Ricardo Forster
El paso de Vargas Llosa por la Feria del Libro constituyó, como lo señaló algún cronista inclinado a la utilización de metáforas religiosas, una suerte de misa profana de las huestes del liberalismo vernáculo. Cita de honor a la que no podían faltar quienes se identifican con el pensamiento político del escritor peruano que, haciendo gala de una inusual cortesía no exenta de astucia, prefirió internarse por los caminos, más conocidos por él, de la literatura, que de ese otro lenguaje, el de la política, con el que suele ser mucho más pedestre y rudimentario a la hora de defender sus posiciones.
La literatura utilizada, por el escritor peruano, como sinónimo de ejercicio de la libertad y de osadía creadora, como fuente inagotable de recursos que nos permite, a los seres humanos, desprendernos de los caminos cerrados y de las opciones dogmáticas. Algo, claro, hay de verdad en esta afirmación que, proviniendo de quien viene, sin embargo guarda otra significación si es que la leemos, a su intervención, dentro de un encuadre mayor. Ese que surgió a partir de la descalificación, hecha por Vargas Llosa y por el coro de escribas de la corporación mediática y por los amigos de la banalidad y la simplificación, de quienes se habían “atrevido”, vaya herejía imperdonable ante la llegada del sacerdote del ultraliberalismo, a destacar su visión reaccionaria de la actualidad argentina y latinoamericana.
En coro, y siguiendo un libreto previamente acordado, se apresuraron a tachar de “censores”, de “inquisidores” y, bajo la genealogía más refinada del escritor peruano, de “comisarios políticos” a quienes se ocuparon de recordar la cita con la derecha contemporánea que venía a cumplimentar Vargas a la Argentina, del mismo modo que se atrevieron, también, a mostrar esa otra genealogía que, desde antaño, une al liberalismo local con las diversas formas de la violencia dictatorial y/o los proyectos regresivos y antipopulares. Por eso no fue casual que la noche del sábado siguiente a la exposición del autor de La fiesta del Chivo en la Feria del Libro, convocados por Carta Abierta, escritores, artistas, actores, dramaturgos, cineastas, académicos, historiadores y ensayistas acompañados de una multitud que colmó la sala Jorge Luis Borges dejando otro tanto afuera, diera testimonio de que algo inédito y profundo está ocurriendo en el país. Que ya no es posible descargar una andanada de frases que nos remiten al horror del neoliberalismo pero para seguir exaltándolo como lo hizo el peruano escribidor, sin que se le pueda salir al cruce abriendo un debate que en la década del ’90 era inimaginable, ahí donde la monotonía del discurso único dominaba la escena social, política y cultural. Carta Abierta, todos aquellos que participaron de esa magnífica convocatoria, expresaron la potencia de un nuevo tiempo argentino y allí, en esa noche del sábado, se pronunciaron discursos que confrontan con altura y refinamiento intelectual contra las versiones cada vez más paupérrimas de una derecha que sólo reproduce sus decires gracias a la cadena nacional que construye la corporación mediática, trinchera última de las derechas continentales y caja de resonancia de las ideas vetustas de Vargas Llosa.
Pero volvamos a las opiniones políticas de nuestro ilustre visitante. Todo en él parece sudar liberalismo de la más vieja estirpe pero bien condimentado con su actual reinvención neoliberal. Sus respuestas suelen ser antológicas por la simplificación que operan de la realidad histórica y de la compleja trama del presente allí donde se dedica, con particular empeño, a denostar cualquier forma de estatismo, intervencionismo keynesiano, socialismo o populismo (jugando con la intercambiabilidad de los conceptos y de las experiencias que, eso es obvio, no han sido ni iguales ni intercambiables a lo largo de la historia contemporánea), mientras reivindica, sin un solo atisbo de reflexión crítica, la marcha inmaculada de los cultores de la libre empresa y del libre mercado. Claro que para eso tiene que devastar a la propia tradición liberal de la que se dice deudor gozoso, para quedarse exclusivamente con ese núcleo ideológico-económico que en nuestro país, para no ir más lejos, siempre se acomodó entre los pliegues de las noches dictatoriales haciéndolo, por supuesto, en nombre de la única libertad que han conocido y conocen: la de un mercado depredador de los intereses populares y productor de una espantosa acumulación de injusticias y desigualdades.
Pero tampoco, en la extensa reivindicación de la “libertad” y de sus raíces liberales (afirmadas como las únicas que merecen ese nombre), aparece la más mínima mención a la depredación que la expansión del capital-liberalismo ha generado en su recorrido histórico: silencio ante la complicidad originaria con la industria más próspera del siglo XVIII, la esclavitud de los negros africanos trasladados masivamente a América (es extraño que el mismo autor de El sueño del celta, libro en el que no deja de mostrar con gran elocuencia los horrores del colonialismo liberal en el África y en Sudamérica, se muestre, en su faceta política, como un ferviente partidario de esa misma lógica explotadora; tarea, tal vez, para un psicólogo desentrañar las vicisitudes esquizoides o de personalidad múltiple del escribidor); el papel de “amables” exportadores de las ideas ilustradas junto con las diversas formas de genocidio cultural y material que nacieron de la matriz del imperialismo europeo cuya brújula orientadora llevaba el norte de la libre empresa y el libre mercado; y sus consecuencias, más cerca de nosotros, a partir de la implementación del Consenso de Washington y de la sistemática destrucción de lo que quedaba de nuestros Estados y de las antiguas memorias de la equidad y el bienestar. A todo eso un prolífico opinador político como lo es Vargas Llosa simplemente lo dejó sin nombre. Paradojas de la época que tengamos que recurrir a su literatura para leer su contracara, ese otro rostro del sufrimiento y la explotación desplegados en nombre de la ideología que tanto defiende.
En Vargas, oficiante del culto de la libertad más extrema (esa que garantiza la circulación “libre” de las mercancías –al menos si provienen de los países dominantes– pero que se ocupa sistemática y violentamente de impedir la libre circulación de los cuerpos, en especial esos cuerpos de seres humanos empobrecidos y hambrientos que provienen de geografías saqueadas por esos mismos países que se ofrecen a los ojos del mundo como portadores de los ideales democráticos y liberales). Nada de recordarnos las tropelías de los imperios europeos en el África ni las de los hijos de Washington y Jefferson, paradigmas del republicanismo liberal, en nuestro continente. Nada de interrogarse por los vínculos permanentes que los seguidores, entre nosotros, de Adam Smith (aunque nunca intentaron imitar su genuina vocación democrática) tuvieron con los golpes militares y las consecuentes dictaduras desencadenadas como fuego purificador contra los desvíos populistas. ¿Conocerá Vargas Llosa al ingeniero Álvaro Alsogaray o al ilustre José Alfredo Martínez de Hoz? Suponemos, porque le reconocemos su conocimiento de nuestros asuntos, que sabe muy bien quiénes fueron esos señores y qué intereses representaron en nombre, claro, de la libertad de mercado y de los nuevos profetas formados en la Universidad de Chicago. La violencia de la que fueron sistemáticos cómplices, su apoyo ideológico a la mayor destrucción de las libertades que haya conocido nuestro país, no merecieron, de parte de nuestro literato tan festejado y adulado por los poderosos y sus lacayos, ninguna mención, ni siquiera como nota a pie de página. Sólo silencio. ¿Sabrá acaso Vargas que la dictadura más sanguinaria que conoció la Argentina fue, en el terreno económico, liberal? ¿O apenas fue una extraña casualidad? ¿Sabe, el escribidor, que los golpistas del ’55 se reclamaban como genuinos liberales? ¿O que el ultramontano de Onganía, a la hora de darle forma a la economía, dejó de lado sus convicciones reaccionarias y apeló, una vez más, a los ideólogos del liberalismo económico como Adalbert Krieger Vasena? Quizás, estimado lector, sobreestimamos lo que Vargas sabe de nosotros y, desconociendo las tropelías de nuestros “liberal-demócratas”, siempre tan atentos a proteger las libertades y los derechos ciudadanos, le pedimos demasiado al reclamar una historia más honesta de las marcas que las enseñanzas mercadolátricas dejaron entre nosotros. ¿Será, acaso, que la historia del liberalismo argentino ha sido siempre, salvando honrosas excepciones, una historia de violencias y declinaciones de la propia libertad en nombre, supuestamente, de su defensa?
De la misma manera que sus respuestas cuando se le preguntó por el apoyo de los grandes sacerdotes del neoliberalismo –Friedrich von Hayek y Milton Friedman– a la dictadura de Pinochet, rayaron en lo ridículo y en lo impresentable al desconocer la profunda relación entre la política económica del pinochetismo, sus “métodos” para imponerla una vez interrumpido violentamente el proceso democrático, y las ideas y recomendaciones de tan ilustres ideólogos.
Pero claro, Vargas, como no podía ser de otro modo, vino a hablar de literatura, a ofrecernos una clase magistral de didactismo estético combinado con una puesta en acto del verdadero espíritu democrático y libertario. Y lo hizo rodeado de sus aduladores, de aquellos que se dedican, con insistencia digna de mejor causa y con pocos éxitos por lo que se ve en lo que viene aconteciendo en nuestro continente sudamericano, a desgarrarse las vestiduras en nombre de la libertad (palabra que usan a destajo sin siquiera ruborizarse ante tanto cinismo y tanta complicidad con quienes efectivamente la mancillaron en nuestro pasado reciente). Para Vargas, como para ellos, la brutalidad del Consenso de Washington que le dio letra y recursos a la mayor política de desigualdad material que conoció la historia latinoamericana, la insistencia criminal del FMI en ofrecernos sus recetas mientras sigue desmoronándose una parte de Europa, Estados Unidos multiplica exponencialmente su déficit fiscal y se rebelan los pueblos árabes contra sus impúdicas recomendaciones que apadrinaron a los regímenes autoritarios, no merecen ni la más leve autocrítica. En nombre de la sacrosanta libertad de mercado no han hecho otra cosa que justificar las más viles formas de explotación y de saqueo, pero todo ello bien envuelto en retórica liberal y democrática.
Es bueno que Vargas Llosa, escritor prolífico que, como él lo ha dicho, ha sabido cobijar distintas personalidades en su larga trayectoria, se haya dedicado a hablar de literatura. Es bueno, también, que los que lo han escuchado, dentro y fuera de la Feria del Libro, no pierdan de vista de qué modo se cuela la política cuando se habla de literatura y, sobre todo, que no pierdan de vista que no alcanza con nombrar la palabra “libertad” para ser dignos de su nombre allí donde tanta hipocresía termina por convertirla en un sonido ahuecado.
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