Por Carlos Ábalo
En el número 1 de la Revista Socialista describimos cómo se formó y se pinchó la burbuja en el 2008 (1) y dijimos que Estados Unidos y los países centrales evitaron una gran depresión económica y financiera con estímulos monetarios y fiscales y rescates bancarios, que llevaron a los mercados a recuperarse desde marzo del 2009. También señalamos que el rescate favorecía a una oligarquía financiera internacional que concentra el poder económico mundial. Desde entonces, los precios de los activos ascendieron otra vez, arrastrando a los commodities y apreciando las monedas emergentes, y una nueva burbuja en rápida formación acompañó la crisis del dólar y la recuperación económica, lenta en el centro y vigorosa en la periferia, sobre todo en los BRIC (2) o grandes países emergentes. El rescate revivió a la oligarquía financiera internacional pero la crisis aceleró al mismo tiempo una transformación de la estructura productiva que empuja la emergencia de esos países y modifica el sistema mundial del capitalismo en medio de una continua inestabilidad financiera. Según el Emerging Markets Management, la racha alcista va a concluir y la tendencia a repetirse “se mantendrá por muchos años”, con continuas correcciones y volatilidad en las monedas emergentes (3). En marzo del 2010 el dólar se recuperaba, debido a que el euro está recibiendo el impacto de la crisis fiscal de Europa del sur, resultado de una burbuja financiera que puede afectar especialmente a España y a su sistema bancario y al de la Unión Europea, con los bancos alemanes en situación muy comprometida con la deuda griega.
Hubo dinero fácil para alejar la recesión, pero esa política no puede seguir indefinidamente y paulatinamente las tasas de interés empezarán a elevarse. La Reserva Federal estadounidense (Fed) subió su tasa de interés el 18/2/10, después de tres años, y el Banco Central de China elevó los encajes bancarios en la misma semana, por segunda vez en un mes; en cambio el Banco Central Europeo (BCE) mantuvo la tasa de interés de referencia en la zona euro en 1%, por los rescates en puerta y la persistencia de la recesión. La decisión de la Fed contrajo a los mercados accionarios, que ya habían empezado a frenarse (el Dow Jones había tenido una caída por debajo de los 10.000 puntos). Los bancos centrales no terminan con el dinero barato, pero empiezan a hacerlo, porque si bien hay más signos de recuperación, éstos no son demasiado claros y existe una inflación latente por la gran emisión provocada por los rescates. Esa inflación por ahora está neutralizada por la tendencia deflacionaria propia de la recesión. A mediados de este año, las tasas de interés podrían elevarse más y si los activos, después de valorizarse volvieran a depreciarse, sus poseedores de nuevo buscarán refugio en el dólar. La reaparición de la burbuja y los indicios de que otra vez podría volver a contraerse deberían enseñar que la crisis mundial no ha desaparecido porque es estructural y permanente. Hasta antes del estallido del 2008 pocos economistas lo aceptaban y aún hoy creen ingenuamente que un globo descomunal de deudas, créditos y sobrevaluaciones ficticias podría superarse con una retracción productiva y rescates inflacionarios. A principios de noviembre último, la bancarrota de la financiera CIT, la quinta mayor quiebra en la historia de Estados Unidos, y -al final de dicho mes- la moratoria unilateral de un holding estatal de la construcción en el emirato de Dubai mostraron la posibilidad de nuevos estallidos (4) y, ya en 2010, la grave crisis financiera y fiscal en España, Grecia y Portugal marcan el curso de la crisis mundial. Las oleadas de depreciación de capitales y monedas van a seguir mientras perdure el excedente ficticio que, si bien se contrajo, se recrea con los rescates. La emisión de dinero y crédito vuelven a inflar los valores depreciados que, a su turno, se contraerán otra vez: es la manera en que el capital financiero internacional saquea la producción y el ingreso mundiales, en la que hay países que han sido áreas preferentes de saqueo, entre ellos la Argentina.
En las páginas que siguen daremos cuenta de la situación del agro nacional en relación con la disputa por la rechazada Resolución 125 de retenciones móviles y la polémica por la decisión oficial de pagar con reservas de libre disponibilidad los vencimientos de la deuda de este año, dos episodios que agravaron la crisis política iniciada con el resultado de las elecciones de junio de 2009, en las que el gobierno perdió su mayoría legislativa y desde entonces la oposición ha montado una ofensiva para inmovilizarlo. A través de estos episodios se están configurando dos respuestas diferentes ante al porvenir de la Argentina. Trataremos de analizar los grandes trazos de la situación nacional y pasar revista a la crisis mundial para vincular ambos aspectos, deteniéndonos en los dos conflictos señalados (las retenciones al agro y el pago de la deuda con reservas), que resultan particularmente reveladores de cuestiones de fondo que enfrentan al gobierno y a la oposición. Esta última es heterogénea, se configura como un bloque sólo para obstruir la política oficial y las cuestiones de fondo que se hallan en juego todavía no están identificadas con claridad por la mayor parte de la sociedad.
1- SITUACIÓN DE LA ARGENTINA
a) Límites de la agroindustria, el atraso industrial y el desarrollo tecnológico
La Argentina se incorporó al mercado mundial como apéndice agroalimentario de Gran Bretaña y de Europa y el desarrollo agrario se completó con tardanza en la pampa y en mucha menor medida en las economías extrapampeanas, mientras que el desarrollo industrial –al contrario de lo que sucedió en los países industrializados- estuvo subordinado al agro. La subordinación de la industria a las actividades primarias era inherente a los países de la periferia abastecedores de materias primas en la división internacional del trabajo vigente hasta el fin de la Segunda guerra mundial. Muchos países quedaron adheridos a esa estructuración económica y otros tuvieron un desarrollo industrial más amplio que el de procesar materias primas exportables. En aquella época la Argentina tuvo una relativamente amplia diversificación industrial, pero no adoptó una política de industrialización firme y continuada porque su clase dirigente (el establishment) privilegió el mantenimiento de la actividad agropecuaria como eje ordenador del conjunto económico nacional. Esto sucedió porque los terratenientes, principales beneficiarios del orden económico e indirectos responsables del orden político, exportaban una canasta relativamente diversificada de materias primas. Con ella forjaron su riqueza y su poder y la economía nacional alcanzó una relativa prosperidad, que se fue deteriorando porque no evolucionó al ritmo en que lo hacía la economía mundial. Aunque la situación nacional cambió, aquellos privilegios en parte se conservaron y en parte lo heredaron otras fuerzas afines. En el conjunto nacional predomina el capital financiero internacional y buena parte de la dirigencia política se comporta como si la Argentina se hubiera quedado detenida ochenta años atrás, en el crepúsculo de su prosperidad como granero del mundo.
La declinación posterior –que culminó en 2001 con la mayor crisis vivida por el país- suele contrastarse con el continuo dinamismo brasileño o con el rápido desarrollo industrial que tuvo México. Al contrario del derrotero seguido por la oligarquía terrateniente argentina, la oligarquía cafetalera de Brasil -por la limitada demanda mundial de su producto- se fue transformando en una perseverante burguesía industrial, mientras que en México la revolución de 1910 terminó con el viejo régimen y, después de un dilatado prólogo, pudo encarar con éxito una dinámica sustitución de importaciones para el crecimiento industrial, mientras que la industria sustitutiva no prosperó en la Argentina de la misma manera que en los otros dos grandes países de América Latina. En el resto de los países de la región, la magnitud de la población y la dinámica social no favorecían un similar desarrollo industrial y su falta generó menos conflictos que en la Argentina.
Sin embargo, por la magnitud de su población, la extensión de su territorio y la experiencia industrial existente, la especialización agroalimentaria exclusiva no puede constituir la estrategia ordenadora de la Argentina (el país no es el campo, ni la industria ni la tecnología: es un conjunto productivo nacional que tendría que acrecentar su importancia en la economía mundial) porque ni las commodities agropecuarias con agroindustria, ni la industria por sí misma son la avanzada del intercambio mundial actual y menos lo serán en el futuro. El comercio mundial de vanguardia se sitúa hoy en la industria de fuerte componente tecnológico y en la tecnología de avanzada.
La especialización agropecuaria se mantuvo siempre como la opción excluyente de una industrialización más profunda, que ahora es esencial para incorporar la revolución tecnológica contemporánea. En los años cuarenta y cincuenta y de nuevo en los setenta el peronismo intentó profundizar el desarrollo industrial, objetivo que sólo pudo cumplir parcialmente, hasta que el golpe militar de 1976 reiteró la política de la especialización agraria y engendró una articulación con el sistema financiero internacional a la que se adaptó el establishment dominante. Si bien la dictadura fue derrotada, el establishment consiguió imponer su política económica aunque el golpe militar dejó de ser una alternativa para el sistema.
El desarrollo industrial argentino incluye una buena dotación de pequeñas y medianas empresas (pymes). Si el proceso industrial se profundizara, una mayor cantidad de grandes empresas podría internacionalizarse sobre un soporte nacional y muchas pymes podrían convertirse en proveedoras de la industria mundial en forma directa o mediante la producción de partes o componentes cada vez más presentes en el comercio internacional. En ese caso, el país podría disponer de tecnologías más avanzadas siempre que el desarrollo innovador local pueda aprovechar el aporte de los insumos importados y la actividad de las ET (5) para elevar su nivel tecnológico sin quedar reducido a una simple factoría.
Para que la Argentina mejore sus posibilidades en el capitalismo actual y se convierta en un país emergente en expansión hay que aprovechar la especialización agraria y agroindustrial sin hacerla exclusiva, ya que si bien hay una destacada tecnología agroindustrial, de lo que se trata es de disponer de una fuerte industria competitiva y de ramas industriales de punta. Estas últimas hoy se encuentran presentes en la exportación de partes de instalaciones satelitales y en la de reactores nucleares que realizan empresas estatales eficientes (6). Por eso, además de mejorar la capacidad agroalimentaria posibilitada por las transformaciones agrarias de los últimos treinta y cinco años, se requiere completar y profundizar el desarrollo industrial y tecnológico, pero el avance en las ramas de alta tecnología sólo se facilitará con la integración a una estructura industrial masiva, como es la brasileña. De lo contrario será difícil industrializar a largo plazo. La Argentina no es un gran país emergente por el retraso en la industrialización, el retardo que tuvo la modernización agraria y el impedimento que esta especialización impuso sobre su industria, que difícilmente pueda superarse sin afianzar la integración regional con Brasil.
Para reindustrializar el país y alcanzar un futuro con mayor peso de la alta tecnología hay que dejar de lado la política de desindustrialización que llama la atención de los grandes politólogos (7). La complicidad de la mayor parte de los industriales quizá se deba a que muchos viven de los subsidios y prefieren la convivencia pasiva con el agro antes que la reiterada vuelta a la desindustrialización. Las industrias que se abren camino en el mercado mundial con innovación tecnológica son unas pocas grandes, bastantes más medianas y pequeñas, algunas empresas de servicios (especialmente software, en el que la Argentina avanzó por cuenta propia) y las islas de alta tecnología. La industria competitiva es todavía una porción de la gran industria. En contraposición, han mejorado las pymes proveedoras de las grandes y han incrementando sus exportaciones (8). La exportación industrial de productos con alta tecnología sólo se podrá acrecentar siempre que se procure permanentemente ganar la punta tecnológica. En la medida en que se desarrollen actividades de este tipo, el país estará más próximo a constituirse en un centro tecnológico y a afirmar su industrialización, siempre sometida a la presión competitiva.
Para avanzar en las industrias de mayor incorporación tecnológica, es preciso incrementar la base industrial mediante el desarrollo de sectores de nueva tecnología (el gobierno lo está haciendo con la electrónica en Tierra del Fuego); consolidar y ampliar los sectores ya afirmados (las válvulas en Rafaela); facilitar la consolidación de las filiales de ET que ayudan a modificar el perfil industrial (el auxilio fiscal a las terminales automotrices) empujándolas a desarrollar más partes de producción nacional; producir insumos por cuenta propia para la industria mundial en empresas nacionales; exportar productos de calidad a partir de la provisión a actividades básicas locales (maquinaria agrícola); conseguir que las industrias que han logrado una base nacional de producción eficiente completen el tránsito a la producción en serie logrando una estandarización rápida, manteniendo la capacidad de innovación, ganando mercados (9) y evitando que empresas de otros países los copien y los desarrollen; empujar la creatividad y las tecnologías desarrolladas localmente, como sucedió en Rafaela, donde algunas empresas, por iniciativa propia, alcanzaron tecnologías y adaptaciones más complejas en la producción de válvulas y ahora compiten con éxito en el mercado mundial, y persistir con la afirmación de las islas de alta tecnología (nuclear y satelitaria), en las que hay un desarrollo tecnológico nacional, revitalizado en los últimos años. A esto hay que agregarle el software y el diseño, con un entorno más local pero también con exportaciones en alza. El mercado mundial es tan grande y exigente que estas actividades se acrecentarían si se le sumaran proyectos en colaboración con Brasil e industrias conjuntas, como podría ser la de aviación -el menemismo rechazó la posibilidad de realizar una actividad común con Embraer-, futuras iniciativas espaciales y grandes emprendimientos energéticos bilaterales hidroeléctricos (10), nucleares y de energías alternativas.
La industrialización con alta tecnología no puede provenir sólo de las grandes inversiones directas de las ET, aunque su participación es esencial. La densidad industrial requiere iniciativa propia, un agro desarrollado, mejora tecnológica continua y una política económica afín, objetivos difíciles de alcanzar con reticencia empresaria. Además del compromiso del Estado, la industrialización necesita una burguesía dispuesta a correr esa carrera y aprovechar también al capital extranjero. El proceso mundial de segmentación industrial permite buscar también un lugar entre los países emergentes que procuran alcanzar la categoría de centros tecnológicos con iniciativas propias e inversiones de las ET. La industrialización de este tipo, tal como se desarrolla en Asia del Pacífico, necesita desplegarse en un marco regional. En la segmentación industrial, la Argentina ha logrado radicaciones en la industria automovilística y de sus piezas, que es un ejemplo de cómo se pueden atraer inversiones aprovechando los salarios más bajos que en los centros, lo que no significa que el país no procure alcanzar un mayor ingreso laboral sino que hay que lograrlo elevando la productividad media y creando y atrayendo inversiones en ramas complejas. Si bien la industria exige un tipo de cambio alto para obtener competitividad y sostener la industrialización, la cuestión central es la productividad, porque si ésta es baja, a la larga alienta la inflación, por lo que un tipo de cambio administrado requiere también un esfuerzo permanente para mejorar la productividad.
b) La Argentina agraria, una base insuficiente para un país emergente
La presunción o el convencimiento de que el agro limita la industrialización en la Argentina lleva habitualmente a los defensores de la primacía agraria a tratar de demostrar que la agricultura pampeana es moderna y a los defensores del desarrollo industrial a creer que el dominio terrateniente subsiste sin cambios, provoca una baja inversión y entorpece el crecimiento. Un conjunto de investigadores ha establecido una verdadera cruzada defensora del dinamismo de la actividad agraria pampeana para invalidar las hipótesis de que el peso de los terratenientes sigue siendo decisivo y que, por el contrario, en el agro pampeano los protagonistas son ahora los productores de tipo farmer (granjero, agricultor), al estilo de la colonización estadounidense. El agro pampeano es moderno, y en esto tienen razón quienes sostienen este planteo (11) y no la tienen los que creen que el agro es el mismo que en la primera mitad del siglo XX. Pero no se trata sólo de la modernidad alcanzada sino que aun un agro moderno no puede ser el sostenedor principal de las exportaciones de un país emergente en el capitalismo del siglo XXI. El agro y la agroindustria pueden cubrir una parte trascendental de las exportaciones, pero la Argentina nunca será un país emergente avanzado si las exportaciones no se diversifican con más productos provenientes de una industria competitiva y de ramas de alta tecnología. Para eso, no sólo el agro debe ser moderno sino también la industria. Por lo tanto, toda política que proponga la preeminencia del agro o la vuelta al granero mundial no constituye un programa para el capitalismo actual ni un proyecto para el futuro. Y los dirigentes industriales que se avienen al predominio agrario serán siempre sospechosos de representar a una industria poco competitiva y necesitada de los subsidios del Estado. La especialización agraria argentina es una suerte para el país, pero puede ser su desgracia si facilita la especulación financiera y excluye la industrialización.
Algunos sostenedores del agro moderno pretenden que el país viva en condiciones económicas impropias para el siglo XXI, porque sin industrialización tampoco habría desarrollo tecnológico. La limitación de la dirigencia empresaria argentina se sitúa también alrededor de este punto. La confusión respecto al papel del agro se debe en parte a no advertir el retraso comparativo con que el sector encaró su modernización, dado que el agro tradicional terrateniente dejó de crecer cuando se agotó la frontera natural de la primera revolución agrícola pampeana, a mediados de los años veinte del siglo pasado. La explosión posterior de la productividad agraria es tardía, porque la segunda revolución agrícola pampeana, de los años setenta del siglo XX, estuvo retrasada con respecto a la evolución del sector en los grandes países agrarios desarrollados, debido, en gran parte, a la herencia del latifundio y del restringido acceso inicial a la tierra (12). Los sostenedores del agro consideran que el primer peronismo provocó el estancamiento cuando alentó el desarrollo industrial y mejoró los ingresos y las condiciones laborales de los trabajadores rurales. En realidad, el peronismo empujó la mecanización al estimular la producción de maquinaria agrícola (13) e indirectamente al sacar a los trabajadores del campo de un régimen de superexplotación y, en los setenta, en su regreso al poder, al proyectar un impuesto a la renta normal potencial que acentuaba la carga impositiva para las tierras sin incorporación de mejoras con el propósito de elevar los rendimientos, pero el agro tradicional lo rechazó con una virulencia parecida a la que el agro actual empleó contra la Resolución 125. El agro tradicional alentó el golpe militar de 1976.
Muchos empresarios y banqueros comparten la baja estima por el desarrollo de las manufacturas (14) y la burguesía industrial tampoco se destaca por su espíritu emprendedor, imprescindible para el desarrollo industrial. Si en dos de las mayores fuentes de generación y captación de recursos –el agro y las finanzas- no hay suficiente interés por la inversión en la industria, el Estado tiene que captar una parte del excedente de esos sectores para estimular el desarrollo industrial, las actividades de punta y la inversión pública, junto a los subsidios sociales y a la acumulación de reservas internacionales para defender al país de las crisis. Las retenciones gravan indirectamente a la renta agraria internacional y resguardan el precio interno de los alimentos frente a sus precios internacionales. Con un tipo de cambio alto favorable al desarrollo industrial, el agro dispondría de una doble ventaja: su mayor competitividad y un tipo de cambio a medida de los sectores menos competitivos. Por eso el tipo de cambio alto requiere el contrapeso de las retenciones.
Si bien la imagen de un agro terrateniente no es del todo compatible con la actual realidad pampeana, no hay que minimizar el peso que tuvo el latifundio en desalentar la radicación de población rural y retrasar la profundización de las relaciones capitalistas, el desarrollo industrial y el de las economías regionales no pampeanas. Para hacerlo, basta señalar algunos rasgos que diferencian al capitalismo agrario argentino del estadounidense. Estados Unidos recibió desde sus orígenes una inmigración masiva de campesinos y trabajadores rurales expulsados de la metrópoli británica porque la revolución industrial había abaratado los alimentos de los obreros ingleses sustituyendo la producción propia por importaciones. La masiva llegada de inmigrantes fortaleció la agricultura capitalista de farmers de las colonias estadounidenses del este, estimuladas por el desarrollo industrial del nuevo país. Mientras en el sur había una economía latifundista de plantaciones con mano de obra esclava, en los estados del nordeste se crearon las condiciones para que hubiera una masiva ocupación de las tierras libres del oeste ganadas a los indios, que se afirmó con la derrota en la guerra civil del régimen terrateniente esclavista sureño. Los agricultores pudieron apoderarse de las tierras libres y comprar a crédito parcelas para explotarlas, creando así un gran mercado interno y consolidando la industria y el poder de la gran burguesía industrial, en un proceso muy diferente al de la Argentina.
En la Argentina, las tierras ganadas al indio con iguales métodos de exterminio que en Estados Unidos no se distribuyeron masivamente a inmigrantes ni a posibles futuros agricultores criollos. Aunque también se instalaron agricultores, la mayor parte de las grandes extensiones de tierra ganadas a los pueblos nómades originarios fueron a parar a los futuros latifundistas y a los especuladores, y la política de tierras y la lentitud que ésta impuso al desarrollo capitalista generaron un espacio rural nada parecido al norteamericano. Pretender lo contrario es no atender las descripciones de la época ni las prédicas de Sarmiento, Avellaneda y Alberdi, críticos de la política de tierras públicas de la que fueron contemporáneos y protagonistas (15). Los intereses dominantes demoraron la radicación de colonos inmigrantes y, cuando algunos proyectos se concretaron, lo hicieron en condiciones tan adversas que no pocos regresaron a sus países de origen, y también se obstaculizó la posesión de tierras a los pobladores criollos y la colonización fue mucho menos relevante que la norteamericana.
Mientras se estimulaba la apropiación del ganado libre a los propietarios e influyentes que usufructuaban tierras y a quienes ya habían podido establecerse, se reprimía a los que no la tenían y la mayoría de los nativos e inmigrantes no propietarios tuvieron que abandonar el campo o conchabarse como peones. Así como después se fomentaría la concentración urbana sin suficiente empleo industrial, la concentración de la tierra en pocas manos retrasó y limitó el aumento de la población, el desarrollo de los cultivos y de las industrias, la formación del mercado interno y las obras de infraestructura, y como el capital acumulado no podía sostener grandes inversiones, éstas terminaron quedando a cargo del capital extranjero. Hay que forzar mucho las cosas para quitar importancia histórica al latifundio. Si bien junto a las estancias había agricultores, no fueron los farmers los que organizaron el agro argentino. Los colonos establecidos en Santa Fe y los otros que existían en la pampa no pudieron tener un papel decisivo debido al latifundio y al poder terrateniente. Sólo así se explican los serios conflictos por los arrendamientos del siglo XX, el Grito de Alcorta y el papel que tuvo entonces la Federación Agraria.
Sin embargo, ya entrada la segunda mitad del siglo XX, debido a la conformación del mercado mundial de los alimentos y al empuje de los productores, una economía agraria más desarrollada y con mayor peso de los productores se integró a la anterior, modificando las condiciones de productividad del agro pampeano con una innovación tecnológica tardía en términos internacionales. Las inversiones de los terratenientes en la ganadería primero y en la agricultura después fueron coherentes con la máxima obtención de rentabilidad para una actividad exportadora que funcionó como un apéndice agrícola de las economías industrializadas y no para crear al mismo tiempo un mercado interno propicio al desarrollo capitalista, que hubiera requerido transformaciones agrícolas y una expansión industrial al estilo de los países desarrollados con base agraria (Canadá o Australia), aunque el mercado interno fue relativamente fuerte por la gran actividad exportadora de entonces, la amplitud de los servicios, la extensión de la industria procesadora y de reparaciones y la magnitud del comercio y las finanzas. La clave no está en la inversión que hicieron los terratenientes para mejorar el ganado o incorporar la agricultura (16) sino en que la ocupación del suelo en la Argentina benefició directamente a un grupo social muy reducido y el agro terrateniente no facilitó el desarrollo industrial posterior.
Para advertir la diferencia de la agricultura que tuvo la Argentina hasta las últimas décadas del siglo XX con la de los países agrarios hoy industrializados hay que comparar las inversiones (17). La diferencia de la Argentina con Australia y Canadá reside en que, con la agricultura desarrollada y la industria, éstos países pasaron de emergentes a industrializados. La primera revolución agraria pampeana, al insertar a la Argentina en el mercado mundial sin facilitar la industrialización, la incorporó como una periferia (18). Aunque al principio fue una periferia rica, esa oportunidad en gran parte se desperdició. No se puede explicar la decadencia argentina posterior sin remitirse a su estructura agraria, su industrialización incompleta y a la peculiar articulación entre las clases dominantes locales y el sistema mundial (19). La renta agraria se obtuvo sin exceder la frontera agrícola natural y, después de haberla alcanzado, por mucho tiempo no hubo inversiones para extenderla, acercar la composición de capital al nivel de los países avanzados y menos para propiciar un sólido desarrollo industrial. Quizá, como la fertilidad de la tierra compensaba la menor densidad tecnológica y como la demanda mundial fijaba límites a las exportaciones, había pocos estímulos para aumentar la carga productiva de las explotaciones, aunque este fenómeno no es ajeno a la manera en que se repartió la tierra.
En los años sesenta del siglo XX tuvo lugar la revolución verde en los países atrasados, que modernizó la agricultura campesina adaptándola a las necesidades de las grandes empresas químicas, de fertilizantes y biotecnología de los países centrales cuando éstas se fusionaron con los exportadores de granos y los productores de semillas para controlar el negocio agroalimentario mundial vinculado a las ET (20) y así la industrialización interna de esos países se profundizó con la sustitución de importaciones. Entonces aumentaron los costos, se globalizó el mercado de alimentos, la industria pasó a determinar la calidad y el precio de los insumos y la biotecnología devino un insumo necesario. La revolución verde no interesó a la oligarquía argentina, enemiga de la industrialización con sustitución de importaciones, lo que –junto con el latifundio terrateniente- retrasó la presencia de las ET en el agro pampeano, pero los cambios en el mercado mundial de alimentos y las iniciativas del INTA estatal desde la segunda mitad de los años cincuenta terminaron imponiendo el uso de la nueva tecnología entre los productores y las modernas empresas agrarias que empezaron a desarrollarse en la pampa, muchas veces al subdividirse los latifundios entre sus herederos. Con una trayectoria previa, en las localidades pampeanas se desarrolló la fabricación de maquinaria agrícola. Así se inició en los años setenta y ochenta la segunda revolución agraria pampeana, afirmada en los noventa por la profundización de la globalización y en el nuevo siglo por la política productiva y el alza de los precios internacionales de los alimentos.
c) Las transformaciones del agro
En la región pampeana se cultivan aproximadamente 70 millones de hectáreas; en ellas, cerca del 90% son propietarios, y estos propietarios -a su vez- arriendan o establecen contratos para explotar parte del resto de las tierras, pero los que arriendan son en su gran mayoría propietarios, pues sólo hay 8% de no propietarios que arriendan, entre los que se encuentran los pools de siembra. La provincia de Buenos Aires tiene alrededor del 38% de la superficie cultivada y 50% del stock ganadero y la proporción de los propietarios es de algo más del 90%, un poco mayor que en el total pampeano, y casi 2 millones de hectáreas son de 40 propietarios, que reúnen así poco más del 7% de las tierras cultivables provinciales (unas 50.000 hectáreas por propietario), que se distribuyeron, al iniciarse los noventa, en un 80% entre los grupos predominantemente agropecuarios (oligarquía tradicional) y un 20% entre 5 grupos económicos pertenecientes a la oligarquía con base agraria pero diversificada en industrias vinculadas al agro o que no cuestionan la matriz agropecuaria. En total, en 1996 había en la provincia de Buenos Aires 1.250 propietarios que reunían 8,8 millones de hectáreas en predios de más de 2.500 hectáreas cada uno (casi un tercio de las tierras cultivables provinciales) correspondientes a los mayores propietarios (oligarquía terrateniente y grandes empresas) (21).
Denominamos oligarquía tradicional a la del período agroexportador y a la que en la actualidad pretende restaurar el granero del mundo. Esta oligarquía también tiene inversiones industriales de importancia mucho menor que sus intereses agropecuarios y la componen las mismas familias tradicionales de entonces. Otra vertiente de la oligarquía es más diversificada, integra los grandes grupos económicos y está más adaptada a la época en que la industria sustitutiva se combinaba con el sector agropecuario (22), aunque muchos de estos sectores, cuando se profundizó la política de desindustrialización, vendieron sus empresas o sus participaciones al capital extranjero y volvieron al negocio agrario. Unas y otras constituyen una oligarquía por su concentración de poder económico y su influencia política, pero son una burguesía terrateniente de base agraria, eje nacional de sustentación del poder económico dominante, apoyado en la posesión de la tierra y en la renta que ésta genera. Las grandes empresas agrarias en la que siguen presentes los terratenientes con inversiones industriales reúnen también al capital extranjero. La burguesía agraria son las grandes empresas agrarias y los productores grandes y medianos.
El establishment o el bloque dominante adaptado al aprovechamiento rentístico promueve una política económica centrada en la utilización de las ventajas competitivas del agro, la eliminación de las retenciones, una industria limitada, la reducción del gasto público y de los subsidios, la contratación de deuda externa y el dólar barato con apertura financiera y aunque critica los déficit fiscal y comercial, con sus políticas, el país nunca se pudo desprender de ellos.
El desarrollo masivo de la agricultura siguió al de las explotaciones ganaderas y su gran expansión desde mediados de los años setenta del siglo XX fue el fruto de la segunda revolución agraria nacional que, con la introducción de tecnología y el cambio en los procesos productivos y la organización de la producción, benefició las economías de escala –una consecuencia de la profundización de las relaciones capitalistas, que fuerzan el incremento del tamaño medio de las explotaciones (de índole diferente al gran tamaño de las explotaciones, propio del reducido acceso a la propiedad de la tierra que caracterizó al agro tradicional)-. La publicitada liquidación del stock ganadero que proclaman los medios no es nueva, pues en los diez años transcurridos entre 1977 y 1988 la existencia pasó de 61 millones de cabezas a 47 millones, lo que se explica por el aumento de la superficie sembrada y la elevación de los precios internos agrícolas (a su vez, resultado de la combinación de precios internacionales más altos y la eliminación de las retenciones que tuvo lugar en esa época, en compensación por el bajo tipo de cambio), haciendo que la agricultura se volviera más rentable que la ganadería. Otros factores que contribuyeron a preferir la producción agraria a la explotación ganadera fueron el cierre de los mercados de exportación de carne y la menor demanda interna de este producto por la baja de los salarios reales y el desempleo debido a la desindustrialización por abandono de la sustitución de importaciones impuesta por la dictadura militar. La masiva introducción de maquinaria y biotecnología modificó el proceso productivo agrario y el manejo de los cultivos, y permitió combinar la producción de trigo y soja en el mismo ciclo. Los cambios en la organización de la producción por la necesidad de reducir costos y aprovechar más tierras determinaron que una parte creciente de las tareas de siembra y cosecha quedaran a cargo de los contratistas, lo que contribuyó a aumentar aceleradamente la producción de soja, afirmando las economías de escala y la diferenciación entre pequeños y grandes productores, que obligaron a los primeros a recurrir al contratista para reducir sus costos.
Las economías de escala favorecieron el ingreso a la explotación agraria de los capitales ajenos al sector, que son los fondos de inversión agrícolas y los pools de siembra, que al explotar grandes superficies captan un excedente mayor (renta y ganancia). En 2008 se alcanzó el récord de la producción de granos y oleaginosos –98 millones de toneladas- debido a la mayor productividad, e inmediatamente después al estímulo de los precios internacionales, que incrementó sustancialmente el excedente agrario, en tanto que la soja se expandió a costa de los otros cultivos. El dictado de la Resolución 125 subió los derechos de exportación (o retenciones) gravando los ingresos extraordinarios obtenidos por la suba de los precios internacionales. Al hacerlos móviles en relación con los precios internacionales gravaba al mayor excedente y, al no ser segmentados, perjudicaba a todos los productores, sobre todo los más chicos. La fuerte reacción contra la medida estuvo directamente relacionada con que la menor ganancia no permitía aprovechar plenamente el alza de los precios internacionales y fueron los chacareros y pequeños productores quienes la iniciaron. La burguesía agraria se subió a esa movilización y, ya diferenciada del gobierno por la cuestión de los ingresos, tomó en sus manos la dirección del conflicto o pudo encarrilarlo a su favor a través de productores menores, que así quedaron subordinados a los intereses de los medianos y grandes productores y, a su vez, en confluencia con la tradicional oligarquía agraria, que jamás podría haber desarrollado una movilización semejante. Con el rechazo a la Resolución 125, las retenciones volvieron a los niveles anteriores, a favor del conjunto de los productores pero no de los más chicos, ya que tampoco prosperó la propuesta oficial de segmentarlos para beneficiarlos. Inmediatamente después, la crisis internacional bajó los precios y el perjuicio para los productores más chicos fue mayor, aunque muchos de ellos no producían directamente sino a través del alquiler de sus predios a los pools de siembra.
Las retenciones reducen los precios internos de los alimentos porque, como se trata de productos exportables y -a la vez- de elementos básicos para el consumo nacional, el precio internacional es el que fija el precio interno, y -cuando se establecen retenciones- el precio de referencia es el internacional menos las retenciones, que es el que percibe el sector. En esas condiciones, el nivel interno del precio se reduce, con lo que el interés de los consumidores está en conflicto con el de los productores. Pero las retenciones dan lugar a otro conflicto, el de los productores con el Estado, ya que éste percibe un ingreso que se resta del de los productores, aunque las retenciones compensan los beneficios de un tipo de cambio alto, impropio para el sector exportador más competitivo. En el conflicto por la Resolución 125 estaban presentes los dos conflictos, pero el manejo que hicieron las entidades agrarias y los medios ocultó el primero y puso de relieve el segundo.
Según la Constitución, la fijación de los derechos de importación y de exportación son patrimonio exclusivo del gobierno federal y la posibilidad de modificarlos está determinado por la ley del Código Aduanero. Un decreto de Menem, en 1991, delegó esa atribución en el Ministerio de Economía. Sin embargo, como también se le reconoce al Congreso la facultad de legislar en materia aduanera y de fijar los derechos correspondientes, el uso de las atribuciones es fuente de controversia, aunque la costumbre ha impuesto que sea el Poder Ejecutivo el que las fije.
De los años treinta a mediados de los cincuenta los diferenciales de precios internos y externos de los productos agrarios exportados estaban regulados por tipos de cambio diferenciales y otras políticas intervencionistas, hasta que después del golpe de 1955 contra el gobierno peronista se impusieron periódicamente las retenciones a cambio de una liberalización del comercio que favorecía al sector agropecuario, aunque esta ventaja solía estar limitada por un tipo de cambio bajo, hasta que el peronismo, de vuelta al poder en 1973, estableció altas retenciones en combinación con el intento de aplicar el impuesto a la renta normal potencial, que contó con la enérgica oposición de la Sociedad Rural. La dictadura militar de 1976 erradicó las retenciones.
Una pieza fundamental del ascenso de la producción agraria fueron los medianos y grandes productores de la Región Centro, seguidos por los pequeños. Su origen se encuentra en la colonización santafesina y en el resto de los productores y empresas pampeanas, salvo los pequeños productores de agricultura familiar o chacareros, que no tienen eco en la Mesa de Enlace, aunque ésta se arroga su representación ante la opinión pública. Los mayores y medianos constituyen la nueva burguesía agraria y sus intereses a menudo coinciden con los de los terratenientes y las grandes empresas del agro pampeano, y perciben un excedente compuesto por la renta del suelo y la ganancia.
La renta del suelo se diferencia de la ganancia en que se relaciona con los rendimientos debidos al aprovechamiento de factores naturales (tierra, clima y agua). La ganancia, en cambio, depende de la inversión realizada. La Argentina obtiene una renta agraria internacional (23) por sus tierras, que permiten producir a menores costos comparativos a favor de la producción primaria e indirectamente de las actividades procesadoras industriales, la comercialización, el transporte y el financiamiento, que también pueden apropiarse de una parte de la renta. El agro es un buen negocio en la Argentina precisamente porque la magnitud del excedente depende de la ganancia empresaria de las explotaciones más la renta de la tierra. Dadas las menores condiciones de inversión en la industria y la generalmente apreciable renta financiera, la renta agraria fue siempre mayoritariamente reciclada hacia las finanzas, y también al comercio y la inversión inmobiliaria (24) y la gran industria se concentró en el procesamiento de las materias primas o fue dejada en manos de la inversión extranjera, dando lugar a una burguesía industrial débil.
El actual ordenamiento agrario pampeano es distinto al tradicional y diferente de la modalidad existente en otras organizaciones agrarias capitalistas. El nuevo ordenamiento aprovecha más predios para la producción, amplía la frontera de los cultivos, desaloja la ganadería a tierras predominantemente marginales –donde en gran parte se organiza en feedlots- y, de manera creciente, delega las tareas de siembra y cosecha en los contratistas y pools de siembra, que centralizan la producción y reúnen la financiación. Muchos propietarios menores dejaron de producir directamente y perciben una renta por el alquiler de sus tierras, con lo que en gran medida se plancharon las contradicciones frecuentes en el pasado, aun en algunos pequeños productores que, por ser rentistas, ya no tienen contradicciones insalvables con los grandes productores. Fue así que unos y otros establecieron un frente común para oponerse al aumento a las retenciones cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner envió al Congreso la Resolución 125. Muchos productores, que votaron al gobierno en las elecciones de 2007, se pasaron a la oposición.
Por distintos motivos, el aumento de las retenciones precisaba un debate previo, una aplicación más segmentada, y es posible que en algún momento este gravamen requiera de tributos alternativos o complementarios. El gobierno quiso aplicar el aumento porque necesitaba más recursos y los precios internacionales que recibía el agro habían aumentado, por lo que debía frenar el traslado de esa suba a los precios internos de los alimentos. El debate previo era imprescindible porque los productores impulsaron la transformación productiva que triplicó las exportaciones de granos y aceites en veinte años, el capital invertido en máquinas e insumos agrícolas fue decisivo para el crecimiento de los últimos años y el ingreso de divisas fue necesario para promover el dinamismo interno obstruido más de un cuarto de siglo antes por la lenta expansión del agro tradicional. Por otra parte, la suba de los precios internacionales y la amenaza de que los cultivos de soja redujeran las otras producciones y pusieran en riesgo la seguridad alimentaria y las economías regionales no pampeanas llevó al gobierno a resistir los reclamos agrícolas. La falta de una negociación previa y no haber apostado decididamente a tenerla durante el conflicto se debe a que el gobierno actuó teniendo presente el papel tradicional del agro contra las políticas sociales y de industrialización, teniendo en cuenta la peligrosa vuelta a la especialización agraria en los noventa (aompañada de la correspondiente política de desindustrialización), creyendo que el frente rural era menos homogéneo, que los pools de siembra representaban al capital financiero y desestimando el alcance de la transformación agraria de los últimos treinta años. Sólo así, la oposición pudo alcanzar una amplitud que nunca hubiera podido ganar por sí misma (25). Por otra parte, la Resolución 125 preveía menores retenciones para precios internacionales más bajos. Lo que en su momento parecía improbable, sucedió al estallar la crisis mundial, pero el rechazo a los cambios en la resolución erradicó las escalas en el gravamen.
El crecimiento del comercio y del empleo en las localidades pampeanas –sobre todo el de índole profesional -formó alrededor de la burguesía agraria un bloque social de beneficiados con su ascenso. Aunque antes el gobierno tenía en ellos aliados por ganar, la burguesía agraria y el bloque social que la acompaña se enfrentaron al gobierno y el efecto de la protesta sobre la clase media urbana amplió el frente social opositor, reviviendo una especie de Unión Democrática como la que, junto con la Sociedad Rural, se enfrentó al primer peronismo.
La concentración del capital y de tierras (que es parte de la concentración de capital) en la región pampeana es un proceso contradictorio (26). La necesidad de bajar los costos aumentando la productividad, acrecienta la cantidad mínima de hectáreas de una unidad productiva, por lo que el gran capital, en particular el financiero, tendrá un papel más prominente en la agricultura y la agroindustria. Los “pools” de siembra no son todavía plenamente capital financiero, pero son en muchos casos capitales especulativos en formación. Hoy pueden desplazar de la producción a los pequeños productores y convertirlos en rentistas con ventajas para estos últimos. Pero ¿con qué capital volverán a sus tierras si cambian las condiciones de la producción, necesitan retomar su condición de productores y se les hace muy costoso encararlo? A medida que la actividad exija una mayor concentración de tierras y de capital habrá más dependencia del financiamiento, por lo que es posible que se llegue a forzar la venta de predios o que el organizador de la producción trate de aumentar las ganancias inmediatas utilizando las tierras en detrimento de su futura sustentabilidad. Un reparo del gobierno respecto al reciente desarrollo agrario pampeano fue el temor de que el proceso de concentración lleve al capital financiero a dominar la producción y que se incremente el uso de las tierras para la producción de soja, en detrimento de los cultivos básicos, algo que ya está ocurriendo, pues si la actual cosecha (2009/2010) alcanzara los 90 ó 95 millones de toneladas, cerca de 55 millones serían de soja, lo que significa que mientras el total cosechado de todos los granos con respecto a la campaña 2008/2009 aumentaría de 37 a 38%, el incremento en la producción de soja sería de 62 a 63% (en contraste, en Estados Unidos, el aumento de la cosecha de soja sería de algo más del 13%). Desde 1990 el área sembrada nacional dedicada a la soja se cuadruplicó y su producción se multiplicó por diez. La soja no es un alimento básico y su proporción en el cultivo no lo pueden decidir los 75.000 sojeros representados en la Mesa de Enlace porque la seguridad alimentaria debe ser una garantía para cerca de 40 millones de argentinos. En el pasado la Argentina fue el granero del mundo a costa de la industria, produciendo alimentos de calidad para los países industrializados con lo que la Argentina llegó a ser, a su manera, una periferia próspera. Pero si avanza la sojización y la oferta de granos forrajeros, en medio de la recuperación de la rentabilidad ganadera que se está produciendo (al contrario de lo que se dice) el riesgo es que a este ritmo ahora la especialización llegue a ser forrajera: un país especializado en alimento para ganado. El roce con China acerca del aceite de soja exportado, que puso en vilo a la principal industria santafesina ¿no es también una advertencia de que el riesgo de monocultivo puede llegar a ser comercialmente mortífero?
d) Deuda externa y desendeudamiento. La disputa por el pago con reservas
Las crisis capitalistas suelen agravarse y manifestarse por un exceso desmedido en la acumulación financiera, que si bien es la manera de obtener ganancias extraordinarias, termina convirtiéndolas en ficticias. Cuando las burbujas se pinchan, los capitales que no pudieron convertirse en dinero líquido se deprecian bruscamente y el Estado los rescata con dinero del público. Para acumular de esta forma, se necesita que el capital financiero tenga vía libre para hacerlo, que prácticamente no existan regulaciones, que los bancos centrales sean independientes y que los banqueros y financistas establezcan los procedimientos con los que han de acumular. Las divisas que reúne un banco central y sostienen el sistema monetario y financiero nacional provienen de la actividad productiva de toda la Nación, su disponibilidad depende de los poderes que gobiernan el Estado, y el Banco Central no es uno de ellos. El Banco Central puede ser autónomo, pero la pretensión de que pueda ser independiente, en realidad, no tiene asidero. La prueba es que el Estado es quien rescata las deudas haciendo que la sociedad las pague a través del Presupuesto. En los rescates que siguieron al estallido de las burbujas en el mundo desarrollado, el Estado repuso el capital ficticio depreciado mediante una emisión inflacionaria y lo mismo sucedió con la deuda externa argentina, que fue una burbuja peculiar, igual que la deuda latinoamericana de los años ochenta. Pero en la mayoría de los países industrializados el Estado dispone con más flexibilidad de las reservas del banco central (27). En la Argentina también fue así, pero la flexibilidad sirvió para que un grupo selecto de bancos fugaran ilegalmente las reservas del Banco Central en detrimento de los ahorristas, que luego sufrieron las restricciones a sus depósitos (28). La flexibilidad que no hay ahora existió plenamente en el 2001, con un previo veto parcial del Poder Ejecutivo a la ley de subversión económica para dar seguridades jurídicas a los banqueros por expresa exigencia del FMI.
El endeudamiento excesivo, que es una forma de burbuja, fue estimulado por la organización internacional del mercado financiero en relación con el sistema del dólar -que es la principal moneda en las emisiones de deuda- tal como lo organizó Estados Unidos en 1944 en Bretton Woods. El volumen del mercado financiero se pudo independizar de la regulación estatal cuando, en agosto de 1971, el presidente Nixon dispuso el fin de la convertibilidad del dólar con el oro. Pocos años después, las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan con el concurso del FMI y los bancos crearon óptimas condiciones para valorizar financieramente los capitales, poniendo en marcha la acumulación con eje en las finanzas, la economía de burbuja y el fomento de las privatizaciones, ya que, ante los crecientes compromisos de los países deudores, la venta de las empresas públicas era una manera de facilitar el pago de la deuda y ofrecer colocaciones al capital financiero. Desde entonces se estimuló la independencia de los bancos centrales (29), convertida en una verdad indiscutible. En 1992, con el apogeo la globalización financiera, que parecía signar el porvenir del capitalismo, el presidente Carlos Menem y el ministro Domingo Cavallo modificaron la Carta Orgánica del Banco Central dándole más independencia, continuando la política de apertura financiera y de multiplicación de la deuda externa de 1977. Esa reforma modeló un Banco Central independiente del Estado que, sin embargo, debe cargar con los déficit del sector financiero. La independencia resguarda las reservas para la especulación privada, pero con ellas el Estado no puede pagar la deuda pública, lo que significa que el Banco Central está al servicio de la oligarquía financiera y que el Estado está condenado a hacerse cargo de los resultados deficitarios de las operaciones especulativas. No es así en otros bancos centrales latinoamericanos ni en el de Estados Unidos o de los países europeos, lo que resalta el papel de la Argentina como área de saqueo del capital financiero internacional. Desde la vuelta a la democracia, el Congreso no cuestionó las decisiones del Poder Ejecutivo sobre la deuda ni el uso de las reservas para pagos legítimos o ilegítimos, ni tampoco la declaración del default, pero ahora obstaculiza el pago de la deuda para salir del default y discute hacerlo con las reservas, lo que implica forzar la contratación de nueva deuda previo paso por el Fondo Monetario Internacional o imponer indirectamente un ajuste. La discusión por el Fondo del Bicentenario y el de Desendeudamiento traducen el empeño de la oposición en evitar que el Estado use las reservas para pagar la deuda y obliga a preguntarse cómo se pagarán de otra forma los vencimientos, a qué tipos de interés, qué alcance se da a la independencia del Banco Central y a la ilegitimidad de parte de la deuda pública.
La actividad productiva crea nuevo valor, que incluye un excedente sobre sus costos de producción, que constituye el beneficio del capital. Pero el ciclo productivo no se puede concretar sin financiamiento y el uso de bienes y recursos públicos (el auxilio de las finanzas y del Estado). El costo del financiamiento se cubre con el pago de los intereses y el del Estado con los impuestos, que, al formar parte de los costos de producción, disminuyen el excedente que embolsa el capital productivo. Pero las operaciones financieras que realizan los bancos y entidades al margen de las necesidades productivas o de consumo no crean nuevo valor, por eso terminan desinflándose y sus costos se cargan sobre el aparato productivo y la riqueza social. La creencia de que la valorización financiera creaba riqueza genuina se desmoronó con la reciente crisis mundial, pero la oligarquía financiera internacional consiguió cargar el costo de las valorizaciones ficticias sobre la sociedad, reviviéndolas mediante recursos fiscales, generando grandes déficit públicos en los países industrializados. Estos acontecimientos –ocurridos sobre todo en Estados Unidos y en Europa- deberían dar el marco para la discusión, porque las desregulaciones y la independencia del Banco Central facilitan que la oligarquía financiera haga sus negocios, maneje los tipos de cambio, valorice y desvalorice activos, cree deudas falsas y califique empresas y países de manera arbitraria (ninguna calificadora advirtió la crisis global, ni los problemas de los grandes bancos, ni advirtió a tiempo el fin de la convertibilidad argentina).
El monumental rescate internacional de capital desvalorizado ha dado lugar a una amenaza mundial inflacionaria y a una crisis de todas las monedas sometidas a grandes emisiones, que han acrecentado los déficit fiscales y las deudas imposibles de pagar, que, a su vez, fueron los motores de las burbujas. Ante al peligro que representa el endeudamiento, es conveniente rescatar deuda, ya que la mecánica del endeudamiento en gran escala conduce siempre a que las obligaciones financieras crezcan a gran velocidad. La mejor manera de combatir este fenómeno es despejar el camino para un crecimiento rápido de la economía y para arreglos que posterguen y reduzcan en lo posible los pagos de la deuda. Se lo hizo en parte con el canje de 2005, fuera del monitoreo del FMI. Logrado ese propósito y con un stock de reservas inédito en la historia nacional corresponde pagar los vencimientos de los créditos y esforzarse por crecer y aprovechar las actuales condiciones expansivas que existen en el mercado mundial, a pesar de la crisis.
El gobierno tuvo superávit fiscal desde 2003 hasta la aparición de la crisis financiera internacional, que redujo los ingresos, incrementó los gastos y profundizó la fuga de capitales. Por esa razón, para los pagos de 2009 y 2010 tuvo que recurrir a los fondos de jubilaciones y pensiones transferidos a la ANSES y a otros fondos públicos. Para relajar la situación, empezó a preparar las condiciones para volver a auxiliarse con el crédito internacional aprovechando las bajas tasas de interés mundiales. Las tasas bajas existen por decisión de los grandes bancos centrales de los países industrializados (la Fed y el BCE) para facilitar el rescate a las instituciones afectadas por la deuda y promover los estímulos fiscales para contrarrestar la recesión que siguió a la crisis financiera. Para que el gobierno nacional pudiera aprovechar la mayor liquidez internacional debía normalizar su relación con los mercados, afectada por la suspensión en los pagos (el default) de 2001, pero debía hacerlo a su manera, es decir, sin la intervención del FMI, que ha sido siempre un precursor del endeudamiento y del ajuste, un apadrinador de la deuda ilegítima y un promotor del empeoramiento financiero que, al igual que las calificadoras, estimulaba una política económica que ya en 1998-99 conducía al default. Esto que es aparentemente inexplicable se explica a partir de que el FMI es un bastión de la oligarquía financiera mundial y los fondos buitre, que lucran con la deuda basura, tienen sus jueces que aprovechan cualquier resquicio, usan para esos fines los periódicos influenciados por ellos (en la prensa argentina no hay más que ver la continua propaganda en favor de un acuerdo con el FMI sin hacer mención del papel que cumplió esa entidad en encubrir la fuga de reservas que precipitó el default y el negocio de los fondos buitre). Para muestra basta un botón: Jorge Oviedo, refiriéndose al embargo del juez Griesa sentenció: “La disciplina provino de fuera. Si esta vez ocurriera, no sería novedad”, La Nación, 23-1-10
Las grandes dificultades nacionales, sobre todo en 2001, han estado siempre vinculadas al aumento de la deuda, por lo que el gobierno ha adoptado, como lo hicieron otros países emergentes, un proceso de desendeudamiento. Por eso trata de pagar la deuda que está próxima a vencer y conseguir nuevos créditos, lo que ha movido a algunos críticos y medios de la oposición a señalar que esos propósitos (desendeudarse y contratar nueva deuda) son antagónicos. El proceso de desendeudarse significa reducir la carga anual de los pagos en relación con el PBI de cada año y, a la vez, crecer a tasas altas. De esta manera, lo que importa no es no contraer ninguna deuda sino contraer la menor deuda posible y bajar el impacto de la que se debe afrontar tratando de buscar quitas, prolongar los vencimientos y, sobre todo, retomar el crecimiento rápido. Pagar es una forma de desendeudarse y estar en mejores condiciones de contratar nueva deuda para aliviar los pagos futuros, porque si se recurriera masivamente a nuevos créditos habría que pagar tasas mucho más elevadas que las posibles de obtener debido al default de 2001, cuando el país no tenía con qué pagar (14 ó 15% anual en dólares) y de las que se podrían conseguir si se inicia el canje (de un 10% o algo menos). Cambiar endeudamiento a tasas altas por deuda a tasas más bajas es otra manera de desendeudarse.
El desendeudamiento implica seguir con los canjes, como el exitoso de 2005. Primero se intentó iniciar un canje de deuda con los bonistas que no entraron en el anterior (los holdouts) y renegociar con el Club de París al margen del FMI. Por lo que hemos dicho, se entiende la negativa del gobierno a quedar bajo las directivas del FMI porque éste invariablemente impone un ajuste que, como la experiencia argentina lo ha demostrado, baja el nivel de actividad e impide el crecimiento acelerado, requisitos esenciales para desendeudarse, atenuar la presión financiera y mejorar las condiciones de vida. De 1956 a 2001 se impuso siempre la política de ajuste con la promesa de que así el país crecería y pagaría sus deudas, pero la Argentina no pudo pagar su deuda ni crecer.
La vuelta al crédito internacional hasta ahora no se concretó por los ya mencionados altos intereses aplicados al país después del default del 2001 y porque antes de la crisis internacional no parecía necesario. El desendeudamiento, la reanudación del canje y la negociación con el Club de París podrían abrir ese camino. Entretanto, el gobierno planeó apelar a las reservas internacionales del Banco Central, que superan los 46.000 millones de dólares; de ese total, las necesarias para respaldar la base monetaria (el circulante más los depósitos oficiales y de los bancos en el Banco Central) requieren unos 30.000 millones de dólares, por lo que eventualmente podría disponerse de una parte del resto, las reservas de libre disponibilidad, de unos 16.000 millones de dólares. Los vencimientos del 2010 suman 16.500 millones de dólares; el gobierno dispone de 10.000 millones, por lo que necesita 6.500 millones de dólares más, el 14% de las reservas totales y el 40% de las de libre disponibilidad. Para usarlas, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner recurrió a un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que habilitó el Fondo del Bicentenario. Pero éste terminó siendo objetado y dio lugar a embargos, aunque no prosperaron, por lo que el DNU fue invalidado, desencadenando una crisis política de características parecidas a la de la Resolución 125. El gobierno lo sustituyó con otro DNU que creó el Fondo de Desendeudamiento, sin las imprecisiones del anterior, que también fue cuestionado (30) y la oposición trata desesperadamente de derogar, en función del contenido de la reforma a la Carta Orgánica del Banco Central de 1992, que comentamos más arriba, agravando la crisis política, aunque también hay otras iniciativas para que el Congreso apruebe pagar con reservas. Esa votación resultará esencial para ver si algunos presuntos centroizquierdistas se han convertido en representantes del capital financiero por un ansia desmedida de trepar políticamente.
El bloqueo para usar las reservas reunió, al principio, a todo el arco opositor. Una parte de la centroizquierda lo rechazaba primero con el argumento de que una porción de la deuda fue declarada ilegítima por una decisión judicial, pero es inviable no pagarla porque, pese a la decisión judicial, fue convalidada por el Congreso y, si la Argentina quiere ocupar un lugar entre los países capitalistas emergentes, no puede rechazar lo que se comprometió a pagar y aislarse de los mercados, si bien convendría investigar el origen de la deuda y adjudicar las responsabilidades correspondientes. De ahí que la mejor y menos costosa manera de pagarla es usar las reservas disponibles, negociando quitas y postergaciones de los vencimientos y procurando al mismo tiempo contraer la menor deuda posible. Si bien el desendeudamiento puede agrandar la deuda presente (por el reconocimiento de las acreencias de los holdouts), en la medida que se logre pagar con las menores tasas posibles, no necesariamente se generará otra vez una deuda impagable, sobre todo si, al mismo tiempo, se procura alcanzar las mayores tasas de crecimiento, intensificando la política productiva.
Si bien había motivo para los reparos formales, es evidente que la oposición trata de obstruir una salida y perjudicar al gobierno valiéndose del cuestionamiento de las formas, porque en ese plano pueden alcanzar coincidencias que no las tienen en el problema de fondo: si se paga o no con las reservas. Otra cuestión básica para reconocer la verdadera identidad de los opositores es que los que inicialmente convinieron en no trabar el pago exigieron para diferenciarse el no reconocimiento de la deuda y, ya se sabe, la oposición conservadora jamás aprobaría algo parecido, porque algunos de sus miembros están comprometidos con la deuda y con la deuda ilegítima. Así que, si finalmente se constituye un bloque para obstruir el pago, los que proclamaron sus diferencias por la ilegitimidad quedarán al descubierto. Desde la reposición de la democracia, todas las decisiones sobre la deuda y aún sobre los sistemas monetarios fueron tomadas en condiciones de emergencia y la mayoría de las veces por DNU, que el Congreso ratificó. Esta vez, si no lo ratificaba o no ofrecía una alternativa concreta, la oposición no podía resolver el problema. La ventaja de la posición presidencial es que el uso de las reservas está facilitada por el incremento de las exportaciones de los últimos años y aunque la disponibilidad de fondos públicos para hacerlo se contrajo por la crisis internacional, el perjuicio no fue mayor porque el tratamiento fiscal erradicó el déficit público crónico de la Argentina, aunque efectivamente hay un problema con los ingresos que sólo se podrá resolver si se retoma plenamente la política productiva con disciplina fiscal que caracterizó el período de 2003 al 2007 y que no tuvo plena continuidad porque ningún país pudo tener un desenvolvimiento fiscal normal con la crisis internacional..
La oposición conservadora trata de dar la idea de que el problema de la deuda es mayor y que el déficit fiscal podría llegar a ser peor de cómo se los muestra en las cifras oficiales, pero los cómputos con similares métodos provocan las mismas consecuencias en las cifras de otros países, de tal manera que la Argentina es uno de los que menos déficit tiene y que presenta una relación envidiable de deuda sobre el PIB, y es, por primera vez, una excepción inversa a las anteriores: “La Argentina es uno de los países que ha mostrado una de las bajas más drásticas de su deuda externa en el último tiempo. Según un cuadro reciente del Fondo Monetario Internacional la proporción de la deuda sobre el producto pasó de 56,6% a 40% en la Argentina durante los últimos cuatro años, convirtiéndose en la economía del G-20 que más ha reducido sus obligaciones con el extranjero” “…si se toma en cuenta la serie desde 2003, el descenso ha sido aún más drástico: cuando asumió el kirchnerismo la proporción deuda producto estaba en 129,3%” (31). En la actualidad, la deuda representa el 80% sobre el PBI en Estados Unidos.
Una comparación con situaciones anteriores muestra una gran mejora. El Presupuesto efectúa una previsión de recursos que generalmente necesita ser corregida en el transcurso del año. El Poder Ejecutivo toma a su cargo la tarea de ajustar las cifras, el Congreso la discute y generalmente la acepta. En 1989, cuando se presentó la primera crisis institucional, se llegó a un acuerdo entre los dos grandes partidos que instituyó los DNU. Si bien siempre fueron cuestionados, nunca se los obstruyó quizá porque en la captación y el uso de nuevos fondos no se modificaban cuestiones relacionadas con la estructura del poder. Una manera fácil de encarar el actual litigio es proponer un acuerdo, pero el acuerdo es difícil de alcanzar porque la política para captar y aplicar los ingresos y los gastos modifica lo que era habitual desde que la democracia fue restaurada, en 1983. Hasta ahora la oposición no podía impedirlo porque tenía minoría legislativa. Pero con la pérdida del control del Parlamento por parte del kirchnerismo lo puede impedir, porque desaprueba el contenido de esta política. Precisamente porque lo que está en juego es el motivo de fondo, ahora los procedimientos resultan esenciales. Hay un cambio en la política económica que afecta el núcleo que sustentó a los gobiernos democráticos posteriores a la dictadura militar, que es la aceptación del grueso de la política económica de la dictadura, lo que determinó el alejamiento de Alfonsín y la aceptación de Menem y de la Alianza. Mientras los DNU se usaban para mantener una paridad fija o cercana a ella y sostenerla con deuda, no había problemas porque el privilegio financiero y, en segundo lugar, el agrario, quedaban a salvo. Pero no si se usan para llevar a cabo una política diferente a la impuesta por los golpes de mercado y acordada al comienzo de los noventa. No sólo se trata de impedir la política actual sino de obstruir la posibilidad de que el gobierno se mantenga en esa senda, que no pueda controlar la situación, y menos que logre instalar una conducción que triunfe en las elecciones presidenciales de 2011 y siga la misma política.
Raúl Alfonsín enfrentó al poder económico y tuvo que soportar continuos golpes de mercado, hasta que accedió y estableció una moneda con paridad fija (el austral), pero la presión siguió y se expresó en una inflación que llevó a continuas devaluaciones y a la hiperinflación, entonces tuvo que retirarse anticipadamente de su cargo y ceder el lugar a Carlos Menem, votado mayoritariamente por las consecuencias económicas y sociales provocadas por la hiperinflación. Menem, después de enfrentar presiones similares, estableció la convertibilidad a paridad fija con el dólar durante diez años, sostenida por un endeudamiento que llevó a la Argentina a la crisis terminal de 2001. La experiencia deja algunas enseñanzas: sin posibilidad de golpe de Estado, la presión siempre se ejerció a través de la suba de precios. La inflación creciente llevaba a establecer un tipo de cambio fijo que sólo se podía sostener con más deuda externa y beneficiando al agro. Las semejanzas están a la vista.
Ahora Cristina Fernández de Kirchner resiste las presiones de un modo en que no pudo hacerlo Alfonsín, porque cuenta con una masa inédita de reservas y en los últimos veinte años el mundo cambió sustancialmente. En aquel entonces la especulación financiera estaba en su apogeo, existía el bloque comunista y China era una nación pujante pero atrasada. El capital financiero internacional dictaba las condiciones de gobernabilidad y cualquier resistencia era atribuida a una política afín al bloque comunista en el marco de la Guerra Fría. Hoy, en cambio, las burbujas financieras han estallado una después de la otra y no ya en la periferia sino en Estados Unidos, la crisis financiera mundial no se puede ocultar y los grandes bancos han tenido que ser rescatados con fondos públicos, mientras China se ha convertido en una pieza fundamental del capitalismo mundial, que modifica el papel de los países periféricos, en el que aparecen nuevas posibilidades de desarrollo a través de la suba de los precios de las materias primas (commodities) agrarias y energéticas de larga duración. En consecuencia, el mundo transita una fase de cambio inimaginable hace diez años. La crisis política hay que ubicarla en esta perspectiva y definir dónde está el bando conservador, más allá del ropaje con que se presente.
Cuanto más conservadora o más cerca de la política de los noventa se sitúan las distintas variantes de la oposición, más descartan el uso de las reservas con la excusa de que así se afecta el valor de la moneda (como si de las otras formas no se lo afectara), de que el endeudamiento sería mayor (como si el crecimiento del endeudamiento heredado y parcialmente ilegítimo no hubiera sido vertiginoso), de que la evolución de las cuentas fiscales es alarmante (como si no hubieran existido, en los cuarenta años que van desde el inicio de los sesenta hasta fin de siglo sólo siete años sin déficit fiscal liso y llano, que en su casi totalidad son posteriores a 2003). Estos argumentos no toman en cuenta la comparación con el pasado, la situación de otros países ni las condiciones de un mundo atravesado por la mayor crisis del sistema capitalista desde los años treinta del siglo pasado. Por eso, la forma de tratar el problema constituye una trampa en la que están montados los medios y los periodistas que sirven a sus criterios. “Le Monde Diplomatique” ofreció dos puntos de vista sobre el uso de las reservas y el papel del Banco Central. Se trata de “La ‘deuda eterna’ argentina”, de Ismael Bermúdez e “’Independencia’ del Central”, de Mario Rapoport y Noemí Brenta (32).
En ambas notas es posible ver la manera en que puede decidir su política un banco central y qué significa argumentar sobre su independencia o cuidar la supuesta preservación del valor de la moneda sin ninguna otra consideración. Bermúdez, con supuestos y conclusiones forzadas, da a entender que no es conveniente la utilización de las reservas (en otras oportunidades no las había en la cantidad actual), en función de cuidar el valor de la moneda y prevenir una mayor inflación, en coincidencia con la oposición conservadora, y cuestiona la política del gobierno sin inclinarse por una alternativa aunque las enumera: nueva deuda con tasas elevadas (solución Martín Redrado) o emitir Letes del Tesoro Nacional endeudándose en pesos con el sector privado (solución Mario Brodersohn y Domingo Cavallo); en ambos casos habría ajuste y más inflación.
En la nota de Mario Rapoport y Noemí Brenta publicada en el mismo número de “Le Monde Diplomatique” se compara el funcionamiento del Banco Central de los noventa con el del momento en que fue creado, en 1935, y con la Caja de Conversión, que sólo funcionó de manera continuada durante veintitrés años del paso del siglo XIX al XX, en el que la monetización interna dependía directamente de la entrada y salida de divisas y sin considerar las especificidades de la estructura económica argentina, es decir, la presencia de la industria. En cambio, el Banco Central de 1935, al separar los movimientos del oro de los de la moneda nacional y centralizar los instrumentos monetarios, crediticios y cambiarios, tomó en cuenta las necesidades de la industria, aunque lo creó un gobierno oligárquico con el propósito de resguardar los intereses de la clase dominante. Lo que pasa es que la industria sustitutiva de los años treinta era necesaria al poder porque la crisis había limitado mucho las posibilidades de importar.
Con las reformas de la dictadura militar y de los noventa (convertibilidad y autonomía del Banco Central con apoyo del FMI), el fuerte endeudamiento externo público favoreció la vuelta a un perfil agroexportador e importador de bienes industriales, generando un tipo de ciclo parecido al del tránsito del siglo XIX al XX (actividad interna sometida al movimiento de capitales, corregida mediante largos ajustes recesivos para poder pagar los servicios de la deuda). Rapaport y Brenta destacan que el Banco Central de los noventa funcionó como una caja de conversión, basado sólo en la entrada y salida de divisas, sin considerar las necesidades de la industria, que es lo que está implícito otra vez en el intento opositor de pretender que se encargue únicamente de resguardar el valor de la moneda, Como se trata de algo imposible de decir con todas las letras se lo discute a través de los procedimientos, encubriendo esa posición con el discurso general sobre el valor de la moneda. Leído sin tapujos, esto significa dar prioridad al agro y a la actividad financiera, al país endeudado del granero del mundo o de los noventa o a la patria financiera de la dictadura militar.
Rapaport y Brenta siguen así: “Con el objetivo aparente de estabilizar la economía y derrotar los procesos inflacionarios… se estableció un modelo rentístico financiero basado en la libre movilidad de los capitales y en la desregulación y privatización de la economía” y la convertibilidad a paridad fija obró como “la única garantía para los capitales extranjeros (y para las privatizaciones)”. “Para ser considerado autónomo el objetivo primario de un banco central debe ser mantener el valor de la moneda… Para los defensores a ultranza de la autonomía, esta meta debería ser la única, y situarse por sobre cualquier otra –el crecimiento, el empleo, la pobreza- aunque éste no sea el caso de la Reserva Federal”. Pero la autonomía del Banco Central no asegura que no habrá inflación ni crisis financieras, porque “ninguno de los que adoptaron esta política se ahorró una profunda crisis financiera…”. Con este tipo de independencia, el Banco Central “prohíbe o limita financiar los déficits fiscales… pero no cuestiona la emisión monetaria por la entrada de capitales”. Y como “el sistema financiero es inherentemente inestable”, “sólo la intervención del Estado puede regularlo o contribuir a salvarlo cuando estalla la crisis”. Por eso, Rapoport y Brenta preguntan: “¿de qué independencia estamos hablando?” En la economía de burbuja los bancos centrales serán independientes, pero es el Estado el que paga el rescate.
A Bermúdez le preocupa la reducción del superávit fiscal (33) y no aclara que el desequilibrio fiscal fue habitual en la historia argentina y lo excepcional desde 2003. Dice que “el superávit fiscal se fue esfumando”, pero en la comparación internacional el déficit es mínimo (los consultores privados, en la peor proyección, lo ubican en -1,5% del PBI para este año, mientras que en Estados Unidos se podrían dar diez años de plazo para reducirlo a -2,5 o -3%, con una proyección de -10,6% para 2010 y en Grecia es de 13% sobre el PBI) y tampoco tiene en cuenta la historia fiscal del país ni lo que sucede en el mundo con la crisis. Una compilación homogénea del resultado primario fiscal (ingresos menos gastos) que comienza en 1961 -medida en porcentajes del PBI- revela que fue continuamente negativo por lo menos en los treinta años que van hasta 1990, en que se equilibró con la convertibilidad, que fue positivo en los tres años siguientes, para volver a ser negativo en 1995, 1996, 1999 y 2001 y positivo en 1997, 1998 y 2000 y colocarse en el más alto nivel positivo de todo el período a partir de 2002 (34).
Por su parte, el resultado financiero (resultado primario menos el pago de intereses) de la Administración Central (incluyendo todo el sector público), medido en porcentajes del PIB, fue permanentemente negativo en la Argentina desde 1921 hasta el comienzo de la convertibilidad, en que desapareció sólo por un año, seguido por saldos negativos aún peores, que contribuyen a explicar el default y la crisis del 2001. Los resultados positivos volvieron en el 2003 sólo para desaparecer con la crisis mundial de 2008 (35). Tampoco aclara que “hasta en países ricos como los Estados Unidos y Japón, que aumentan el gasto público para apuntalar la economía, el creciente déficit fiscal genera temores respecto de la capacidad del gobierno para hacer frente a sus deudas, que en Estados Unidos representan prácticamente el 80% de su PBI. Ninguno de esos datos constituye un escenario catastrófico, la deuda no fue contratada por este gobierno y la única conclusión posible es que la actual política fiscal fue la mejor que tuvo la Argentina.
Para dar una falsa idea de la magnitud de la deuda, Bermúdez extiende su repercusión a los próximos ochenta años, período en el que no se puede saber si la deuda será importante o no porque eso depende de cuánto pueda crecer el PBI (36), pero no dice que la deuda creció 24 veces en el cuarto de siglo que se extendió desde 1979 a 2003. Si no se la trata de reducir, por la magnitud de los intereses y la limitación al crecimiento, siempre la deuda externa se convierte en una burbuja inmanejable (37). Y si, para contrarrestarla hay que crecer, los mejores años de la historia argentina corresponden al período 2003-2008. Si se retomara ese ritmo, la evolución de la deuda encontrará una economía cada vez más sólida, lo que no ocurrió en los años en que se proclamó como prioritaria la finalidad primordial de mantener el valor de la moneda. Bermúdez empieza su nota hablando de “la falacia del desendeudamiento”, cuando la falacia está en sus argumentos, y termina sentenciando: “La deuda sigue golpeando a Argentina”. ¿Y la deuda mundial?
2) SITUACIÓN MUNDIAL: LA CONTINUIDAD DE LA CRISIS
a) El capital financiero y el capital tecnológico
Al estallar la burbuja internacional desaparecen capitales que se consideraban reales, se deprime la inversión y se reduce la producción y el empleo. El capital ficticio se recrea hasta que se empieza a diluir por las bajas bursátiles sorpresivas o hasta que se reponga parcialmente mediante el aporte de capital tecnológico, que es otra forma del capital cuyo origen no es enteramente independiente del capital financiero (38). El capital es un todo único. No hay un capital financiero separado del capital tecnológico. El capital reviste la forma financiera para aumentar su rentabilidad y lo hace de manera que una vasta porción del que crean los mercados resulta ficticia. En el mundo predomina el capital financiero porque así se conformó el capitalismo hoy dominante, pero el capital financiero a la larga debe apoyarse en una mayor producción, porque sin ella se extinguiría. El capital financiero capta excedentes de todas las actividades productivas que obtuvieron una plusvalía original, incorpora para su valorización a rentas apoyadas en el uso de recursos naturales (como es el caso de la renta agraria de la tierra), se apropia de las valorizaciones del capital tecnológico (como en la burbuja de las punto com), las desvía de su capitalización productiva en sus fuentes y genera una valorización financiera rápida y ficticia que termina diluyéndose cuando explota la burbuja y consigue –por medio de su poder internacional y en los estamentos nacionales- apropiarse con un fuerte costo social de recursos del Estado para regenerar los valores depreciados, repetir las valorizaciones ficticias y conservar su poder.
La explotación capitalista encuentra su expresión más descarnada y parasitaria en el poder financiero, que –más allá de las tareas necesarias de intermediación y financiamiento de la producción- saquea recursos de todas las actividades e incluso lo hace de manera sistemática en economías nacionales en que parte de sus riquezas son recicladas para engrosar al capital financiero. La esencia del imperialismo moderno consiste precisamente en el dominio del capital financiero internacional, pero su comprensión ha quedado muy limitada a su contenido político –de explotación entre naciones- cuando en realidad es una característica de la acumulación mundial del capital. El contenido político territorial de este concepto estriba en que la gran acumulación y la evolución hacia el capital financiero se ha dado en los países de desarrollo capitalista más temprano, de tal manera que el dominio del mercado mundial les dejó menos espacio a las otras burguesías nacionales para desarrollar funciones similares y quedaron en relación de dependencia respecto de la burguesía mundial imperialista. El saqueo del capital financiero internacional es generalizado. Entonces, las burguesías nacionales de los países periféricos quedan limitadas a asumir un carácter comprador (comercial o intermediario) o de poco interés en las actividades productivas complejas y más inclinadas a la explotación de los recursos naturales (el agro en la Argentina, el petróleo en muchos países árabes, la minería en otros países latinoamericanos y africanos), que da lugar a que la evolución capitalista retrasada (en la capacidad industrial) vaya acompañada por la transferencia de excedentes para su colocación en las grandes plazas financieras del exterior (a menudo en forma de rentas apoyadas en el uso de los recursos naturales) provocando una inexplicable decadencia de países capaces de generar excedentes apreciables. El capital financiero implanta así verdaderas áreas de saqueo de diferente magnitud y continuidad. En África eso es posible por el colonialismo basado en el dominio político directo o en el neocolonialismo que combina la independencia política con el dominio económico extranjero y la presencia de una burguesía compradora nativa.
La Argentina ha sido casi permanentemente un área de saqueo. Desde el empréstito de Bahring Brothers hasta las quiebras bancarias de 1980, la aceptación de créditos no comprobados en 1985, las hiperinflaciones de 1989 y 1991, el desplome del 2001, la fuga de capitales y recursos bancarios en 2002, las exacciones fueron posibles porque hay un cordón umbilical que ata las rentas provenientes de los recursos naturales con la exportación de esos recursos para ser convertidos en capital financiero. Esa es la raíz de la decadencia argentina de la última mitad del siglo XX, expresión de una clase dominante tan incapaz de ejercer un liderazgo nacional como asombrosamente ignorante de lo que sucede en el mundo. Su ejemplo, la inevitable corrupción que la acompaña y la desesperación por destinos individuales con escasas perspectivas contribuyen a conformar una cultura nacional de desprecio por lo propio que generaliza las peores prácticas de la clase dominante.
La valorización del capital financiero es siempre a costa de la producción y los ingresos. Cuando la valorización financiera sobrepasa los límites posibles del saqueo, el capital financiero se vuelve ficticio y destruye tal cantidad de recursos productivos (en la recesión) que necesita impulsar al capital tecnológico, capaz de generar mayor productividad con nuevos recursos técnicos diferenciados de los existentes. El capital financiero sólo puede devenir capital tecnológico en medio de la reproducción del conjunto del capital. La oligarquía financiera internacional dueña de la mayor porción de capital financiero trata de efectuar ese tránsito sin perder el control del mundo, porque sus valorizaciones ficticias tienden a diluirse pese a los rescates, aunque la pelea por apoderarse de lo que naufraga hace más poderosos a los que todavía lo son, reforzando la concentración. La misma dinámica del sistema lleva a incorporar nueva tecnología para aumentar las ganancias con nueva producción, de la que tratará de apropiarse otra vez el capital financiero.
Pero el capital tecnológico no tiene por qué estar dominado exclusivamente por el capital financiero. Puede haber otras fracciones de capital productivo que disponen de nueva tecnología para incorporarla al nuevo capital tecnológico. En ese caso se reduciría el peso del establishment financiero mundial dominante. De ahí que éste procure demorar las mutaciones capitalistas. Igual surgirá nuevo capital tecnológico aportado por el capital financiero o por otras fracciones del capital. Entonces pueden aparecer, como sucedió en China y el sudeste asiático, nuevos centros capitalistas en otros países emergentes, porque al incorporar a la producción fuerza de trabajo con un mayor grado de explotación, se reduce el nivel medio de los salarios en el mundo, acrecentando la formación de nuevo capital. Así como el capital financiero generado por las burbujas puede terminar siendo ficticio y requerir aportes de capital tecnológico, el capital tecnológico nacido de la explotación de la fuerza de trabajo es real.
Una incógnita del capitalismo futuro es si el capital financiero dominará al capital tecnológico o la necesidad de producir con tecnología cada vez más próxima a la automatización requerirá trastocar la dinámica del capital financiero por una más afín al desarrollo tecnológico. Otra incógnita propia de la dinámica de largo plazo del capitalismo es, en el contraste de crisis y expansión, cuál terminará prevaleciendo, si la larga fase de crisis y contención del crecimiento, la onda larga expansiva (39) o la combinación de ambas, como la que estamos viviendo. Son incógnitas imposibles de responder antes de que sucedan, porque no sería un análisis sino una profecía. En lo inmediato, el comienzo de la contracción de la nueva burbuja podría ponerse en evidencia en la primera mitad de 2010, aunque los pronósticos no son uniformes. Así continuaría la saga de la economía de burbuja, una de cuyas consecuencias fue la reciente debilidad del dólar seguida ahora por la del euro, mientras el oro alcanzó un techo cercano a los 1.200 dólares la onza troy.
Nouriel Roubini (40) advirtió que el alza de precio de los activos que en 2008 se habían derrumbado podría convertirse en una nueva y mayor burbuja que la anterior, destacando que la recuperación de activos fue ayudada por la liquidez estimulada por las bajas tasas de interés estadounidenses y en los restantes países centrales. La suba de precios de los activos fue acompañada por la depreciación del dólar, otra consecuencia de las bajas tasas de interés, que posibilitaron que el capital financiero favorecido por los rescates, las ET estadounidenses con inversiones en el exterior y otros inversores obtengan nuevas ganancias invirtiendo en activos de riesgo globales adquiridos con créditos baratos en dólares. El aumento de los precios de los activos capitalizó a sus adquirentes con ganancias que Roubini juzgaba de 50 a 70% en términos reales desde marzo hasta fines de noviembre de 20
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