Crisis mundial, rebeliones y anarcocapitalismo

Por: Ricardo Forster

Que vivimos en un momento difícil, complejo y crítico de la historia mundial es algo que no puede negarse ni ocultarse. Que la desorientación, la pérdida de referencias y el extravío sacuden en particular a los países más desarrollados es algo que también se manifiesta con sólo mirar lo que está sucediendo en sociedades como Grecia, España, Italia, Francia o Estados Unidos, sociedades en la que la propia democracia no atraviesa por su momento más espléndido allí donde ha sido duramente colonizada por la tecnocracia economicista que hoy impulsa los famosos planes de ajuste. Que el modelo de valorización financiera que vino a instalarse en la economía mundial desde finales de los setenta y como un modo de ir desplazando al Estado de Bienestar en el mismo momento en que se derrumbaba la Unión Soviética, ha entrado en una profunda crisis que amenaza con ser terminal es algo que ni siquiera los medios de comunicación hegemónicos pueden disimular más allá de que todavía sigan predominando el discurso y las soluciones neoliberales. Que mientras eso sucede en el centro económico del mundo hay otras regiones, en particular Sudamérica, que, a diferencia de otras épocas en las que un estornudo en el Primer Mundo significaba una neumonía entre nosotros, va atravesando la crisis con una estabilidad sorprendente de acuerdo a las experiencias anteriores, es también señal de los cambios que vienen operándose en algunos de sus principales países, y eso a pesar de la pésima prensa que suelen tener en los medios primermundistas los procesos políticos que se despliegan en esta parte sureña del continente americano (¿no resulta extraño que durante la última década se demonizara a la Venezuela de Chávez, a la Bolivia de Evo Morales, al Ecuador de Correa y a la Argentina de los Kirchner mientras se aceleraban las condiciones, invisibilizadas por los medios hegemónicos, para el desencadenamiento de la crisis que desde el 2008 viene acorralando a Estados Unidos y Europa y nada se decía del autoritarismo represivo de los regímenes árabes que serían desbancados en 2011?). Que el mundo árabe se ve sacudido por una ola de movilizaciones populares de carácter democrático es algo que va mucho más allá de lo que en primera instancia se definió como un modo de sacarse de encima dictaduras opresivas que venían sojuzgando a esos pueblos desde hace décadas con el beneplácito de las democracias occidentales, para ir transformándose en profundas y decisivas interpelaciones al poder, al sistema económico y a la injusticia estructural que todavía hoy sigue vigente. Que China comienza a enfrentarse a problemas macroeconómicos que amenazan no sólo con desacelerar su crecimiento sino que también impactan sobre los trabajadores impulsando un grado incipiente pero persistente de conflictividad social, es otro dato de esos que hacen temblar al resto del planeta que, eso es cada vez más evidente y gravoso, depende de un modo decisivo de la continua expansión de la economía del gigante asiático.

En un mundo convulsionado donde se entrelazan como factores de conflictividad creciente lo económico, lo político, lo social, lo ecológico y hasta lo cultural, Sudamérica aparece como la región más calma y mejor posicionada sin por eso dejar de lado sus persistentes desigualdades. En todo caso la región enfrenta un enorme desafío con posibilidades que antes no encontraba y que hoy, allí donde se profundizan los acuerdos y se vigoriza la unidad, le permite avanzar hacia una mejor distribución de la riqueza en el marco de una participación popular que mejora sustancialmente la vida de nuestras democracias. La contraposición entre el pellejo vacío en que tienden a convertirse algunos países europeos (pienso en los pobres griegos, inventores del asunto allá lejos y hace tiempo, que ni siquiera pudieron acudir a un referéndum para decidir su destino, o en los italianos que ante la irreversible decadencia de Berlusconi se encontraron con un premier directamente importado de las usinas del capital-liberalismo para no hablar de los españoles que a pesar de girar hacia la derecha del PP no parecen satisfacer a la troika de bancos y a los mandamás de una Europa en crisis que no acaba de saciarse y quiere más ajuste), y la vitalidad refrescante de las experiencias democrático populares sudamericanas es más que llamativa. Que tratarán de exportar su crisis hacia nuestras costas no hay dudas, por eso es fundamental definir políticas comunes capaces de proteger al conjunto de la región contra las descargas especulativo financieras.

La plaza Tahrir arde y, en medio de movilizaciones de miles de egipcios que resisten al poder militar, lo que es puesto en cuestión es el límite que se le quiso dar, desde los Estados Unidos y la Comunidad Europea (que cada vez más se reduce a Alemania, en primer grado, y a Francia, en segundo grado, mientras que el resto de sus miembros ve de qué modo se van disolviendo las expectativas de un futuro asociado, así se lo veía, a un consumo indetenible e infinito), a la “primavera árabe”. La frontera que se quiso cerrar a cal y canto era, precisamente, la de la participación popular exigiendo más y mejor democracia bajo la forma, olvidada, de la equidad y no simplemente un cambio cosmético que dejara todo igual. El ignominioso fin de Khadafi en Libia, su asesinato bajo la mirada cómplice de las fuerzas de la OTAN y con el regocijo de las grandes empresas petroleras, la continuidad de la protesta en Siria pese a la represión feroz, el desbarrancamiento del régimen yemenita, el inicio de un giro democrático en Marruecos y la persistencia de una resistencia heroica en El Cairo con preponderante participación juvenil, constituye uno de los momentos más intensos, complejos y desafiantes de una época en la que el capitalismo central no sabe cómo salir de una crisis que sigue profundizándose.

El agotamiento de la paciencia entre los pueblos árabes está relacionada con la multiplicación exponencial, en esos países, de una doble tenaza que comienza a quebrarse: por un lado, la decadencia de regímenes opresivos sostenidos, avalados y protegidos por las mismas democracias occidentales que, de un modo cínico, se desgarran las vestiduras ante esos mismos regímenes en el momento en que sus pueblos se rebelan pero a los que antes apoyaron durante décadas política, económica y militarmente, y, por el otro lado, al impacto directo del aumento de los alimentos y el deterioro creciente de economías entrelazadas con las europeas y que también fueron contaminadas por el virus del neoliberalismo que acabó por pulverizar no sólo formas tradicionales de vida sino, incluso, los propios desarrollos industriales en países que volvieron a convertirse en deudores de una división internacional del trabajo que los condena a ser simples productores de bienes primarios y a un crecimiento exponencial de la tasa de desocupación que afecta, principalmente, a los sectores juveniles –alma rugiente de las grandes rebeliones– (el petróleo en el caso de esos países, la minería o los productos agropecuarios en el de gran parte de América latina, con la excepción de Venezuela que sigue buscando escaparle, con éxito desparejo, al abrazo de oso de la primarización de la economía. No hay que dejar de subrayar que la Argentina es el país de la región que no se ha reprimarizado en estos últimos años). Los países árabes no pudieron compensar con el aumento del precio del petróleo el aumento exponencial de los alimentos como consecuencia de la espiral especulativa que involucra a todos los commodities. Imagine, el amigo lector, qué sería de nosotros sin las retenciones a los granos.

Lo que se agotó, al menos en ciertas regiones del mundo, es la continuidad de un modelo económico sustentado en la valorización financiera, una de cuyas consecuencias ha sido el endeudamiento generalizado de aquellos países que, siendo parte de la comunidad europea o productores de hidrocarburos y otros productos primarios, se dejaron capturar por las mieles, supuestas, de un mercado global en el que cada país debería contribuir a un orden mundial arrasador de esa vieja entelequia llamada “Estado-nación” en nombre de fuerzas abstractas capaces de desplegarse por geografías exclusivamente diseñadas por los nuevos lenguajes de las finanzas, la especulación, los commodities y la gendarmería internacional representada, en lo central, por el ejército estadounidense y sus aliados de la OTAN. Más de 30 años de expansión neoliberal dejaron, como consecuencia, una inédita concentración de la riqueza y la consiguiente desigualdad que trajo aparejada (tanto en los países centrales como en los periféricos) una multiplicación de la pobreza, la indigencia y la exclusión, nuevas y variadas formas de violencia, anomias y fragmentaciones sociales que transformaron de cuajo sociedades enteras, la proliferación de políticas de desarrollo inversamente proporcionales a la protección del medio ambiente (en 2012 se llega al final de los famosos acuerdos de Kyoto sin que ninguno de sus objetivos de sustentabilidad hayan logrado cristalizar, sobre todo, en Estados Unidos, Japón y China haciendo del calentamiento global y de la crisis medioambiental uno de los problemas fundamentales que se continuarán descargando, con cada vez mayor virulencia, sobre nuestro planeta y sobre nuestras sociedades), la multiplicación de regímenes corruptos y represivos avalados, durante décadas, por el Occidente democrático y la dependencia de la locomotora China que, ante la amenaza de que detenga en algo su marcha, llena de espanto al mundo entero.

Una economía ferozmente entrelazada que logra, en la mayor parte de los casos, exportar mundialmente una crisis originada en Europa y Estados Unidos y cuyo núcleo principal es la valorización financiera que ha llegado a su límite y a su zona de colapso. La famosa burbuja inmobiliaria, apenas la punta del iceberg de un sistema atrapado en las telarañas de la especulación del anarcocapitalismo financiero como lo ha denominado con precisión quirúrgica Cristina Kirchner, ha dejado al descubierto el funcionamiento arbitrario y corrupto de un orden económico sustentado en el debilitamiento del Estado y de los actores sociales capaces de enfrentar su lógica expansiva. La hegemonía del liberal-capitalismo se hizo de la mano de una ofensiva, iniciada por el tándem Reagan-Thatcher al inicio de los años ’80, contra los sindicatos y, fundamentalmente, contra la continuidad del Estado de Bienestar que, desde la perspectiva de las usinas ideológicas del poder corporativo mundial, había llegado a su extenuación. A lo largo de más veinte años, pero con modalidades diferentes (más brutales en algunos casos, como por ejemplo lo hizo Thatcher en Gran Bretaña o el menemismo en la Argentina; más lentos en otros –como en España, Italia, Francia o Alemania–) lo que se impuso fue el pasaje del capitalismo estatal-productivo nacido de la crisis del ’30 y de la segunda posguerra bajo inspiración keynesiana al capitalismo especulativo financiero. Lo que está en crisis en la actualidad es esta segunda variante de un sistema de la economía-mundo que nos ha llevado a un verdadero callejón sin salida.

En nuestro país se dio, desde la llegada de Néstor Kirchner al gobierno en 2003, un proceso inverso al de la mayor parte de las economías del mundo (tanto centrales como periféricas), proceso caracterizado por la recuperación del mercado interno, de la masa salarial y del consumo junto con una estratégica decisión de avanzar hacia el desendeudamiento desacoplando a la Argentina de un circuito financiero internacional profundamente corrompido. Nuestra alternativa a la crisis del 2001 no fue seguir con las recetas del FMI ni recluirnos en una reprimarización continua de la economía adaptada, siempre, a la continuidad del endeudamiento a través del retorno a los famosos mercados de capitales tan añorados por nuestro establishment económico y político ni, tampoco, a dejarnos seducir por las “metas de inflación” (un eufemismo que esconde el enfriamiento de la economía, la reducción de los salarios y la caída exponencial del consumo). Esto no significa, por supuesto, que la continuidad y la profundización de la crisis en el centro no afecte a nuestro país; significa, más bien, que las alternativas no serán adaptarnos, una vez más, a las exigencias de quienes causaron la crisis y que hoy se dedican a “gestionar” a aquellos países, como Grecia o Italia (a España no le falta mucho para que un “técnico” tome cartas en el asunto pese al triunfo de la derecha), que se han puesto en manos, renunciando a cualquier decisión democrática de sus pueblos, de los tecnócratas del Banco Central Europeo y, bajo la atenta y punitiva mirada, de Alemania.

La Argentina, al borde de un nuevo mandato del kirchnerismo, seguramente continuará los caminos de la heterodoxia, esos mismos que le permitieron escapar del abrazo de oso de los organismos internacionales. La pulseada será dura, tanto por las presiones externas como por las internas, pero seguramente, y tomando en cuenta lo que viene sosteniendo Cristina, el rumbo político-económico seguirá siendo el opuesto a la despiadada ola neoliberal que, pese a estar en su peor momento, justamente por eso, buscará expandir todavía más sus recetas demoledoras de vida social. Entre nosotros, la memoria ayuda. Los europeos no han conocido del todo el verdadero rostro de los gramáticos del ajuste. Los pueblos árabes se rebelan al mismo tiempo contra la represión y contra un modelo de injusticias y desolación. La historia, una vez más, se ha puesto en marcha.

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