Por Hernán Brienza
EN el invierno europeo de 1973 –verano porteño-, Juan Domingo Perón tuvo una reunión secreta con la cúpula de la organización político-militar Montoneros. En ese cónclave –confirmado recientemente por varias fuentes consultadas en diversas entrevistas que realicé para una investigación–, el viejo líder le ofreció a la “juventud guerrera” el Ministerio de Bienestar Social para continuar el trabajo iniciado por Eva Perón en la Fundación que había llevado su nombre durante la primera experiencia peronista. En su esquema de poder, Perón había analizado varias cuestiones: 1) Debía comprometer a la juventud en el proceso democrático, 2) El espacio de las políticas sociales podía ser acorde al ímpetu “revolucionario” de la muchachada, y 3) Era necesario formar a la juventud en el manejo de la cosa pública para afrontar la inevitable renovación de cuadros y el trasvasamiento generacional que, según él creía, se avecinaba.
En esa reunión, los máximos dirigentes de Montoneros le contestaron negativamente a la propuesta de Perón y quizás, hoy es fácil decirlo, cometieron uno de sus principales errores políticos. Ellos le dijeron al viejo general que no querían comprometerse con un Estado capitalista sino que querían transformarlo, revolucionarlo, socializarlo. Perón comenzó a enterarse de qué iba la cosa y unas semanas más tarde, decidió darle el ministerio a un personaje menor como José López Rega, que desde ese lugar comenzó a construir un poder que se acrecentó día a día. Hacer historia contrafáctica es un error metodológico, claro, pero uno no puede más que preguntarse sobre qué habría pasado si, en vez de El Brujo, el ministro de Bienestar Social hubiera sido Mario Eduardo Firmenich o Roberto Perdía, por ejemplo. Lo cierto es que la “Juventud Maravillosa” optó por el compromiso revolucionario más que por asumir responsabilidades políticas y administrativas.
El desencuentro entre la Juventud de la Tendencia y Perón fue acrecentándose y haciéndose más dramático hasta ese Primero de Mayo de 1974 en el que una muchachada insubordinada y bulliciosa osó disputarle la conducción al propio líder del movimiento y este los desautorizó públicamente tratándolos de “imberbes que gritan”. Más allá de las interpretaciones malintencionadas de los servicios de inteligencia y de la derecha peronista –Perón no rompió ese día con Montoneros y la prueba está en que días antes de su muerte había ordenado una reunión cumbre con la comandancia de esa organización–, lo cierto es que ese desencuentro fue fatal y tuvo consecuencias brutales para varias generaciones de argentinos. Y los voceros del más rancio conservadorismo se preocuparon justamente de recalcar y de criticar esa decisión de la juventud peronista de aquellos años.
Hoy, casi 40 años después de aquellos sucesos, una nueva juventud está asomándose a la política. Son los muchachos de La Cámpora, la Sindical, el movimiento Evita, Descamisados, la Corriente, entre otras. Y lo hacen desde la movilización política, bulliciosamente, como lo hace siempre la juventud, pero sin el componente de alto cuestionamiento que llevaban consigo las organizaciones de los ‘70. Los jóvenes de hoy no le quitan el cuerpo a la administración pública. Se los ve incluso entusiasmados con ocupar los espacios dirigenciales y los cargos en el Estado. Son, generalmente, profesionales y universitarios de más que interesantes curriculum que estudiaron e hicieron política en las universidades públicas y no tienen ningún empacho en demostrar su voluntad de aplicar lo aprendido en el aparato estatal. Incluso tienen esas virtudes aquellos que parecen estar más deslumbrados por usar saco, corbata, celular y anteojos negros y pasearse con “minitas” –como diría el personaje de Capussotto– que por administrar con humildad y austeridad el cargo público. Y la verdad es que no debe ser nada sencillo a esa edad mantener la cabeza fría.
Pero la estrategia es sencilla: no importa tanto el hoy sino la perspectiva histórica. Las juventudes kirchneristas están protagonizando un proceso de adiestramiento y de formación como cuadros y dirigentes en la administración pública. No importa la posible soberbia de hoy, importa la templanza del futuro, para aquellos tiempos en que les toque liderar y gobernar. Allí está la peligrosidad que los jóvenes representan para el poder económico, sus corporaciones y sus voceros. Es por eso que todas las semanas salen notas y notas sobre tal o cual funcionario de la Cámpora que tiene poderes extrasensoriales y extraterrestres. Porque por primera vez en la historia argentina, un gobierno nacional y popular tiene la posibilidad de inocular en el Estado su virus político e ideológico con nuevas generaciones. Por primera vez, el movimiento nacional y popular tiene sus propios tecnócratas formados, ya no en la Escuela de Chicago, sino en la UBA. Y, además, hacen semillero dentro de las oficinas del Estado. No es poca cosa. Durante los años 1916-1983 ni el radicalismo ni el peronismo pudo lograrlo por culpa del partido militar. El alfonsinismo no tuvo tiempo de disfrutar de los jóvenes formados en las recientes carreras de Ciencia Política de la UBA porque la crisis económica se los llevó puestos. Y el menemismo echó mano a los tecnócratas del partido militar y/o el liberalismo conservador. Es decir, se entregó a un aparato de cuadros técnicos ajeno.
¿Cuál puede ser el resultado de esta nueva experiencia? Nadie puede saberlo. Lo cierto es que, por ahora, es una experiencia novísima para la lógica de élites argentina. La nueva clase política dirigente, identificada con un modelo de democratización, desmonopolización y distribución de la riqueza, se está formando en el Estado y bajo una clara dirección y liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner, una presidenta identificada como pocos con un moderno nacionalismo popular y democrático.
Las preguntas se irán desgranando con el paso del tiempo ¿Cuál es el principal desafío que tiene la muchachada hoy? La formación política, intelectual y administrativa ¿Cuál es el principal riesgo? La posible burocratización incipiente de cuadros y militantes que, enquistados en el aparato estatal, no tengan los reflejos necesarios, ya no como en el ‘73 para disputar la conducción a Perón –un grave error estratégico– sino siquiera para traccionar hacia la profundización del modelo en términos cuantitativos y cualitativos. Una juventud insubordinada es un peligro para cualquier sistema político, una juventud sumisa es una herramienta muerta.
Por lo demás, considero que las críticas brutales y despiadadas a las juventudes políticas no son otra cosa que la demostración más sincera y profunda de la mezquindad y miserabilidad de quienes las enuncian.
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