Por Eduardo Anguita Periodista y Director de Miradas al Sur.
La idea de un cataclismo planetario con raíces celestiales parece estar a la orden del día justo en el período de vacaciones de los que ahora deshojan margaritas para saber si les vale –o por cuánto tiempo– la calificación de habitantes del Primer Mundo.
A medida que el calendario se aproxima al inicio de 2012, no sólo los esotéricos se excitan. Basta mencionar el año que comenzará apenas 142 días después de que este artículo vea la luz, para que una visión catastrófica de la humanidad cunda entre quienes hojean el calendario maya y también entre los devotos de las profecías de Nostradamus. La idea de un cataclismo planetario con raíces celestiales parece estar a la orden del día justo en el período de vacaciones de los que ahora deshojan margaritas para saber si les vale –o por cuánto tiempo– la calificación de habitantes del Primer Mundo. Porque desde que las llamadas calificadoras de riesgo bajaron la nota del alumno excelente del capitalismo financiero, es muy tentador dejarse guiar por pronósticos fulminantes. Demasiados oráculos apuntaron a 2012 como año terminal ¡y justo la primera señal de crisis fue Grecia! En la cultura helénica, las preguntas filosas e inquietantes sobre lo que vendría se hacían en el Parnaso; era el ombligo del mundo, y desde allí un vulgar ciudadano se animaba a preguntarle cualquier cosa a Apolo, ese dios griego que, entre otras cosas, era nada menos que la divinidad del Sol. Un espantoso círculo se cierra: los griegos ahora sólo se preguntan por qué el FMI y no Apolo quieren borrarlos de la faz de la Tierra.
Ahora, hay que decirlo, las preguntas inquietantes se hacen en Washington, capital del actual imperio. Washington es, al menos todavía, la cara visible de los billetes que circulan, no sólo como moneda de cambio, sino también como dios universal. No es fácil responder por qué justo ahora las tres poderosas y norteamericanas agencias de calificación de riesgo –Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch– decidieron clavar el estilete en el corazón de Washington. ¡Qué sentiría el general guerrillero si supiera que el golpe llegaría desde la retaguardia! En un mundo hiperglobalizado, una pequeña descalificación del dólar puede contribuir, y mucho, a las turbulencias políticas y financieras de las otras naciones que están pasando por altísimos niveles de incertidumbre.
Más allá de los movimientos especulativos y de peleas sectoriales, no se puede tapar el sol con las manos. En los últimos cuatro años, los números de los Estados Unidos son incontrastables. En 2007, el déficit fiscal norteamericano era equivalente al 1,2% del PBI. Mientras que desde 2009 supera el 10%. Esa brecha la fueron cubriendo con deuda, de modo tal que la deuda pública de los Estados Unidos pasó de representar el 61% del PBI a convertirse este año en el 100%. Como dato, baste recordar que la Argentina de hace una década tenía una relación deuda/PBI de más del 100% y que ahora es menor del 50%. A su vez, con tasas de interés bajas, en los Estados Unidos la palabra recesión está en boca de todos.
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS. El ardiente verano norteamericano potencia el olor de excesivos signos de podredumbre. El pegajoso y asqueante calor del verano acompaña a los norteamericanos que deambulan por el Potomac tal como lo hacía con Marlow en su travesía por el río Congo. Marlow era el protagonista de El corazón de las tinieblas, una novela del polaco Joseph Conrad, ambientada en la selva africana. La historia recrea las propias vivencias del autor a fines del XIX. En esos años, el Congo era colonia del reino de Bélgica. Su rey, el multimillonario Leopoldo II, ordenaba el exterminio de sus pobladores. A los colonialistas sólo les interesaban los diamantes y los colmillos de los elefantes. Conrad residía en Londres y publicó la novela en 1902. Por esos años la reina Victoria, al frente de la corona del país más poderoso del planeta, practicaba los mismos oficios terrestres. Incluso con los blancos boers, que habitaban un poco más abajo del río Congo y que estaban sentados en las minas de oro sudafricanas. Muchos años después, la novela de Conrad sirvió de inspiración a Ford Coppola, quien produjo una pieza artística excepcional para ver sin amortiguadores cómo es la decadencia de un imperio: Apocalypse Now, ambientada en Vietnam, es un relato anticipatorio de lo que era la trastienda de la invasión norteamericana a una de las regiones más pobres del mundo. La película se estrenó en 1979, justo cuando las tropas soviéticas iban a Afganistán a librar una guerra opresiva que contribuiría a acelerar su propio final.
EL FIN DEL CONSENSO. La película 2012, del director alemán Roland Emmerich, apeló al sentimiento de catástrofe y a muchos efectos especiales para convertirse en un éxito de taquilla. La puerta de entrada fue una interpretación atribuida a Nostradamus sobre el calendario maya. Pero Nostradamus vivió hace 500 años y el film se hizo apenas hace dos años. Además, fue en Hollywood y no en Yucatán. Los problemas de la Tierra no parecen devenir de la alineación de los planetas con el sol sino de los brutales ajustes del capitalismo financiero. Ajustes que no responden a “los mercados” sino a algunos grupos de poder. Por algo, el Consenso de 1989 fue el de Washington. El primero de sus diez mandamientos era “la disciplina fiscal”, una regla de oro en los gobiernos norteamericanos. Cabe recordar que, tras la crisis de 1929, con el New Deal de Franklin Delano Roosevelt hubo expansión del gasto público, pero no déficit fiscal.
El Consenso de Washington inicialmente fue pensado para consolidar el dominio norteamericano en América Latina pero se convirtió en una receta para dominar la parte del mundo que se caía, la de Europa Oriental y la ex URSS. Conviene ponerle fechas: el Muro de Berlín era derribado en los primeros días de noviembre de aquel año, el Consenso fue formulado en el Institute for International Economics unos días después. Aquella ortodoxia neoliberal parece haberse convertido en un bumerán para el actual sistema político norteamericano. La extrema derecha republicana del Tea Party parece preferir el fin de los días del demócrata Barack Obama antes que encontrar una salida consensuada a la incapacidad del gobierno federal de hacer frente a los pagos.
De estas pequeñas peleas políticas está plagado el debate político de la primera potencia militar del planeta. Aquella que lleva una década en Afganistán sin haberse retirado y con la certeza de que el problema no son los talibán sino la necesidad de tener un territorio propio cercano a la India y, sobre todo, a China.
El futuro de los Estados Unidos es tan incierto como desdibujado queda el laborioso esfuerzo de los arquitectos del imperio de los años setenta. Es curioso, más arriba se menciona que Joseph Conrad había nacido en Polonia. También fueron polacos tres arquitectos del fin de la Guerra Fría y de la desaparición del llamado campo socialista. Se trata de Zbigniew Brzezinski , Karol Wojtyła y Lech Walesa.
Brzezinski, nacionalizado estadounidense, llegó a presidir el Consejo de Seguridad Nacional bajo el gobierno del demócrata James Carter. Unos años antes de estar al lado del hombre que parecía la cara más pacífica que podía mostrar la primera potencia después de Vietnam, Brzezinski había sido convocado por el banquero David Rockefeller para crear un selecto club de políticos y financistas norteamericanos, europeos occidentales y japoneses. El experimento se llamó Comisión Trilateral y Brzezinski la encabezó desde su creación, en 1973, cuando Richard Nixon y su ideólogo Henry Kissinger veían opacar sus estrellas.
Wojtyła quedó al frente del Estado Vaticano tras la muerte nada accidental de Albino Luciani en septiembre de 1978, apenas un mes después de su nombramiento. Su prédica anticomunista con un pasado partisano le permitió a Wojtyła convertirse en una referencia para la batalla –nada cultural– de la CIA y los banqueros contra los gobiernos satélites de Moscú. En ese mismo 1978, el compatriota Walesa creaba un movimiento clandestino con base en los Astilleros Vladimir Lenin de Gdansk, donde era un líder sindical indiscutido.
El paciente trabajo de Rockefeller con financistas, políticos y espías se apoyaba, no sólo en las apetencias de nuevos negocios, sino en la lenta e inevitable debacle del llamado socialismo real. La caída del Muro y la implosión de la URSS dos años después crearon las condiciones para que se incorporaran al mercado millones de nuevos consumidores. Por supuesto, esos mismos consumidores eran parte de un mercado laboral con pretensiones salariales muy inferiores a las de sus colegas del mundo desarrollado capitalista. Walesa fue presidente de Polonia antes aún de que Mijail Gorbachov diera por finalizados los años del Segundo Mundo. Ganó un Nobel y en el aeropuerto de Gdansk quedó estampado su nombre. Los astilleros en los que Walesa trabajó fueron privatizados y ya no se llaman Lenin. Wojtyła es considerado uno de los líderes más influyentes del último cuarto del siglo XX. Fue beatificado recientemente; esto es, considerado alguien que vivió en santidad toda su vida. En cuanto a Brzezinski, es uno de los intelectuales más importantes del establishment norteamericano, alguien que había anunciado en La era tecnotrónica el tipo de sociedad que vendría y las debilidades que tenían los regímenes socialistas para afrontarlas. Brzezinski sigue viéndose con su mecenas y mentor, David Rockefeller, y forma parte del Council on Foreign Relations, un lugar de cita indispensable cuando los líderes políticos del resto del mundo van a Nueva York. Por supuesto, su creador e inspirador fue David Rockefeller. <
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