Jorge Giles
Tartagal es el nombre de un dolor reciente. Una tragedia navegando
rabiosa por las aguas del río amarronado, arrastrando lodo, puentes,
árboles, casas, animales. Se escapa de su cauce hasta llevarse mujeres
y hombres a empellones. No puede contenerse y desbarranca, inundando
los sueños de un pueblo tan alegre como corajudo.
Esta tierra es la tierra de los pájaros, del palo santo, de los
hermanos wichi, chorotes, tobas, chulupís, tapiaté y guaraníes. Aquí
habita el mineral que nos hizo fuertes, la noble madera, la cosecha
frutosa, el algarrobo y el cedro.
Y en estos días, antes de la tragedia, supo habitar el compromiso y el
arte de un Teatro de la Salud que andaba por las plazas enseñando a
prevenir el dengue, aquí en Tartagal. Pero el río manso se volvió
furioso y no tiene orillas cuando se desborda, no sabe de funciones
teatrales ni del Corso carnavalero que se desperezaba bajo la tenue
lluvia que venía cayendo. Fue como si las Sierras de San Antonio se
echaran a correr por sus laderas hasta cabalgar las aguas del río
Tartagal.
Cuando amaine la lluvia y el dolor, habrá que volver hasta el cerro
para preguntarle y preguntarnos si acaso fueron los desmontes los que
lo empujaron, lo empobrecieron, lo enlodaron. Ningún sembradío
criminal podrá justificar una sola muerte, un solo ahogado, un solo
desaparecido, una sola lágrima. Quizá el cerro no sabía que allá abajo
el carnaval del pueblo preparaba sus máscaras, pero tendrá muchas
heridas para que ruja como lo hizo. Que la tragedia no quede impune,
para que la patria no se convierta un día en esta Tartagal que hoy nos
duele a todos.
El fantasma de Manuel Castilla, el gran poeta salteño, andará por las
barriadas arrasadas diciendo como decía que "ese que va por esa casa
muerta y que en la noche por la galería, recuerda aquella tarde en que
llovía, mientras empuja la pesada puerta; ese que ve por la ventana
abierta, llegar en gris, como hace mucho el día y que no ve que su
melancolía, hace la casa mucho más desierta"
Sin importunar la poesía, debemos honrar la memoria y acordarnos de
los tiempos que en circunstancias trágicas como la que hoy sufre
Tartagal, el país de los argentinos supo tener gobiernos presentes
para privatizar y empobrecer pero ausentes en la hora de la desgracia
provocada. Eran muchos los látigos del olvido y la desidia. Que no es
de nuestra competencia, que este es un país federal, que no tenemos
jurisdicción nacional, que no tenemos presupuesto suficiente. Eran la
letanía impúdica de Menem y De La Rúa, en los tiempos en que Argentina
fue el conejillo de indias preferido del neoliberalismo, como dijo la
Presidenta. A ese país injusto ya no queremos volver.
Por eso, quizás sólo es de buena gente valorar que el Estado hoy ponga
el cuerpo y que un ministro de la Nación, Florencio Randazzo, confiese
ante la prensa "estamos en Tartagal porque nos ordenó la Presidenta" y
Alicia Kirchner, a la pregunta sobre cuánta ayuda daría la Nación ante
esta tragedia, con emoción respondiera "toda la que fuese necesaria,
toda". Y que Néstor Kirchner se sume con un gesto militante,
convocando para que la solidaridad vuelva a ser un patrimonio de todos
los argentinos.
El Estado sirve cuando estamos tristes. Sirve cuando se hace presente
y comparte el dolor con lo que tiene a mano, como lo hace ahora.
Cuando reconstruye lo destruido y canta con el poeta, "ese que
amanecido con el vino, se arrima alucinado al mandarino y con su
corazón lo va tanteando, ese ya no es, aunque parezca cierto, es un
Manuel Castilla que se ha muerto y en esa casa está resucitando".
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