¡ARGENTINOS, A LAS URNAS!
Por Roberto Caballero Director.
Este domingo, quizá, tal vez, nazca el “cristinismo”, mezcla de los que quieren más de este modelo “nacional y popular” y los que por viveza y sentido de supervivencia admiten que cambiar de montura a mitad del río es desaconsejable.
La primera presidencia de Cristina Kirchner fue una presidencia débil. A poco de asumir, con el lock out de las patronales agropecuarias, que mantuvieron paralizado el país durante cuatro meses, también se fraccionó la fuerza parlamentaria del Frente para la Victoria. Desde entonces, la presidenta gobernó sin mayorías legislativas.
También gobernó, y esto es muy evidente, sin ningún tipo de apoyatura mediática.
También gobernó, y esto es doblemente evidente, sin la lealtad del aparato del PJ, que desde mucho antes de las testimoniales coquetea con Eduardo Duhalde o cualquier otra opción no K, imponiendo en los hechos una lógica de toma y daca, al mejor estilo vandorista.
Gobernó Cristina Kirchner sin el aval expreso ni tácito de ninguna fuerza opositora, que por el contrario eligio de modo constante encolumnarse detrás de todas las operaciones mediáticas de demolición de la figura presidencial, con la coyuntural excepción del socialismo y algunos sectores más o menos progresistas en las votaciones por la reestatización de Aerolíneas Argentinas, las AFJP y el matrimonio igualitario. Que quede en actas para la historia futura.
Gobernó Cristina sin una Corte Suprema adicta, como la que tuvo el menemismo.
Gobernó Cristina sin vicepresidente, después de la vergonzosa traición de Julio Cobos.
Gobernó, también, durante el último año sin su marido que, a la vez, era el jefe político que –ella misma confesó– la protegía de las crueldades del poder; y sin presupuesto, nada menos.
Gobernó, siendo mujer, contra el prejuicio machista de la sociedad y de todo el sistema institucional, en una soledad tan concurrida que produce pavura.
Frente al mito construido por Joaquín Morales Solá –el censor de Clemente en la dictadura– sobre el autoritarismo y la vocación por el control absoluto del kirchnerismo, hay que decir que no hubo en los últimos 40 años de democracia argentina una presidenta que haya gobernado, como ella, desde tan extrema condición de debilidad.
Se la acusó de “yegua”, de “loca”, de “bipolar”, de “fanática”, de “soberbia” y, el colmo, de estar casada con un “nazi”; y, sin embargo, ahí está, mostrándose descarnadamente sobre la tarima, haciendo su duelo en público, pero sin dejar de gobernar, mientras el mundo se desploma, literalmente, en una situación de adversidad que a otros presidentes los hizo huir en helicóptero y tirar la toalla antes de lo previsto.
Me imagino que somos muchos los que, legítimamente, nos preguntamos cómo sería un gobierno de Cristina Kirchner con mayorías parlamentarias, con una oposición menos subordinada a los poderes corporativos, con los grupos monopólicos de la comunicación cediendo –democráticamente– algo de su posición dominante en el discurso público, con un peronismo menos corleónico y feudal, con un vicepresidente que le cuide el sillón cada vez que viaja y no la despida con un serrucho en la mano, con empresarios, banqueros y sindicatos que la ayuden a reconstruir la confianza entre argentinos y no hagan de la puja distributiva natural en democracia una pelea de suma cero constante, donde prevalecen los intereses de bando por encima de la Nación.
Me gustaría, y creo que nos pasa a varios, ver gobernar a Cristina con algo del poder que le dieron, en 2007, los 7 millones de argentinos que la votaron para que fuera presidenta constitucional.
Porque esta mujer, con casi nada, se mantuvo en pie. Con casi nada, digo, porque tres meses después de asumir comenzó la más impiadosa campaña de demonización, con fines destituyentes, de la que se tenga memoria. No tuvo respiro. Los actos multitudinarios con la CGT , el acompañamiento de Madres y Abuelas, la red de medios alternativos que desafía cotidianamente la hegemonía desinformativa de Clarín y la militancia de corazón que cobró visibilidad con los funerales de Néstor Kirchner ayudaron, sin duda, en toda esa etapa dramática. Hablan de la conciencia colectiva de un pueblo en una encrucijada determinada de su historia y de un liderazgo, el de Cristina, sobre todos esos sectores que expresan los valores de la reconstrucción nacional, después del desastre de 2001. Pero para disciplinar a los dueños del poder y del dinero de este país hace falta, además, ganar elecciones por la mayor cantidad de votos posible.
De cara a las elecciones del próximo domingo 14 y las definitivas de octubre, Cristina tiene los votos kirchneristas asegurados. Se trata de una minoría política intensa, nacionalmente estructurada, que le es incondicional. Sin embargo, le hacen falta más votos “cristinistas” si quiere gobernar, después de tanto viento en contra, con algo de tranquilidad durante los próximos cuatro años. Esos votos exceden el marco militante de los que acompañan su proyecto. Están en otras multitudes, más silenciosas, que interpretan que Cristina encarna una curiosa virtud: ella es el oficialismo y, se sabe, que cuando hay crisis la gente se vuelve menos audaz, quizá hasta más conservadora, es decir, vuelve a elegir al que está porque no come vidrio. Pero también una candidata y estadista como ella, resume el malestar y la solución a ese malestar. Cristina parece ser la garantía de preservar lo bueno y, a la vez, profundizar el cambio que corrija lo malo. Sus opositores se prepararon para ser opositores, pero generan dudas y más dudas sobre sus condiciones para gestionar en tiempos bravíos. Es Cristina la única que puede oxigenar el Gabinete y relanzar el gobierno; y también la que inicie el impostergable recambio generacional en la administración de la cosa pública, que entierre la vieja política para siempre. Es un puente de plata posible. No hay otro. No, al menos, a la vista, salvo para los voluntaristas, que creen que administrar un país es cosa sencilla y para cualquiera.
A la Cristina sola, sin apoyo en el Congreso, agraviada por Héctor Magnetto y sus 200 licencias radiales y televisivas, blanco de la saña opositora más superficial, inmersa en la mayor crisis del capitalismo planetario y sin marido, ya la vimos gobernar y, de todos los que la critican, nadie lo hubiera hecho mejor. Eso es un mérito.
Este domingo, quizá, tal vez, nazca el “cristinismo”, mezcla de los que quieren más de este modelo “nacional y popular” y los que por viveza y sentido de supervivencia admiten que cambiar de montura a mitad del río es desaconsejable.
El mundo se ha vuelto un lugar hostil. Es poco lo que podemos hacer para solucionar lo que ocurre en Washington, Madrid, París y Atenas. Pero es mucho lo que se puede hacer acá, con todos los inconvenientes que existen –y van a seguir existiendo–, para asegurarle un futuro a nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos.
¿Cómo sería un país si Cristina gobernara con algo de poder?
Con sinceridad, no lo sabemos.
El domingo podemos dar un paso para averiguarlo.
¡Argentinos, a las urnas!
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