El nacimiento de la filosofía


Silvio Maresca. Licenciado en Filosofía.

También las historias de la filosofía al uso, cuyo modelo invariable es siempre, en último término, la Historia de la Filosofía de Hegel, integran el género de los grandes relatos. Aquéllos que, según dijera hace ya tiempo Lyotard, han perdido verosimilitud. Vale pues iniciar el trabajo de su deconstrucción.

Estas historias nos han habituado a creer que el nacimiento de la filosofía occidental tuvo lugar allá por los siglos VI y V antes de Cristo, en la periferia de la civilización griega. Más precisamente, en las colonias del Asia Menor y de la llamada Magna Grecia (sur de Italia y Sicilia), para trasladarse después a Atenas. No importa cuán disímiles sean las versiones acerca del sentido del discurso enunciado por aquellos primeros pensadores. Media un abismo entre la interpretación “naturalista” de los ingleses y la “romántica” de los alemanes. Se coincide -no obstante- en que la filosofía habría comenzado con ellos. Más aún, nadie deja de establecer una continuidad entre el pensar presocrático y el ateniense, incluso cuando -como en el caso de Mondolfo- se distingan distintas etapas, signadas por el predominio de un problema determinado, de una preocupación central.

Quizá solamente Nietzsche y Heidegger constituyan, en este punto, una excepción. Sin embargo, a pesar de advertir un corte, un viraje fundamental, sucumben finalmente también a la apariencia deslumbrante de que “una misma cosa” está en juego desde Tales de Mileto hasta Aristóteles -sobre todo, Heidegger-. El “asunto” de la filosofía es traído a colación por los -así llamados- presocráticos. Para peor, muy tempranamente, Platón y Aristóteles, con toda su autoridad, convalidan esta opinión. Son ante todo ellos quienes se reclaman de esa tradición presocrática, estableciendo una filiación directa entre sus desvelos y aquel pensar auroral.

Por nuestra parte -como es frecuente- pecaremos de heterodoxia. Para nosotros la filosofía nace en Atenas, en el siglo IV antes de Cristo, con Platón. La sabiduría presocrática es sólo una de sus fuentes, ni siquiera la más importante. Ciertamente, no formulamos con ello un juicio de valor. Es posible y hasta altamente probable que el pensar y el decir de un Heráclito o de un Parménides exhiban una radicalidad jamás alcanzada por la argumentación platónica. Pero no son filosofía. Nada en común tienen con ella, ni cabe afirmar que se encaminaran en esa dirección.

Presumiblemente, nacen de otros intereses y preocupaciones.



Atenas

La filosofía nace en Atenas al calor de una crisis política sin precedentes. La experiencia de la disolución de su comunidad y la certeza de la imposibilidad de revertir la situación mediante las formas corrientes del ejercicio del poder político: tales los factores más próximos que impulsan a Platón a ensayar un camino alternativo. Escuchémoslo: “De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de la suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra” (Carta VII, 325e - 326b 3).

¿Qué pasaba en Atenas? Un siglo antes un pequeño pueblo había llevado a cabo el experimento acaso más grandioso y aventurado de la historia humana: la construcción de una democracia integral, donde todos los ciudadanos libres -sin excepción- asumían una participación plena en la decisión autónoma del destino común. Bajo la certera y prudente conducción de Pericles, el pueblo ateniense había logrado plasmar un equilibrio casi perfecto entre la libertad individual y los intereses colectivos. Los sofistas, auténticos mentores de la nueva sociedad, preparaban a los individuos para desarrollar el máximo de excelencia del que fueran en cada caso capaces. Maestros del arte de la palabra, conocedores de todos los secretos del arte de la persuasión y la disputa, eran -simultáneamente- maestros de virtud.




No existe quizá mejor fresco de esta situación que las palabras que Tucídides pone en boca del mismo Pericles, en su archiconocido “Discurso fúnebre”. Permítaseme citar algunos fragmentos: “(…) tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las disensiones particulares, mientras que mediante la reputación que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía, ni a su vez por causa de su pobreza, al menos si tiene algo bueno que hacer en beneficio de la ciudad, se ve impedido por la oscuridad de su reputación. (…) amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra Y el reconocer que es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso” (Historia de la guerra del Peloponeso, Libro II, §§ 37 y 40).

Sin embargo, tal felicidad duró lo que un suspiro. En poco tiempo el ejercicio de la libertad individual se trasmutó en la práctica del egoísmo más desenfrenado, en pos de metas subalternas y mezquinas. El legítimo afán individual de poderío, por un momento perfectamente acorde al interés del conjunto, se transformó en vulgar oportunismo, en búsqueda ciega del propio provecho a expensas de la comunidad. En una palabra: Pericles fue sustituido por Cleón y éste, para colmo de males, por el incalificable Alcibíades, principal responsable de la desastrosa incursión ateniense en Sicilia. La derrota frente a Esparta en la guerra del Peloponeso selló el destino trágico de Atenas y, a poco andar, de toda Grecia.

Sin embargo, a pesar de sus trasgresiones y delitos reiterados, sus equivocaciones fatales y sus espantosas traiciones -pasó al servicio de Esparta y después al de Persia, para retornar finalmente a su patria- no es fácil detestar a Alcibíades, como sí lo hicieron sus contemporáneos Tucídides y Aristófanes con el brutal Cleón. Veamos la semblanza que nos ofrece de él el historiador C. M. Bowra en La Atenas de Pericles (Alianza, Madrid, 1981, pp. 224-225): “En Atenas el partido de Nicias [partidario de la paz] fue vencido por los imperialistas demócratas, capitaneados, primero, por Hipérbolo, que estaba hecho de la misma madera que Cleón. De mayor relieve era el joven Alcibíades, pupilo de Pericles y miembro de su clan. Apuesto, rico, extravagante, listo y capaz, Alcibíades pareció durante mucho tiempo el heredero de Pericles enviado del cielo, que podía resucitar su manera de liderazgo con un entusiasmo renovado y una imaginación fresca. Alcibíades tenía, por supuesto, algunas cualidades notables(…) Había luchado en Delio y entendió el arte de la guerra como tal vez ningún otro ateniense de su época. Era un orador extraordinariamente brillante en la Asamblea y capaz de hacerle aceptar sus propuestas. Mas equívoca era su relación con los sofistas y su enseñanza. Era amigo de Sócrates y lo admiraba extraordinariamente, pero no compartía su respeto por las leyes o su integridad moral. En la práctica, Alcibíades se asemejaba a esos jóvenes de Platón que discutían para su interés propio y se interesaban más por sí mismos que por su país. Aunque poseía muchas de las cualidades que hicieron a Atenas grande, tenía otras que podían llevarla a la ruina”.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué se derrumbó -para decirlo con palabras de Hegel- esa “bella totalidad ética”? La filosofía occidental ha intentado reiteradamente -no cesará de hacerlo- develar este enigma. El propio enigma de su emergencia; el enigma constitutivo de la civilización occidental, que ésta todavía no ha sabido descifrar. La amenaza de la esfinge pende desde sus orígenes sobre ella. Su malestar en la cultura no es ajeno al trauma originario de la ruptura de la pólis.



Platón

Lo cierto es que Platón asiste a un panorama desolador. Ve desplegarse ante su mirada un individualismo suicida que crece en relación directamente proporcional a la pérdida de poder del conjunto. El capricho y el arbitrio reinan por doquier. Atenas, su amada Atenas, se encamina precitadamente hacia su final.

Platón traslada el escenario de sus diálogos al siglo anterior, acaso consciente de que el momento decisivo se localizaba allí. Tal vez toda su vida deseó ser Sócrates, confiando en su capacidad de revertir aquello ante lo que su maestro fracasó. O -conjeturalmente- el trauma producía ya sus primeros efectos. La compulsión a la repetición comenzaba a obrar.

Al situar los acontecimientos en el siglo V -un siglo antes-, Platón ocultaba también su desesperación. Porque Platón era un hombre desesperado. La filosofía nace, pues, de la desesperación. Desesperación que busca frenéticamente, en el desván de un bagaje cultural desvencijado, instrumentos de redención, armas para reconstruir un orden imprescindible. De ahí la recurrencia -ya alternativa, ya conjunta- a la dialéctica, al éros, al noús, al silencio místico. De ahí, los caminos del exoterismo y del esoterismo. De ahí también, por último, el “invento” de las Ideas, trascendencia necesaria para alejar la actividad política del terreno de la arrogancia, el narcisismo y la autosatisfacción.

La filosofía encuentra su origen en una catástrofe política. En la evaporación del poder colectivo, consecuencia de la eclosión caótica de los intereses individuales. Desaparición del poder colectivo que tarde o temprano, demás está decirlo, trae inexorablemente aparejada la declinación del poder individual. Al menos, mientras exista una comunidad.

En este sentido, la filosofía es tan hija de la política como Éros lo es de Penía. La comparación no es puramente exterior, una mera analogía literaria. Pues así como el impulso erótico es generado por la indigencia, el impulso filosófico reconoce por madre a la impotencia. Impotencia que no se resigna y ensaya, mediante un rodeo inopinado, apelando a una instancia inesperada, reconstruir un orden.

Necio sería negar o incluso relativizar, en función de lo dicho hasta aquí, la referencia ontológica y aún ontoteológica de la filosofía. También, que la racionalidad científica y tecnológica encuentra en la filosofía su punto de partida y explicación última. Más aún, necio sería negar que en la filosofía aliente acaso un elemento casi intemporal de hondura insondable. Y que a partir de todo esto se haya podido desplegar y de hecho se haya desplegado un sinnúmero de cuestiones, de preguntas y respuestas, dando lugar a uno de los géneros más extraños y prolíficos del discurso y de la escritura. Nada de ello impide localizar, empero, el nacimiento de la filosofía en los términos propuestos.



Nosotros

¿Será pertinente renovar hoy el gesto platónico? ¿Un renacimiento de la filosofía? Nuestro mundo no es -inútil decirlo- el de Platón. Sin embargo, presenta algunas semejanzas sugestivas. Cada vez son más quienes sospechan que el eufemísticamente denominado, a comienzos de los 90, “nuevo orden internacional”, es un desorden colosal. De nuevo se cierne sobre nosotros la amenaza del caos. No hemos descifrado el enigma. El juego de los intereses individuales -en sentido lato- parece desconocer todo límite. Los mecanismos políticos vigentes se revelan no ya incapaces de modificar el estado de cosas sino, en ocasiones, tan siquiera de contenerlo razonablemente.

¿Será insensato proponer de nuevo intervenir en lo político desde otro lugar, desde otra escena? ¿Cabe esperar de ello algún éxito? Porque Platón fracasó rotundamente. No sólo en sus excursiones a Siracusa. Su derrota más terrible fue posterior. Pues se entendió su jugada como apuesta a la razón, lo que sirvió únicamente a la postre para que los aspectos más aviesos del ejercicio del poder, sin dejar de florecer, se encubrieran y oscurecieran, disimulándose con mayor eficacia.

Pero también es posible aprender de los errores de Platón. Renovar su gesto no significaría hoy, desde ya, acompañarlo en sus frecuentes tentaciones totalitarias ni, todavía menos, cifrar en la razón la posibilidad de reconstruir un orden digno de ser vivido. Tampoco confiar en una grosera imaginarización de la trascendencia. “Un platonismo para el pueblo”, definía Nietzsche al cristianismo, no sin alguna verdad. Lentamente la filosofía, tomando una distancia imperceptible e imponderable de un mundo que se hunde, debe aprender a infiltrar, sin recostarse en un trasmundo, la otra escena: la de los límites éticos inmanentes al ejercicio del poder.

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