierno mileista, con recursos humanos altamente calificados y instituciones científicas de excelencia, como el CONICET y las universidades nacionales.
La inversión en investigación y desarrollo como porcentaje del PBI hoy es inexistente, pero siempre fue históricamente insuficiente en comparación con países que han logrado desarrollos tecnológicos significativos.
Además, históricamente el ecosistema emprendedor enfrentó obstáculos casi insalvables: falta de crédito, alta tributación, macroeconomía inestable y ausencia de políticas de Estado consistentes. El resultado es una de las tasas de fracaso emprendedor más altas del mundo, cercana al 80% en los primeros dos años de vida de los proyectos.
La experiencia internacional ofrece lecciones valiosas. Países como China, Corea del Sur, Israel y los llamados «tigres asiáticos» demostraron que el desarrollo tecnológico requiere de un Estado activo que articule todos los sectores involucrados, establezca reglas claras y provea financiamiento para actividades de alto riesgo.
Las actividades de investigación y desarrollo tienen inherentemente alta tasa de fracaso, lo que dificulta el desarrollo de un mercado de capitales privado para este sector. El Estado puede y debe compensar estas fallas de mercado mediante apoyo directo (subvenciones, préstamos) e indirecto (incentivos fiscales, compras públicas).
El caso de Israel es particularmente ilustrativo: el gobierno financia el 85% de los proyectos de I+D en etapas tempranas, creando las condiciones para que luego el sector privado tome la posta.
Argentina tiene ventajas competitivas en áreas estratégicas donde podría concentrar sus esfuerzos: energías convencionales y alternativas, biotecnología, industria farmacéutica, tecnologías aeroespaciales, minería con valor agregado y la transición hacia la electromovilidad. En cada una de estas áreas existen desarrollos incipientes que podrían escalarse con políticas adecuadas.
La energía nuclear es un ejemplo destacable: Argentina es uno de los pocos países que domina el ciclo completo del combustible nuclear, desde la extracción del uranio hasta la fabricación de elementos combustibles. Las empresas INVAP y CONUAR, con proyectos como el CAREN, son ejemplos de capacidades tecnológicas nacionales que han logrado insertarse en mercados internacionales competitivos.
La construcción de un modelo de desarrollo sostenible requiere, fundamentalmente, de un gran Acuerdo Nacional que trascienda los ciclos políticos y establezca políticas de Estado a largo plazo. Este acuerdo debe contemplar varios ejes centrales: un sistema educativo que priorice la ciencia y la tecnología; un mercado de capitales que financie la innovación; una reforma fiscal que incentive las actividades productivas sobre las especulativas; y una inserción internacional inteligente que priorice los intereses nacionales.
La soberanía en el siglo XXI ya no se mide solamente por la independencia política formal, sino por la capacidad de un país de producir tecnología, generar empleo de calidad y satisfacer las necesidades de su pueblo.
El tiempo apremia. Cada crisis cíclica profundiza la desesperanza y erosiona el tejido social. La alternativa es clara: o Argentina logra construir un modelo de desarrollo productivo con inclusión social, o seguirá repitiendo el ciclo de auge y caída que caracteriza a las economías dependientes de recursos primarios.
La historia demuestra que los países que han logrado desarrollarse lo hicieron mediante la constante agregación de valor y la apuesta al conocimiento. Argentina tiene todos los elementos para seguir ese camino; lo que falta es la voluntad política y el consenso social para emprenderlo de manera definitiva. El futuro del país depende de esta elección.
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