Es lógico que así sea, aunque ello evidencia la profunda ruptura social con el propio proceso histórico. Este desconocimiento sobre Ortega Peña se inscribe en un desconocimiento más amplio y general. El ejercicio del olvido al que han sido condenados los argentinos desde el 24 de marzo de 1976 hasta el presente y los artilugios desarrollados para obliterar el pasado con el ejercicio interesado de la desmemoria forman parte del esfuerzo por ocultar dos décadas intensas y profundas durante las que los jóvenes de entonces (entre los que me incluyo) se plantearon con profundo sentido solidario y colectivo ligar sus vidas con la búsqueda de un mundo mejor, más justo e igualitario, aun a costa de los mayores sacrificios.
A su vez, el olvido no es sólo derogación de la memoria. Tiende a colocar en su lugar una mítica narración del pasado: el silencio ha dado lugar a formas de normalización falsificadas, a través de una unívoca interpretación oficial. Se sustituye la cultura social -que actúa como conciencia crítica - deslizándose el sentido conceptual del pasado a través de la opacidad del presente, resignificando la temporalidad rica y múltiple del saber crítico hasta llegar a la clausura de su significación: ninguna cuestión que pudiese plantearse carece de respuesta dentro del propio sistema articulado por la teoría de los dos demonios como eje de una suerte de fundamentalismo democrático.
Rodolfo Ortega Peña pertenece a esa generación que hace cuatro décadas -recogiendo los legados históricos- soñó la revolución cultural, política, económica y social como un hecho posible y actuó consecuentemente, con-vencida de la irrelevancia ingrávida de toda otra tarea que no fuera promover aquel cambio -de acortar los tiempos a una victoria que pensábamos inevitable por el decurso de la historia -, abandonando en muchos casos la tranquila existencia personal (sentida por unos como opacidad triste, y por otros, pese a su éxito biográfico, como una situación de complicidad con un sistema injusto): dispuestos a ofrendar su propia vida si ello resultare una contingencia inevitable.
Estos proyectos revolucionarios de los años 60 y 70, no siempre se expresaron mediante el ejercicio de la violencia, aunque todos por igual sufrieron la violencia represiva del terrorismo de Estado. En la mayoría de los casos, aquellos portadores de la ilusión se habían acercado a la política huyendo de la inmovilidad del pensamiento, para pasar a la acción -en todas sus variantes- abjurando tanto del revolucionarismo de café de una izquierda tradicional con la que pretendían romper y superar, como del burocratismo peronista entrampado en los pliegos del poder proscriptivo.
Esta instancia política, fuertemente vital, no fue una mera contingencia de un deslizarse crispante del tiempo social en que estaba inmersos sus actores sino el intento de una relectura de la historia argentina, en acto de continuidad y cuestión al mismo tiempo, en una instancia fundante de un devenir diferente. Al mismo tiempo, traducía en el campo nacional el peso de las experiencias universales y contenía en su multiplicidad dicursiva el plexo de aquella herencia inmediata y mediata. Tenía un claro sentido reparador y regeneracionista.
Ningún sector social ni estamento profesional o laboral quedó al margen de esta interpelación convocante de los años 60 y 70. Aquellas generaciones existieron sobradamente y fueron muchísimo más que aisladas ínsulas.
La opción revolucionaria recorrió medularmente la sociedad hasta convencerse a sí misma de la factibilidad de la victoria. Más: estas generaciones fracasaron en su intento, y la mayor parte de quienes encamaron aquellos propósitos transformadores fueron aniquilados por el terrorismo de Estado, en sus formas para estatales antes del 24 de marzo de 1976, y luego por la acción directa de las Fuerzas Armadas.
La revolución quedó como una utopía incumplida, como un sueño desvanecido, transformado en un estallido de dolor y sangre. Llegaron los tiempos de derrota y muerte, que no sólo sesgaron la vida de aquellos que estaban animados por el fuego sagrado de sus convicciones sino que hicieron añicos esos proyectos concretos, personales y organizativos. Y aquellos programas, con 'el tesoro' ideológico revoluciona - no y emocional que le dio su encarnadura, quedaron allí perdidos, bajo un pesado manto de silencio, carente de toda resonancia y haciendo incomprensible para las generaciones futuras la densa textualidad de sus proyectos, la capacidad cuestionadora y movilizadora de su palabra y el profundo sentido político de su accionar. Tan incomprensible la acción como su respuesta represiva. Escamoteo interesado, evitante de las preguntas: ¿Qué estaba en juego esos años? ¿Qué y por qué se peleaba?
Es decir, cuál fue el entramado de sueños, ideas, análisis teóricos, compromisos vitales y prácticas germinadoras de un hombre nuevo como constructor de un mundo diferente que fue el signo distintivo de aquellos 'olvidados y proscriptos' desde el silencio y la descalificación.
Rodolfo Ortega Peña es una figura paradigmática de aquellos jóvenes intelectuales de la generación del 60, que vivió el influjo sartreano de la vida como compromiso existencial, desde sus primeros pasos como estudiante hasta el cargo de diputado nacional que ejercía a la hora de su muerte (con su unipersonal Bloque de Base, conformado tras separarse del frente justicialista por el que había sido elegido). El 31 de julio de 1974, cuando los sicarios de la Triple-A comenzaron su cadena de muertes quitándole la vida a los 38 años de edad, sin duda, en su criminalidad, coincidían en el reconocimiento del carácter paradigmático y la proyección de aquel que comenzaba a trascender los propios planos de la militancia para adquirir una dimensión nacional.
En distintas instancias de estos veinticuatro años transcurridos desde aquel crimen he abordado el análisis de quien fue mi hermano entrañable y compañero en la militancia y en la actividad cultural y profesional. Lo hice en su accidentado entierro, en el homenaje a los diez años del crimen a los veinte años, al inaugurarse la plazoleta que lleva su nombre, y en otras oportunidades, de manera escrita, en algunas publicaciones.
Cada vez que debí evocar a Rodolfo públicamente, fui completando mi visión de sus múltiples y riquísimos perfiles. De aquellos trabajos rescato especialmente dos, que hoy reproduzco parcialmente.
En una extensa nota hace doce años, decía yo: '¿Desde dónde aproximarnos al recuerdo de Rodolfo? Desde el rechazo de todo encasillamiento, reconociendo que él, como todo ser humano, fue una presencia abierta en sus significaciones, que su vida admite plurales lecturas y que no es posible abarcarlo en su totalidad, ni aquella es reproducible sintéticamente con un puñado de anécdotas o juicios de valor'.
Urgencia vital, preparación Intelectual
'En 1962, en la revista Ficción, que dirigía Juan Goyanarte, Ortega Peña publicó un largo análisis de la novela Sobre héroes y tumbas. En esa nota, escrita poco antes de que tomáramos la decisión política de elaborar y firmar conjuntamente todos nuestros trabajos, analiza el tema de la muerte (aun era tiempo de que nuestra generación la visualizara a través de las obras literarias) y dice: Lavalle, Alejandra, Fernando, muertos. ¿Sus muertes tienen algún sentido o carecen absolutamente de él? ¿Por qué ir a Jujuy? ¿ Por qué morir en 'El Mirador'? ¿Azar de una partida que dispara? ¿Libre determinación en incendiar la casa, su propia vida? La muerte, ¿tiene realmente un sentido que no es posible delimitar en lo orgánico? Allí quedan los restos lacerados de Lavalle. Malolientes. Ahí va su corazón con sus hombres. ¿Llevaba Lavalle dentro, muy dentro, su muerte como Alejandra o Fernando? ¿Fue creciendo esta muerte día a día con su vida, hasta surgir galopando desesperadamente? ¿ O, por el contrario, la muerte se cruza en el camino inesperadamente? ¿Es realmente un elemento irracional que no se puede reducir' Quizá no estamos preparados para responder. Pero la existencia sigue su curso: y allí va Martín, como nosotros, proyectando su vida, abierto a lo inesperado.
'Ortega a los 26 años reflexionaba antropológicamente sobre el sentido de la muerte, que es lo mismo que decir que analizaba el sentido de la vida. Y lo hacía desde su propia proyección vital totalmente comprometida, que llevaría -doce años después de esas meditaciones- a que convergieran las balas sobre su cabeza y a que hoy, transcurridos otros doce años, yo rescate este texto y lo repiense no sobre Lavalle sino sobre Rodolfo mismo. Ya que, quienes lo conocimos, sabemos bien con qué urgencia vivió, prodigando su inteligencia tan fuera del nivel común y su cultura de límites incomprobables, con tal vertiginosidad como si llevara 'dentro, muy dentro su muerte' y ésta fuera 'creciendo día a día con su vida'.
'Pareciera -la historia está llena de ejemplos variados- que hay seres que viven presentidamente su muerte joven y que para ellos, los tiempos de ser y hacer, son como una carrera contra el reloj sin resuello ni descanso. Y Ortega Peña no escapaba a esta característica.
'Recibido de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, estudiando luego Ciencias Económicas; polemizando con Julián Marías sobre la ontología de Unamuno; con Carlos Cossío sobre la teoría ontológica del derecho; con Tulio Halperín Donghi sobre la significación del Facundo: con Marechal y Sabato sobre la estructura de la novela; con Córdova Iturburu sobre las pinturas rupestres de Cerro Colorado; pocos casos debe haber en nuestro país de un intelectual con tanta capacidad y actividad interdisciplinaria. Al mismo tiempo, con tan poco interés en dedicar su vida prioritaria-mente a cualquiera de esas disciplinas, pese a haber sido hasta el fin, un ávido y obsesivo lector de todas ellas, en castellano, inglés, francés, alemán, italiano, portugués, latín y griego.
'Urgencia por saber, para hacer: es decir el conocimiento como arma transformadora. Es que para Rodolfo no había actividad científica abstracta, había sólo una práctica teórica, absolutamente enraizada con las tareas de la liberación nacional y social. De él sí que, siguiendo Gramsci, puede decirse era un intelectual orgánico ligado al destino de la clase obrera y del pueblo. Porque toda su actividad estaba puesta al servicio del desarrollo político, del avance en la lucha de las clases postergadas: a las que se había integrado por una firme convicción, saltando por encima de su origen social, tratando de darles lo mejor de sí mismo.
'Pero esta urgencia vital no devenía en un sentimiento trágico de la misma. Todo lo contrario, sólo desde el optimismo esperanzador se puede actuar de ese modo. Por otra parte, Ortega Peña era la contraimagen de la solemnidad, un chico grande con una calidez y una ternura que muchas veces con infantil vergüenza por mostrarse desnudo en sus sentimientos, pretendía sepultar con su aplastante racionalidad, esa que se convertía en un arma implacable sólo con los enemigos de los intereses colectivos.
'De esta manera su vida cotidiana no aparecía escindida entre la alegría de los hechos menores y una solemne y grave actitud ante las grandes perspectivas de su existencia, las que integraba en un continuo sin contradictorias percepciones'.
Su humanismo ético y revolucionario
Hace cuatro años, cuando se inauguró por disposición del Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires la plazoleta Rodolfo Ortega Peña en la Avda. 9 de Julio, allí donde le mataron, volví a precisar los rasgos de Rodolfo. Decía entonces:
'¿Cuál es el legado de Ortega Peña, su valor paradigmático, lo históricamente rescatable? Cuáles son los grandes trazos de su personalidad, aquellos que aspiramos a que queden indelebles en el tiempo. Porque la historia con sabiduría olvida la crónica política concreta para abstraer y esencializar los valores ejemplarizantes, dejando aquella, para los estudiosos e investigadores.
'¿Es posible ya, señalar, los valores perdurables de una figura como Rodolfo Ortega Peña que laboró con igual fervor, la política como la historia, el periodismo como el ejercicio de la abogacía aplicada en función social? ¿Es posible hacerlo pese a la complejidad de su postura ideológico-política, de este hombre visceralmente peronista, pero intelectualmente un obstinado gramsciano, que heredó la pasión argentina de su abuelo David Peña y como aquél, tributario del sueño alberdiano de construir una gran nación sobre bases jurídicas y económicas sólidas?
'Estoy convencido de que sí es posible. Sin ánimo de hablar ex-cátedra, apunto aquí algunos rasgos a mi juicio definitorios: fue antes que nada un humanista, en el más puro sentido ontológico del término. Sus estudios de filosofía, su búsqueda del saber de los saberes, no era otra cosa que la búsqueda del hombre, de todos los hombres. Su primer compromiso era entonces con el destino del ser humano como tal.
'De este compromiso fundante, nacieron sus quehaceres: la política como servicio a los demás, asumida con el rigor de quien para ejercerla, no consideró suficiente su formación jurídica y filosófica, sino que estudió con igual dedicación las ciencias económicas. Su casi infinita cultura, fue también parte de su aprendizaje para la acción política. Porque sin estas herramientas jamás Rodolfo se hubiera considerado en condiciones de acceder a algo que consideraba absolutamente serio y responsable: la práctica política.
'De aquélla deriva también su irrenunciable compromiso con los derechos humanos, que lo llevó desde el inicio de su profesión al ejercicio de la defensa de los presos políticos, aun y en muchos casos, de quienes estaban en su antípoda ideológica y política.
Un compromiso racionalmente asumido que le hizo transitar el camino de la muerte, porque éste fue lo que más incomodó a quienes planearon el crimen.
'Necesariamente, también allí, radica su inclaudicable postura a favor de las causas populares, saltando sobre el prefijado destino familiar que le hubiera permitido fácilmente ser un brillante abogado de minorías privilegiadas.
'Otro rasgo esencial -y que en estas épocas aparece mucho más destacable - es la honestidad de este hombre que murió pobre, sin más patrimonio que su biblioteca, no por falta de oportunidad de quien asesoró a encumbrados dirigentes sindicales y que pasó por el Congreso de la Nación, rechazando las ofertas altamente beneficiosas en lo económico con que le tentaron para acallar su voz disidente.
'Es que Rodolfo Ortega Peña fue esencialmente un hombre ético, de una profunda eticidad, que lo llevó a soñar con un Hombre Nuevo capaz de construir revolucionariamente un mundo mejor. Revolucionar, como enseña el Diccionario del uso del español de María Moliner, es imprimir un giro diferente a un tiempo determinado o preconizar un cambio radical de las cosas. Y Ortega Peña desde su ética absoluta, jamás se resignó a aceptar el mundo en que le tocó vivir como algo con lo que debía conformarse. Siempre creyó que la humanidad, y en el caso, los argentinos, nos merecíamos un mundo mejor, mucho más justo e igualitario y luchó apasionadamente para que despuntara el alba.
'Pero no nos confundamos, Ortega Peña, no se planteó para sí, tomar el cielo por asalto, y por el contrario, fue un ferviente partidiario de la lucha de posiciones, en el marco de las instituciones republicanas. Por ello este hombre que no pertenecía a organización alguna, aceptó ser diputado de la Nación conformando un bloque unipersonal, para luchar por una democracia auténtica, fiel al mandato recibido. Y porque creía en los valores de la democracia participativa no usó su banca para convertirla en tribuna del petardismo sino que trabajó con ahínco en mejorar las leyes tanto en las comisiones como en el recinto, dando memorables aportes a los debates y convirtiéndose en un fiscal insobornable. Paralelamente llevó su banca a la calle y allí donde hubo una necesidad o una injusticia, lo encontró presente'.
24 años después, hoy, al cumplirse un nuevo aniversario del crimen, quisiera agregar, un hecho sustancial, implícito en todo lo antes dicho. Poco a poco, y por la fuerza de los acontecimientos, el campo popular y revolucionario estaba encontrando la figura capaz de unirlo y liderarlo, en aquel hombre que hizo del antisectarismo y de la unidad, un estilo de vida. Junto a Agustín Tosco, Rodolfo Ortega Peña, aparecía en el escenario político argentino con la capacidad para convertirse en la amalgama que superara las dicotomías y las obstinaciones, y de conducir en el campo de las instituciones republicanas, ese gran movimiento transformador que agitaba la Argentina. No fue casual entonces que su prematura muerte inaugurara la etapa sangrienta del último terrorismo de Estado padecido en el país.
Eduardo Luis Duhalde
Fuente: Revista La Maga, 11/07/03. Nota escrita en 1998. Gentileza Blog "Compañeros"
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