Todos los estudios de opinión pública coinciden en señalar que la justicia es una de las instituciones del Estado con mayor desprestigio.
Si bien hay consenso
sobre la necesidad de mejorar el funcionamiento de todas las instituciones del
Estado y sobre todo el Poder Judicial, hay sectores de la misma justicia, de
los medios y de los grupos políticos opositores
que cuestionan la decisión de llevar
adelante la reforma.
Los argumentos son muy flojos, no van al fondo de la reforma, se
quedan en la oportunidad y en una supuesta intencionalidad política de encubrir la corrupción del gobierno de CFK.
Esta negativa de la oposición de discutir el fondo de la cuestión, que por otra
parte está abierto al debate y a proposiciones superadoras, muestra no solo la
endeblez de sus argumentos, sino también la intencionalidad de sostener el
status quo de un poder del estado, que huele a podrido desde hace décadas.
Sin entrar en el entramado legislativo y normativo que está
en plena discusión y elaboración, a partir del trabajo de una comisión asesora
nombrada para ese fin. Sería conveniente re plantear hoy la discusión en sus
justos términos, y sobre todo en los marcos del debate.
La preguntas son ¿si no es ahora, cuando? Y porque no ahora?
Y viendo los actores que se oponen queda claro que esta justicia le sirve a
muchos grupos de poder, por eso el empecinamiento de oponerse porque sí o
suspenderlo en el tiempo a la espera de tiempos políticos mejores para la
oposición.
Es probable que el gobierno de AF este cometiendo un error
táctico, la reforma judicial es un tema demasiado importante como para dejarlos
solo en manos de los abogados. La mirada corporativa que pueden hacer los
hombres de leyes, puede y de hecho lo hacen sesgar la discusión y alejar la
misma del resto de la comunidad.
Está claro que es necesario entre otras cosas “democratizar
la justicia”. El poder judicial en su estructura y lógica de funcionamiento en
una rémora de la Edad Media, un resabio de la sociedad pre moderna. Las formas, los procedimientos,
los tratos y títulos de “excelencia” o “señoría”, el no pago de impuestos, los
cargos casi “hereditarios”, son ejemplos de formas pasadas de moda. Los jueces
son ciudadanos comunes que tienen una función específica marcada por la
constitución, no son una aristocracia superior al resto de la ciudadanía.
Por esto también es importante abrir el debate a toda la
sociedad, que los ciudadanos puedan participar a través de las ong, las
universidades, sindicatos, organismos de derechos humanos, etc. O sea, romper
los marcos que aprisionan y condicionan el debate serio. La experiencia llevada
adelante para la sanción de la ley de medios, ampliamente participativa, es un
camino que se debe seguir en las consultas sobre la reforma. La ley de medios
se ganó en el debate y en la calle y se perdió en los tribunales y los
subsuelos de la política.
En este gran debate hay que poner en cuestión toda la lógica
del sistema judicial. Es un poder, que además de la corrupción que hoy lo
carcome y del cual hablaremos párrafos abajo, es un poder conservador, patriarcal, machista, represivo,
un obstáculo para el desarrollo de cualquier iniciativa o proyecto que
cuestione el status quo vigente.
La corrupción del sistema judicial no es nueva. En las
últimas décadas se ha producido un fenómeno de cooptación de los jueces, sobre
todo federales, por parte de los servicios de informaciones del estado y de los
medios de prensa concentrados. Son muchos jueces federales que son casi empleados de los
servicios y de las corporaciones. Hay viejos casos vergonzosos, como la jueza
Pura de Arrabal, casi una escribiente del grupo Avila- Manzano en Mendoza y otros que están saliendo a la luz como el
contubernio de jueces como Irurzun, Bonadío o fiscales como Stornelli que
distorsionan la justicia a su gusto e intereses de sus patrones. La visita
periódica de “servicios”, periodistas “amigos”, representantes del lobby
empresario mediático, a los juzgados de Comodoro PY está ampliamente probada.
La experiencia de los últimos cuatro años muestra el grado
de deterioro que tiene sobre si la justica en general y la federal en particular.
En los años nefastos del macrismo se avanzó sobre la libertad y los bienes de
ciudadanos, la prisión de dirigentes políticos y sociales opositores, en causas
armadas a medida y respaldadas por intensas campañas de prensa contra esos
dirigentes o para apretar a los jueces para que sean funcionales a los deseos
del poder.
Estos no fueron hechos aislados, sino formaron parte de una
política de utilizar a la justicia como arma para perseguir opositores y
garantizar a través del miedo y la coacción la perpetuación del gobierno
neoliberal y su proyecto de acumulación de un sector sobre el despojo de las
mayorías populares.
Este accionar mafioso denominado Lawfare o la guerra
judicial, puede definirse como “el uso indebido de instrumentos jurídicos para
fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación
de un adversario político. Combina acciones aparentemente legales con una
amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos
familiares cercanos) de modo que quede más vulnerable a las acusaciones sin
prueba, para lograr que pierda apoyo popular para que no disponga de capacidad
de reacción”. Lamentablemente no es solo un fenómeno argentino, sino también el
lawfare es una herramienta que se utiliza en toda la región, tanto Brasil, como
ecuador, son un ejemplo perverso de esto.
Hubo muchos casos en estos años de jueces que fueron
atacados desde los periodismo mercenario con campañas de difamación a efectos
que se amoldaran al poder de la mesa judicial macrista, o darle razones para el
juicio político y forzar su renuncia, como fue el caso de la Procuradora Gils
Carbo. En otros casos se forzó el cambio de funciones arbitrariamente, se
castigó a los rebeldes y se premió a los jueces dóciles y amigos.
Está claro que esta
forma de funcionamiento está basada en procedimientos profundamente ilegales,
que ameritan una profunda investigación y castigo de todos los responsables. Y
está claro además que un país no puede funcionar cuando uno de los poderes del
estado está en una situación de descomposición tan manifiesto.
El Gobierno cree oportuno dar esta batalla, sabiendo que es
una pulseada compleja, sobre un tema técnico que es muy difícil de entender
para la mayoría de los ciudadanos, pero que sin embargo impacta de manera concreta la vida diaria de los
argentinos.
En este tema no hay espacio para gatopardismo, cambiar algo
para que nada cambie en el fondo. Por ello que es necesario ampliar el debate
para lograr el mayor consenso social posible sobre una reforma profunda sobre el sistema judicial.
Una democracia no puede funcionar si se permite que desde el
estado mismo se boicotee el accionar de los otros poderes y se beneficie a los
grupos concentrados en contra de los intereses y necesidades del pueblo.
Antonio Muñiz
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