Prensa política y lectores militantes.

El rol de los medios de comunicación comerciales en la Argentina.
Por Eric Calcagno.
Revista Sur


Hubo un tiempo durante el cual el periodismo era expresamente un medio de persuasión: los principales diarios de la Argentina estaban identificados con un partido político o se presentaban como defensores de una definida corriente de opinión. Así, en el país están o estuvieron el mitrista diario La Nación, el conservador La Prensa, el yrigoyenista La Época, el peronista Democracia, el socialista La Vanguardia, el anarquista La Protesta, el comunista Nuestra Propuesta, el nacionalista Azul y Blanco, y muchos otros. Quien leía cada uno de estos periódicos sabía cuál era la ideología y los puntos de vista de los redactores.

Esta convicción con información fue desplazada de a poco por la prensa con lógica empresaria. El objetivo es la maximización de ganancias, que convierte la noticia en mercancía informativa. Para que este sistema funcione, se basa en proclamar la objetividad, utilizar el sensacionalismo y presentar la independencia de posiciones partidarias. Parecen requisitos necesarios en la defensa de intereses económicos, en general de grupos concentrados, que usan la comunicación para legitimar su poder en la sociedad: ¿una política sin partidos, sin militantes... sin votantes? Un mundo de pasivos lectores, consumidores de la “verdad” cotidiana, anunciada como un oráculo, inapelable como una sentencia.

A veces, ése parece ser el rol que ejercen en varios países latinoamericanos algunos diarios y periódicos comerciales, que ocupan el lugar de los partidos políticos. Se llega al extremo de fabricar conflictos y líderes para encauzar la oposición, cuando ésta es muy débil o se encuentra desarticulada.

Claro que éste no es un fenómeno nuevo: antes del desembarco de fuerzas estadounidenses en Cuba durante la guerra con España de 1898, el magnate de la prensa William Hearst envió a La Habana a un periodista, quien le telegrafió lo siguiente: “No ocurre nada, todo está en calma, no habrá guerra, quisiera regresar”. Hearst le respondió: “Quédese, provéanos de ilustraciones, nosotros le suministraremos la guerra”.

En este contexto, es útil recordar la metodología sugerida por Harold D. Lasswell, quien a mediados del siglo pasado recomendaba analizar la función política real de los medios de comunicación con tres preguntas que contestar: “Quién dice qué, a quién y con qué efecto”. Veamos.

Quién dice. El primer punto se refiere a quién dice. En este sentido, sólo tienen acceso a la propiedad de los medios masivos de comunicación el Estado o aquellas empresas con suficiente poder económico como para poder editar un diario o un periódico, o instalar y hacer funcionar una estación de radio o de televisión.

No todos los ciudadanos de este país, por más buenas intenciones que tengan, pueden ser los dueños de un medio de comunicación: la igualdad de oportunidades frente a la comunicación masiva está, pues, falseada desde el origen.


Qué dice. El segundo elemento en la definición se refiere al contenido del mensaje. Aquí suele mezclarse la información con la propaganda. Es decir, se trata de “influenciar la acción humana por la manipulación de representaciones”, que pueden ser habladas, escritas, por imágenes o musicales. Para ello se utilizan los medios de publicidad más aptos para coordinar la conducta de grandes masas de población, lo cual puede hacerse cada vez con mayor eficacia dada la enorme difusión de los modernos medios de comunicación, en especial la televisión; por lo demás, se trata de medios que requieren una actitud pasiva de quien contempla las imágenes, al contrario del esfuerzo de imaginación que requiere la palabra impresa.

Este mensaje puede referirse a la más amplia gama de temas, desde los ideológicos hasta los políticos y comerciales. Sirve tanto para una campaña electoral como para vender un producto o para desgastar a un gobierno. Los problemas surgen con respecto a las cuestiones de fondo, cuando se falsea o deforma la información o se procura instalar profecías autocumplidas; y en las formas, cuando se quiere promover a un candidato con métodos que sirven para vender automóviles o desodorantes (hay circunstancias en las que el método determina el resultado... no todo da lo mismo).

A quién se dice y con qué efecto. El tercer factor de la metodología sugerida por Lasswell alude a los destinatarios del mensaje, que cada vez constituyen grupos más amplios. El éxito de la prédica transmitida por la publicidad se refleja en la adopción por los receptores de las actitudes o conductas preconizadas.

Informar quiere decir –de acuerdo con la definición del diccionario de la Real Academia Española– “enterar, dar noticia de una cosa”; pero para que el mensaje sea tomado como verdadero, debe atravesar el filtro de la ideología o de las ideas preconcebidas o prejuicios. Es común no enterarse de las informaciones que contradicen las propias convicciones; o que, si se aceptaran, plantearían graves problemas morales o políticos o de seguridad personal. Un ejemplo trágico de este hecho es el bloqueo mental con el que gran parte de la población argentina (en especial de su clase media) pudo ignorar la desaparición de personas durante el gobierno militar; o la propia desaparición del Estado durante los ’90.

Otra de las características fundamentales de los medios de comunicación es su capacidad para afirmar o diluir la identidad cultural de las naciones. Varios estudios acerca de la televisión muestran una disociación entre las necesidades de una cultura nacional deseable y la mayor parte del material que se emite, que en su mayor parte consiste en series violentas de procedencia extranjera, que ya están amortizadas en el país de origen y pueden venderse a bajos costos.

El fenómeno de transnacionalización de las actividades económicas y culturales afecta fuertemente a las identidades nacionales. El término de “industria de la información” acuñado por los economistas de la Universidad de Stanford, plantea claramente el predominio de lo económico por sobre lo cultural; si a ello se agrega la factibilidad de emitir mensajes que se reciben en todo el mundo, por encima de las fronteras, resulta la posibilidad de tratar los productos culturales de modo análogo a las exportaciones comerciales. De tal modo, no sólo se desdibuja la identidad cultural nacional, sino que a la vez se desinforma.

En conclusión, abandonada la función política de persuasión, la información aparece entonces como una mercancía más, resultado de sistemas de producción, distribución y consumo donde encontramos las mismas variables y categorías que en cualquier otra área de la actividad económica. Han sufrido las mismas consecuencias de la concentración y extranjerización del aparato productivo y han efectuado una “globalización” de lo comercial y lo político; el problema es que aquí se trata de la producción y de la distribución de ideas, de la visión de nuestra Nación y de nosotros mismos, así como también de las capacidades para alcanzar determinados objetivos.

Lo grave es que los propietarios de la información no lo dicen, y los consumidores suelen creerlo. Aboguemos entonces por una prensa política, que represente con claridad todas las opiniones, y por lectores militantes, que ejerzan sus convicciones.

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