Desde el golpe de 1976, la economía argentina transita un ciclo repetido de endeudamiento, fuga de capitales y desindustrialización. Este artículo propone una lectura histórica para entender cómo el neoliberalismo fue imponiéndose como régimen estructural, más allá de los gobiernos, con breves intentos de resistencia que, por falta de decisión o capacidad, no lograron revertirlo.
A lo largo de su historia reciente, Argentina parece condenada a repetir un mismo ciclo: auge y derrumbe, endeudamiento y default, promesas de desarrollo y realidades de exclusión. Este ciclo no es fruto del azar ni de errores aislados de gestión, sino de la consolidación de un régimen económico estructural que se impuso desde 1976 y que, más allá de las alternancias políticas, sigue ordenando la vida económica del país.
De la sustitución de importaciones al colapso del modelo nacional
Durante el período comprendido entre 1930 y 1974, Argentina ensayó un modelo de desarrollo basado en la sustitución de importaciones, el fortalecimiento del Estado y la ampliación del mercado interno. Pese a sus contradicciones —dependencia tecnológica, concentración agraria, tensiones distributivas—, esta etapa sentó las bases de una economía industrializada y socialmente integrada.
Fue un tiempo de alianzas entre el Estado, la clase trabajadora y ciertos sectores de la burguesía nacional. El modelo, sin embargo, comenzó a resquebrajarse hacia principio de los años 70, abriendo paso a un nuevo paradigma neoliberal a nivel global.
El golpe de 1976 y la refundación neoliberal
Con el golpe cívico-militar de 1976, se impuso una reorganización profunda de la economía nacional. Bajo la conducción de José Alfredo Martínez de Hoz, se consolidó una nueva lógica: apertura comercial, liberalización financiera, endeudamiento externo masivo y valorización financiera.
El Estado dejó de ser promotor del desarrollo para convertirse en garante del capital especulativo. Se desmanteló el aparato productivo, se reprimió a los trabajadores y se consolidó un bloque de poder financiero y agroexportador que sobrevive hasta hoy.
Alfonsín: una transición sin ruptura
La recuperación democrática de 1983 trajo consigo una enorme expectativa de cambio. Raúl Alfonsín, con su proyecto de “tercera posición democrática”, intentó recomponer el tejido social, pero no supo, no pudo o no quiso desandar el camino trazado por la dictadura.
Presionado por la deuda externa, los condicionamientos del FMI y la falta de una burguesía nacional dispuesta a confrontar con el capital financiero, su gobierno terminó encapsulado en una lógica de administración de la crisis. El Plan Austral fue un intento técnico sin una estrategia estructural de transformación. La hiperinflación y el colapso económico de 1989 marcaron el final abrupto de su mandato.
Menem y la consolidación neoliberal
Carlos Menem asumió prometiendo salariazo y revolución productiva, pero terminó ejecutando el programa más radical de desregulación, privatización y endeudamiento desde 1976. Bajo el ropaje del consenso de Washington, la convertibilidad garantizó estabilidad a costa de desindustrialización, desempleo y entrega del patrimonio nacional.
Fue una década en la que el capital financiero se impuso con total hegemonía. La política quedó subordinada a los mercados. El Estado fue reducido a su mínima expresión y las relaciones laborales fueron precarizadas. La implosión de 2001 fue la consecuencia directa de ese modelo.
El ciclo kirchnerista: reconstrucción sin ruptura
Con la llegada de Néstor Kirchner en 2003 se inició una etapa de recuperación económica, reconstrucción del tejido social y mayor autonomía política. Se promovió la industria nacional, se fortaleció el rol del Estado y se recuperó parte de la capacidad reguladora sobre el sistema financiero.
Sin embargo, el ciclo kirchnerista no logró modificar las estructuras profundas del régimen neoliberal: no se reformó el sistema financiero, no se alteró la estructura tributaria regresiva, ni se logró una transformación sustantiva de la matriz productiva y extractiva. Se administró el conflicto social con redistribución, pero sin alterar la lógica de fondo.
Esta limitación estructural permitió que el proyecto neoliberal regresara con fuerza en 2015.
Macri: endeudamiento y fuga, versión 4.0
El gobierno de Mauricio Macri representó el regreso sin tapujos del modelo financiero y exportador. En apenas cuatro años:
Se contrajo deuda por más de 100.000 millones de dólares.
Se firmó el mayor préstamo de la historia con el FMI, por 57.000 millones.
Se fugaron decenas de miles de millones a través del circuito financiero.
Se deterioraron todos los indicadores sociales y productivos.
Macri gobernó para el capital concentrado y desarticuló cualquier intento de política nacional. Su legado fue un país endeudado, empobrecido y subordinado a los intereses del sistema financiero internacional.
Alberto Fernández: la administración impotente de la crisis
El gobierno de Alberto Fernández asumió con la promesa de “poner a la Argentina de pie”. Pero frente a la monumental deuda heredada y la presión de los acreedores, eligió administrar la crisis en lugar de enfrentarla.
Más allá de los condicionamientos objetivos —la pandemia, la sequía, la guerra—, el gobierno mostró una clara incapacidad política para alterar el rumbo. Se optó por la moderación frente al conflicto, por la negociación sin condiciones con el FMI, por la continuidad del modelo extractivista.
El resultado fue la consolidación de una gestión sin brújula, atravesada por internas y tensiones no resueltas, donde el capital concentrado conservó intacto su poder. Fernández no logró revertir las bases del régimen de acumulación neoliberal. Solo postergó, a un altísimo costo social, su siguiente avance.
Milei y la fase terminal del neoliberalismo
Con Javier Milei, el neoliberalismo entra en una nueva fase: ya no disimula su violencia estructural. A través de la retórica libertaria, se propone destruir al Estado, privatizar lo común, mercantilizar la vida.
Es la expresión más descarnada de un régimen que lleva décadas saqueando el país. El modelo no es nuevo: es la fase terminal de un proceso iniciado en 1976, perfeccionado por Menem y Macri, y nunca desarmado por los gobiernos populares.
Sin ruptura estructural, no hay salida
Argentina no sufre errores cíclicos, sino una crisis de régimen. Desde 1976, se consolidó un patrón de acumulación basado en la deuda, la fuga, la especulación financiera y la reprimarización de la economía. Cada intento de resistencia que no rompa con esta lógica, termina siendo funcional a su continuidad.
El costo económico, social y político de sostener este modelo ha sido inmenso. La desindustrialización dejó un aparato productivo fragmentado y dependiente; la fuga de capitales desangró al Estado y al sistema financiero nacional; el endeudamiento crónico ató la soberanía al poder de los acreedores. En lo social, las consecuencias son devastadoras: pobreza estructural, precarización laboral, exclusión, fragmentación del tejido comunitario, desigualdad creciente.
En lo político, estas políticas neoliberales debilitaron la democracia al vaciarla de contenido material. Se debilitó la capacidad del Estado para planificar, se degradaron los vínculos entre representación y ciudadanía, y se alimentó el desencanto social que abre las puertas a salidas autoritarias o mesiánicas.
Argentina ha retrocedido en todos los órdenes: productivo, científico, educativo, sanitario, cultural y simbólico. Lo que antes era un país con vocación industrial, integración social y liderazgo regional, hoy se ve reducido a proveedor de materias primas y de rentabilidad para capitales especulativos.
Hoy más que nunca, la salida no está en la gestión eficiente del modelo, sino en su transformación estructural: con planificación democrática, soberanía financiera, justicia fiscal, industrialización con inclusión, integración regional y poder político popular. La reconstrucción nacional no puede ser un eslogan: debe ser una estrategia consciente, decidida y sostenida de ruptura con el régimen del saqueo.
Antonio Muñiz